después no puede hacer y si no las hizo tal vez no puede hacerlas nunca. Porque ese tiempo es, maravillosamente, irrecuperable.
En el mundo pasaban cosas importantes, es cierto, en aquel año 70, como pasaron antes y como pasaron después; pero si para uno tenía algo de especial ese año, eso era que se jugaba el Mundial. Yo había soñado siempre que llegaría a jugar el Mundial a los dieciséis años y que me consagraría como el mejor jugador del Mundo con la camiseta argentina, superando al mismo Pelé. A esa altura estaba claro que eso no sería posible: primero porque yo no había conseguido siquiera jugar en las inferiores de un equipo de Primera B y segundo, porque Argentina tampoco iba al Mundial. Así que no nos quedaba más remedio que verlo de espectadores neutrales, tal vez la mejor forma de ver una Copa del Mundo. Disfrutando más distendido el placer de mirar fútbol, cuando es bueno, sin la presión de estar pendiente del resultado. Y el fútbol de ese Mundial fue maravilloso, el mejor que se ha visto en la historia, según dicen.
Ese fue el primer Mundial que se televisó vía satélite y las imágenes traían el resplandor de un sol inigualable iluminando los estadios en el mediodía mejicano. Siempre asocié a Méjico con ese sol, el mismo que aparece en las viejas películas de Jorge Negrete, Pedro Infante y Miguel Aceves Mejía; en las fotos de las ruinas aztecas; en las postales de Acapulco: Méjico es un sol inmenso.
Por latinoamericanismo, yo hinchaba por los peruanos, que nos habían eliminado a nosotros para llegar, pero tuve que rendirme ante la calidad de los brasileños. Ya en el primer partido ante Checoslovaquia tuvieron una actuación casi perfecta, aunque empezaron perdiendo. Recuerdo que el gol checo lo hizo un rubio llamado Petras. Ese fue el pinchazo que despertó al Coloso. Un rato después Rivelino empató de tiro libre con su zurda criminal y dejo para el segundo tiempo el festival de la perfección. Entonces apareció otra zurda, menos letal pero más aguda, poniendo un pase larguísimo justo en el pecho de Pelé. El Rey se elevó por sobre todos los mortales acunando entre sus pectorales de ébano la perla de cuero hasta dejarla inerte a sus pies. La corona invisible del Rey brilló en ese momento bajo el sol mejicano y su pierna derecha ejecutó la sentencia implacable del gol. El resto quedó para Jairzinho y su ferocidad de pantera africana. Como navegando en las olas de Guanabara, como enhebrando caracoles en la playa, el número siete pasó flotando entre un mar de defensores que quedaron a la rastra y depositó la ofrenda junto al palo derecho del arquero, para que penetrara lenta y orgásmicamente en la valla. Y después, la ceremonia del festejo, como una prolongación armónica de la misma jugada, con una carrera continuada por afuera de la cancha hasta caer arrodillado debajo de la tribuna para persignarse y elevar los brazos al cielo, agradeciéndole a Dios por haberle dado el don de poder hacer feliz a un pueblo; por hacer feliz al mundo, porque cuando la belleza estalla, hasta los rivales se detienen a admirarla.
El debut de Perú no fue tan espectacular, pero sí mucho más emocionante. Unos días antes, un terremoto terrible había sacudido al país de los incas y miles de muertos habían quedado sepultados en los escombros de las ciudades andinas. Desde todo el mundo se mandó ayuda, la más significativa llegó de Cuba. En forma masiva los habitantes de la isla se volcaron a los centros de salud a donar sangre y plasma para los hermanos latinoamericanos en desgracia. Pero adentro de la cancha, la “solidaridad internacionalista” no existía, por más que Bulgaria fuera un país socialista y que en el Perú estuviese en el gobierno Velazco Alvarado con sus simpatías izquierdistas. Los búlgaros, que antes de Stoickov fueron siempre un equipo rudimentario, se pusieron uno a cero arriba con un gol de pizarrón. Un tiro libre de laboratorio en el que tres jugadores tocaron la pelota para desconcertar a la defensa peruana y dejar al ejecutor libre ante el arquero. En el segundo tiempo otro tiro libre, más simple pero certero, los puso inmerecidamente dos a cero. Perú no tenía consuelo ni en la tierra ni en el cielo. Pero enseguida apareció Gallardo, un wing izquierdo veterano que jugaba en Italia, y descontó con un gol muy parecido al de Grillo a los ingleses. Con pies de orfebres, los peruanos de ahí en más fabricaron pases de alpaca y gambetas de plata, bordados de oro sobre el área contraria. Perplejos e impotentes, los defensores búlgaros recurrían a la falta para detener a los esbeltos morenos que se venían desde la izquierda y a Sotil, un cholo retacón y endiablado que, como poseído por Mandinga, enloquecía a su marcador en la punta derecha. Una de esas faltas la cometieron muy cerca del área, casi en línea recta, y “el que a hierro mata a hierro muere”. Entonces se acercó Chumpitaz, otro cholo fornido, que tenía un cañón en el lugar de su pierna derecha; con la actitud del sacerdote que prepara el hacha para el sacrificio ritual, así acomodó la pelota. Se hizo el silencio que precede a una ejecución, tomó carrera y cayó el hacha. Antes de que el arquero alcanzara a verla en el fondo del arco, todo Perú estaba festejando.
Los dioses aztecas habían hecho justicia con los dioses incas, pero además les tenían preparado un regalo: con la elegancia de un gamo, Teófilo Cubillas, el más habilidoso de todos los delanteros, el jugador más brillante del equipo, arrancó en diagonal desde la izquierda dejando un tendal de defensores con requiebros de danza negra y, abriéndose levemente para ejecutar el tiro, colocó la pelota en el ángulo más lejano del arquero. Un terremoto de alegría sacudió entonces a las ciudades devastadas y los huérfanos dejaron de llorar por un rato.
Al resto de los latinoamericanos no les había ido mal en el inicio: México empató cero a cero con la Unión Soviética en el partido inaugural. Por el mismo grupo, al otro día hicieron su presentación en los mundiales, con poca suerte, los salvadoreños. Para clasificar habían tenido, literalmente, que ganar una guerra: “La Guerra del Fútbol”. Así se conoció al conflicto armado que en 1969 enfrentó a Honduras y El Salvador, a partir de los incidentes que se desataron tras el partido jugado en Tegucigalpa. Frustrados por el resultado, los hondureños, que eran los locales, se dedicaron a hostigar a la colonia salvadoreña, muy numerosa en el país; del hostigamiento se pasó a la agresión, hubo muchos salvadoreños muertos y muchas propiedades saqueadas. Entonces se declaró la guerra y dos ejércitos pobremente armados se enfrentaron con un saldo de cientos de muertos. Militarmente, la guerra la perdieron los dos, futbolísticamente ganó El Salvador.
Unos días después Uruguay debutaba con temores. El gran Pedro Virgilio Rocha, “El Verdugo”, miraba desde la tribuna, lesionado. “Si no podemos ganarle a Israel sin Rocha, ¿a qué vinimos al mundial?”, decían los uruguayos. Y ganaron, dos a cero pero extrañando demasiado a Rocha.
En esa fecha inaugural, los marroquíes le dieron un susto bárbaro a Alemania, le hicieron un gol de entrada. El mundo del fútbol estaba estupefacto, los países africanos casi no habían participado de los mundiales y Alemania era el subcampeón, ¿qué estaba pasando? Pero en el segundo tiempo las cosas volvieron a su lugar, los alemanes tenían un equipo fenomenal. Embanderados tras la calva mítica del “Tanque” Uwe Seeler, miles de hinchas habían cruzado el Atlántico para admirar la elegancia de Beckenbauer y la magia de Overath; pero allá arriba “Uwe”, como le gritaban los hinchas, no estaba solo. Un muchacho macizo, de piernas regordetas, iba con él a buscar los centros al área, se llamaba Gerd Müller y le decían “El Bombardero”. Los centros los enviaba, desde la derecha, un puntero genial de gambeta garrinchesca llamado Libuda, quien años después fue suspendido casi a perpetuidad por prestarse a un soborno. A Müller no le fue mucho mejor fuera de la cancha, pues resultó tener tanta facilidad para el gol como para el trago. Tomando cerveza en las tribunas, los hinchas alemanes alternaban el “Uwe, Uwe” con el “Obladï-Obladá”, el último éxito de los Beatles.
En la segunda fecha los marroquíes, los que tanto habían complicado a Alemania, fueron casi espectadores de lujo de una exhibición peruana que paró en los tres goles; Méjico empezó a recorrer el camino de la clasificación ganándole a Bélgica; Uruguay empató a cero con Italia en un partido pésimo, donde se dio la lucha casi grotesca entre el espigado Giacinto Fachetti, la gran estrella del Inter de Milán bicampeón del Mundo, considerado como el mejor marcador de punta izquierda del planeta, enloquecido por un morocho panzón que lo paseo por todos los rincones de la cancha: Luís Cubillas. A esa misma hora los israelíes reiniciaban la guerra de los siete días, adentro de la cancha y contra los suecos. Terminaron empatados en uno de los partidos más violentos de la historia de los mundiales.
Pero el gran atractivo fue el enfrentamiento entre Brasil e Inglaterra, algo así como