el Belgrano se iban llenando con una carga variada de estudiantes, docentes, empleados y jubilados yendo a estudiar, a trabajar, a hacer trámites, a matar el aburrimiento en la casa de algún pariente o a las primeras funciones del cine continuado. Yo venía de City Bell, a los primeros controles de la tarde, estaba sentado en los asientos del fondo de todo, en el medio, porque desde ahí tenía más panorama para observar los movimientos en el colectivo y decidirme a bajar si veía algo raro. En Gonnet subió Raúl y se sentó al lado mío. Cuando uno está viviendo en la clandestinidad no es mucho lo que puede hablar, excepto que esté dispuesto a mentir. “Estoy viviendo en tal lado, estoy trabajando en tal otro”, esas trivialidades que forman parte de las charlas normales entre personas que hace mucho que no se ven, en ese caso no tienen lugar. Raúl* sabía que yo estaba en una situación de seguridad delicada y yo sabía que él tenía una militancia comprometida, y no nos hicimos ese tipo de preguntas. Casi a entredientes iniciamos una conversación política que amenazaba con profundizarse cuando al llegar a la caminera el colectivo se detuvo adosándose a una fila que esperaba a ser revisada por los policías del destacamento. Entonces nos sentimos unidos como nunca lo habíamos estado: por unos cuantos minutos, que parecieron interminables, compartimos el miedo. Casi en silencio, en un colectivo repleto donde era peligroso hablar de ciertas cosas, esperamos que llegara el momento en el que podría decidirse nuestra vida o nuestra muerte. Alguno de los dos podía llegar a no pasar el control, o tal vez ninguno de los dos. No lo sabíamos, todo iba a depender de la sagacidad o de la buena voluntad del policía o del militar que nos revisara, o quizás de algún imponderable que no podíamos prever. Cuando le llegó el turno a nuestro colectivo nos dimos cuenta que el control era selectivo, revisaban a unos sí y a otros no. A nuestro colectivo lo hicieron seguir. Respiramos aliviados y seguimos conversando unas cuadras más, todavía conmovidos por el miedo. Después cada uno se bajó en un lugar distinto y nunca más volvimos a vernos.
Yo supe de él recién tres años después, por los diarios y por los comentarios de los exilados. Junto con su hermano estaba en la larga lista de desaparecidos cuyas madres buscaban denodadamente, sacudiendo la conciencia del mundo. Y la suya, quizás, sea la más emblemática de todas.
* Raúl es Raúl Bonafini
Los primeros trabajos
Lentamente, la música, la política y las vacaciones iban haciéndose un lugar entre nuestras inquietudes, aunque sin desplazar del todo al fútbol. Las salidas de los fines de semana yo las alternaba entre algún programa con los compañeros de Alfredo, las incursiones por las confiterías bailables con Ruben y alguna salida con Julio y con el Pato. Analizándolo en perspectiva, mi vida no era nada sacrificada; estaba enteramente dedicada a las obligaciones del estudio, que no eran muchas: me limitaba a ir al colegio, siempre tarde, y a Educación Física, también tarde, para ser coherente. Hacía las tareas imprescindibles como para cumplir y estudiaba cuando tenía ganas, a las apuradas; aún así, mis notas eran bastante satisfactorias, recién me llevé una materia a examen en tercer año: matemáticas. La profesora era una mujer gorda, muy seria, que me tenía conceptuado como un vago, lo cual se ajustaba bastante a la realidad. El día del examen me fui con el traje negro de casimir inglés que nos había hecho hacer mi padre en su segunda visita en seis años. El traje era impecable, a medida, pero yo tenía el pelo larguísimo, todo enrulado y una pinta de zaparrastroso terrible. Así que la profesora cuando me vio dijo: “Asuaje, si no se peina no entra a dar examen”. Y yo accedí. Me mojé bien la cabeza y entré. Debí haberme negado, ella no tenía derecho a prohibirme dar examen, pero en ese momento ni se me ocurrió rebelarme. Cuando me tocó dar fui tan rápido y tan preciso que me pusieron diez y la profesora me preguntaba asombrada: “Asuaje, ¿cómo hizo?”.
A esa altura mi vieja ya insistía cada vez más conque “vos te tendrías que buscar algún trabajito, con una sola entrada no se puede”. Y yo entré a buscar trabajo, realmente estaba dispuesto a laburar. Alfredo y sus compañeros me habían invitado a ir de vacaciones a Mar del Plata en carpa, dos cosas que yo nunca había hecho: no conocía Mar del Plata y nunca había vivido en carpa. Para poder ir necesitaba plata y mi vieja no podía dármela, así que dependía de un trabajo. Pero no tenía suerte, a los avisos que iba por una cosa o por otra no me tomaban. Hasta que un día me avisa mi vieja que Julio me andaba buscando, el padre tenía un trabajito para nosotros. Me puse más contento que cuando aprobé el examen. ¡Tenía ganas de laburar!
Pero el laburo no era fácil, el padre de Julio había empezado a tomar trabajos de electricidad por su cuenta y le había salido hacer las instalaciones eléctricas de toda una planta avícola. A nosotros nos tocaba hacer canaletas en la pared, a martillo y cortafierro. Fueron pocos días, pero aunque el trabajo era matador, terminamos felices. Unos días después ya estaba con Pancho y con Alfredo haciendo dedo en el cruce Echeverri. Después de siete años volvería a ver el mar.
La experiencia de la carpa en Punta Mogotes fue interesante, aunque de mujeres ni hablar. La avenida Constitución, donde están todos los boliches bailables, quedaba demasiado lejos de nuestra carpa y de nuestros bolsillos. Y no teníamos cancha como para encarar mujeres en la playa o en el centro. Pero sirvió para conocer más de cerca a los compañeros de Alfredo y terminar construyendo con algunos de ellos una amistad que sería eterna.
Oficios de verano
Otro de los oficios fugaces de aquellos veranos fue la limpieza de las piletas del club Universitario. Ese trabajo lo había conseguido alguno de los Raules y fuimos a hacerlo con ellos y con Alfredo bajo la supervisión técnica del Negro Claro, un morocho simpático, bastante más grande que nosotros. Él necesitaba ayuda una vez por semana y de madrugada. Lo exótico del horario tenía una justificación muy simple: a oscuras totalmente era imposible porque no se veía nada y más tarde, con la pileta llena de gente, tampoco se podía. Había que aprovechar entonces las primeras luces del amanecer y terminar antes del mediodía. A esa altura del año, a las cinco de la mañana ya comienza a despuntar una tenue claridad violácea; por un rato el tiempo se estaciona en la indecisa frontera entre la noche y el día. Aunque hacía frío, el entusiasmo por poder ganar un poco de plata y el aspecto espectral del agua convertían el trabajo en un placer extraño, en una sensación parecida a ver amanecer sobre el mar.
Uno de esos días me encontré inesperadamente con Claudia y con Liliana, que iban a pasar el día en el club. Ese encuentro lejos de las aulas de la escuela sirvió para acrecentar una amistad que venía construyéndose desde los primeros años del colegio, a pesar de los cortocircuitos permanentes que se daban entre los varones y las mujeres. Respecto a Liliana, debo confesarlo, tenía un interés que iba más allá del simple compañerismo. Ese día, la presión de la malla negra, de una sola pieza, le marcaba unas nalgas y unos pechos generosos, promotores de un deseo febril que me preocupaba por ocultar. Pero nunca me animé a intentarlo, no sabía como hacer para acercarme a una mujer de una manera que no fuese intempestiva. Además de provocarme fantasías eróticas, Liliana me despertaba una enorme ternura. No puedo decir que estaba enamorado de ella, porque la sensualidad y la ternura corrían por carriles separados. Como mujer me atraían su cuerpo y su cara. Como compañero de escuela, en cambio, sentía por Liliana esa misma mezcla de complicidad y paternalismo que sentía por Joaquín. Éramos cómplices en la cofradía virtual que congregaba tácitamente a quienes teníamos un dolor que nos hacía sentir diferentes a los demás. Con Liliana teníamos dos coincidencias: nos faltaba un padre y nos sobraba la escasez. El padre de ella había fallecido cuando estábamos en segundo año y desde entonces, o quizás desde antes, la abundancia venía escaseando en su casa. Alguna vez la había visto llorar por un aplazo en una mesa de diciembre y me dieron ganas de besarla.
En esos jardines de Universitario, en los carnavales de ese mismo año, Julio se puso de novio con Silvia, así empezó a alejarse lentamente de nosotros, para quedarse al lado de ella hasta ahora. Hoy, más de treinta años después, forman una pareja y una familia admirable.
Son como un sapo los ojos de la india argentina
La rueda delantera patinó al frenar, el colectivo hizo unos metros más y se detuvo. Recuerdo mis mocasines de gamuza, mis medias blancas y mi vaquero negro de corderoy bajando