demasiado y la mayoría había optado por irse a la casa o a tomar algo al centro, no eran pocos los que aprovechaban la volada nada más que para zafar de horas de clase. Los que quedamos en la asamblea resolvimos manifestar frente al diario El Día, allí en diagonal ochenta. La columna que formamos dificultosamente cubría todo el ancho de la calle, no teníamos banderas ni pancartas, era una cosa totalmente improvisada y las consignas eran confusas, pero comenzamos a gritarlas con fuerza, estacionados en medio de la calle, cortando todo el tráfico. Hacía un rato que estábamos gritando cuando llegó. Vino por la diagonal desde cuatro hacia tres y no nos dio tiempo a nada. Emergiendo por la escotilla del camión, un policía del cuerpo de infantería apuntó hacia la columna con su lanzagaces. No nos dieron la voz de alarma ni nos intimaron a dispersarnos, el policía disparó directamente y entonces se produjo el desbande generalizado. Del camión celular bajó un pelotón de policías y comenzó a perseguirnos. Algunos siguieron por diagonal ochenta y otros doblamos por cuarenta y seis. Allí se estacionó un patrullero del que bajó un oficial dando órdenes. Yo estaba desconcertado, no entendía por qué nos reprimían. Entonces me volví sobre mis pasos y con absoluta ingenuidad fui a preguntarle al oficial “¿Por qué nos reprimen, si no estábamos haciendo nada?”. Más desconcertado que yo, el oficial no encontraba respuesta y para defenderse me ordenó que me retirara. Yo insistía, entonces Guillermo, recuerdo que ese día estaba Guillermo, me vino a buscar para convencerme de que era mejor irnos. El oficial me amenazaba con llevarme preso y me ordenaba que me retirara, pero no se animaba a hacer nada, no sabía qué decir. Estaba preparado para pegar y para perseguir, pero no para contestar preguntas y nunca se había imaginado que un manifestante en vez de salir corriendo se parara a pedirle explicaciones.
La víctima principal de esa represión fue una chica de Bellas Artes a la que se llevaron presa, Marcela Maiman, quien además estaba muy buena y supongo que por eso también muchos se prendieron en las marchas para exigir su liberación. A los pocos días la dejaron en libertad y la recibimos como una heroína. Fue una seguidilla de asambleas y marchas que nos introdujo a muchos en una vorágine militante inesperada.
Los hijos de la clase media que en el 55 había aclamado la caída de Perón, encontramos en las aulas, a las que nuestros padres nos enviaban con la esperanza de tener algún día en la familia un profesional de éxito, una luz alumbrando un camino muy distinto. La revolución cubana, la liberación de Argelia, la República Popular China, la lucha antiimperialista de Vietnam, el Mayo Francés y el triunfo de Allende en Chile eran hechos muy cercanos; el sueño de gran cambio en todo el mundo no sólo era posible, sino inminente. Aunque hay un análisis que insiste en atribuir a la pauperización de la clase media su participación en las luchas revolucionarias, en este caso eso no fue tan exacto, aquellos años fueron de abundancia comparados con los actuales y la participación fue mucho mayor. Pero no fue tampoco la influencia externa la única ni la principal responsable de que tantos “buenos pibes” como yo anduvieran pensando “cosas raras”.
Luisito
En esas movilizaciones de los secundarios había un personaje infaltable. Sin él, parecía que estaba prohibido hacer una asamblea, un acto o una marcha. Con los ojos clarísimos y grandes, el pelo rubio disciplinado rigurosamente con una tonelada de fijador, y el cuerpo cubierto por un sobretodo azul larguísimo, Luís López Comendador tenía siempre en uno de sus bolsillos el teléfono de Sergio Karakachoff, el abogado, para llamarlo si alguno caía preso.
La mayoría no lo conocíamos a Karakachof, pero sabíamos que ante cualquier emergencia había que llamarlo a él. Hasta eso momento éramos casi todos independientes y no estábamos organizados para ese tipo de eventualidades. Tal vez porque no pensábamos seriamente en la posibilidad de caer presos. Pero Luisito parecía estar de vuelta. Tenía una conciencia mucho más desarrollada y un manejo de las teorías revolucionarias que era inaccesible para quienes nos estábamos iniciando.
Aunque Luís no iba al Nacional sino a Bellas Artes, durante esos años nos encontramos docenas de veces, en cuanta actividad política hubiere. Al salir del secundario casi nos perdimos el rastro. Yo me enteré de su caída al volver del exilio, por César, su íntimo amigo, y unos años después conocí a su hermana. Tiene sus mismos ojos, aunque con una tristeza que Luís nunca llegó a conocer, cuando era un adolescente con sueños de revolucionario.
El setenta y uno
El 71 fue el año de la politización. La resistencia a la dictadura crecía en todas partes. En las fábricas, las huelgas eran sistemáticas y cada vez más definidas ideológicamente: no sólo se pedía aumento de sueldo, sino directamente la caída del gobierno. En la universidad, los estudiantes se movilizaban cada vez con más intensidad en contra del régimen. Las Ligas Agrarias, las federaciones rurales, el movimiento cooperativo, todos estaban en contra de los militares. Las organizaciones armadas encontraban cada vez más apoyo; cada vez era más quienes las veían como la única salida. Y, como si todo eso fuera poco, la dictadura nos dio un buen motivo para protestar.
El gobierno estaba elucubrando un proyecto de reforma educativa; consistía en modificar los planes de estudios de las escuelas secundarias para adecuarlos a las necesidades de las multinacionales industriales, principalmente las automotrices, que necesitaban mano de obra barata y capacitada. Para ello, se orientarían todos los planes hacia la enseñanza técnica y se restringirían las materias humanísticas, limitando la posibilidad de ver la realidad de una manera crítica. A la Ford, a la General Motors y a la Fiat les convenía tener un país repleto de técnicos para poder elegir a gusto, bajando los salarios y despidiendo a los disconformes. Pero el proyecto generó una encendida resistencia.
A partir de la lucha contra la reforma educativa las asambleas en el patio eran cada vez más seguidas y yo cada vez hablaba más, aunque, debo reconocerlo, creo que decía muy poco. No tenía ninguna definición política y eso me daba una absoluta libertad para decir cualquier disparate, que muchas veces coincidían con los disparates que decían los militantes de algunas agrupaciones y, a veces, hasta eran posturas bastante congruentes. Pero la política para mi no era solo una forma de satisfacer la vanidad, adquiriendo una notoriedad que aparecía servida en bandeja con cada asamblea en el patio. Empezaba a ser la forma de canalizar, de una manera más vital y amena, aquel sentido estoico de la religiosidad infantil. Aunque mi cristianismo me llevaba, entre otras cosas, a rechazar terminantemente la lucha armada y me hacía aparecer como un extraterrestre en un medio donde, verbalmente, se competía por demostrar cuál era la forma de violencia más eficaz para tomar el poder y hacer la revolución. A mí me resultaba inconcebible que algunos pudieran hablar de eso tan superficialmente, como si se estuviese hablando de recetas de cocina y no de la vida y la muerte. Yo había leído, estando todavía en la primaria, un libro que se llamaba “El hombre que yo maté”. Contaba la historia de un soldado francés quien en la primera guerra mundial había matado a un soldado alemán y allí mismo, en la trinchera, se había puesto a revisar sus cosas y había descubierto su nombre y su dirección. Al terminar la guerra había ido a visitar a sus padres, haciéndose pasar por un amigo, y así había descubierto que su enemigo era también un joven que tenía una familia, una casa, afectos, sueños y hasta un violín que nadie había tocado desde su muerte. Eso le había provocado un remordimiento terrible.
Leyéndolo, yo había comprendido que matar a alguien era como morir uno mismo y me horrorizaba que otros no lo tomaran de esa manera. Pero esa discusión filosófica yo la podía tener con Joaquín y con el Lacio, con los más íntimos, porque a los otros ese les parecía un tema sin importancia. Un tema que lo había resuelto claramente Karl Marx cuando dijo que “la violencia es la partera de la historia” y lo había demostrado con el análisis de la historia de la humanidad, en la que todos los cambios importantes se habían producido a partir de guerras y rebeliones. Marx lo había demostrado científica y terminantemente y no tenía sentido entonces ponerse a discutir una cosa tan sabida y tan normal. Y, por otra parte, ¿quién no mató alguna vez a alguien?
Para mí esa discusión era la primera, para la mayoría de los otros, la última. Eso explica en gran parte el hecho de que grandes incendiarios de la palabra, que criticaban a los reformistas y a los “humanistas” tratándolos de liberales burgueses por no asumir la lucha armada,