Secundario Antiimperialista), en el Nacional no tenían mucha presencia, pero sí en otras escuelas. Uno de sus militantes más notorios era el gordo Trajtemberg. Notorio en todo sentido, un mastodonte de un metro noventa, gordo, enfundado siempre en una campera verde de fajina que le daba el aspecto de estar ultraproletarizado. A ellos la Revolución Cultural les había llegado directamente desde China y se sabían de memoria el Libro Rojo en mandarín y en cantonés, y eran capaces de escribirlo con los caracteres ideográficos invertidos. “Como dice el camarada Mao en el tercer párrafo de la página ciento treinta y siete del Libro Rojo…” y empezaban a dar lecciones de materialismo dialéctico y de antiimperialismo revolucionario. Viéndolo al gordo con su campera verde, sus borceguíes y esa pinta de obrero siberiano, uno se imaginaba que debería vivir en una villa o, por lo menos, en el Barrio Obrero de Berisso. Pero el gordo resulta que vivía con los padres en una casa lujosísima, con una mucama que cuando lo iban a buscar salía y decía “el niño Oscar no está”. Paradojas del exilio y de la vida, que es como decir una misma cosa, cuando llegó la dictadura el gordo buscó refugio en Israel y allí terminó cambiando el fanatismo maoísta por el ultraísmo religioso detestado por Guillermo: se convirtió en rabino de uno de los grupos más ortodoxos y sectarios del sionismo.
El Partido Comunista Revolucionario y el Partido Comunista a secas, lógicamente, también tenían una presencia importante, aunque no se identificaban abiertamente y eso hacía que discutieran y se atacaran mutuamente sin que los “legos” entendiéramos nada. Se conocían de otros lados y se descubrían a través de sus planteos, ellos sabían perfectamente quién estaba en un lado y quien estaba en otro; pero los demás navegábamos, hasta que alguien nos avivaba. El Partido Comunista Revolucionario (PCR) era muy fuerte en la universidad, su organización de superficie era el FAUDI, Frente de Agrupaciones Universitarias de Izquierda, y en el Nacional tenían muy buenos cuadros. Tipos inteligentes y carismáticos que estaban en los años superiores e incidían mucho sobre nosotros, que al no sospechar de su identidad política adheríamos sin prejuicios a sus propuestas. Uno de ellos era Daniel Viyuya, que además estaba en el grupo de teatro, y otro era Julio Velazco, el hoy famosísimo entrenador de voleibol y manager general del Lazio de Italia. Cuando Julio egresó lo sucedió Luís, que a los catorce años ya lo superaba en conocimiento teórico y en manejo. Porque se manejaba como un político veterano, con las mismas virtudes y, también, con los mismos defectos. Pero era realmente brillante, tenía un manejo de la teoría extraordinario; aunque, como casi toda la izquierda, demasiado hermético para quien no hubiese hecho al menos un curso intensivo de marxismo-leninismo.
Grupo de estudio
La mayoría de los que participábamos de los actos y las asambleas éramos independientes. Así fue que nos juntamos unos cuantos y decidimos formar una agrupación que debutó con una volanteada por las escuelas secundarias de la ciudad. A mi me toco ir con Julio Poce a volantear “la Legión”. Así le decían antes a la escuela de 12 y 60, porque recolectaba a los desahuciados de las demás escuelas y tenía una reputación terrible. Esa fue mi primera experiencia militante y también el comienzo de mi relación con Julio.
La agrupación tuvo una vida corta. Los tiempos políticos se aceleraban y si bien no había una desesperación por definirse por alguna agrupación, existía una gran avidez por leer y discutir más sobre política. Así nació la idea de formar un grupo de estudio. El gran impulsor de ese grupo fue Raúl Campañaro, que estaba bastante por encima de la mayoría en lecturas y conocimientos. El grupo no era cerrado, había algunas chicas del Liceo, algunos de Bellas Artes, un grupito de chicas del Normal Uno y un grupo grande del Nacional. Si bien había una tendencia muy marcada hacia el estudio del marxismo, el planteo que se hizo fue muy amplio. Estábamos en los jardines de la facultad de arquitectura y el verano se acercaba. Algunos varones estaban con remeras Lacoste, otros con Fred Perry y otros con cualquier cosa. Las mujeres estaban en vaqueros y zapatillas, aunque algunas andaban también de polleras y tacos y hasta con algún top que les cubría el busto y les dejaba la espalda al aire. No parecía un grupo de proletarios.
- ¿Vamos a leer todo, cosas como “Mi Lucha” o “La Razón de mi vida” también?, preguntó alguien.
- Yo leí los dos, comentó Raúl, poniendo en un mismo plano a Evita con Hitler, pero no en el plano de lo ideológico, sino más bien de lo heterodoxo, casi de lo exótico, Mi Lucha me parece que tiene algunas cosas interesantes, La Razón de mi Vida no tanto. Pronto, sin embargo, comenzaría a cambiar de opinión, sería uno de los primeros en “peronizarse”.
Lo primero que arrancamos leyendo fue Lenín y seguimos con Lenín. Los que no sabíamos nada o sabíamos muy poco, en poco tiempo adquirimos algunos fundamentos bastante sólidos; pero no todos teníamos la misma actitud respecto al grupo. Algunos lo asumíamos con mayor constancia que los propios estudios escolares y para otros en cambio era algo así como una experiencia nueva, casi una forma más de diversión, comparable a los bailes, a la música, E, incluso, para pocos, muy pocos, a la marihuana.
Una pelota trancada en el barro
En Colombres y Amsterdam, pero también en Estocolmo y Brisbane, en Veracruz y en Milán, en Londres y en Galipán, en Managua y en Islambad, en Acarigua y en Leningrado, en todas partes donde hubiera un uruguayo tomando el amargo mate del exilio, las imágenes de aquel acto perduraron durante mucho tiempo como el recuerdo más lindo del pasado. Esa noche casi fueron felices. La ilusión de la victoria nació a los pies del palco donde el general Liber Seregni convocó a la movilización de masas más grande que se hubiera visto hasta entonces en toda la historia del Uruguay. Por primera vez la fragmentada izquierda oriental había podido conformar una alternativa electoral seria, tan seria que la derecha tradicional se convulsionaba histérica e histriónica, agitando la imagen esperpéntica de un comunismo que se instalaría para expropiarlo todo: las cachilas de los que paseaban los domingos por la dieciocho; las reposeras de los que tomaban sol en Carrasco; los tomates de las quintitas de La Teja; las parrillas de los asaditos de los sábados; el azúcar a los que tomaban mate dulce y el termo a los que tomaban en la calle. Todo eso y cosas mucho peores pasarían en el Uruguay si el Frente Amplio ganaba las elecciones. Los blancos y los colorados andaban aterrados. Hacía como un siglo que venían alternándose en el gobierno y nunca se les había ocurrido que ese esquema monolítico algún día podría alterarse.
Repentinamente unificados por el terror al demonio rojo, organizaban caravanas por las ciudades y pueblos del interior y por todos los rincones del Uruguay, clamando por la democracia y el estilo de vida occidental y cristiano. Una de las radios recordaba constantemente las palabras del fallecido Benito Nardone, “Chicotazo”, un líder agrario muy popular y fervorosamente anticomunista. Recuerdo también una muchacha solemne que convocaba con voz necrológica a todos los jóvenes uruguayos a luchar contra el comunismo y sumarse a la JUP. Pero no era la Juventud Universitaria Peronista, que todavía no existía, sino la Juventud Uruguaya de Pie. En la Argentina la campaña electoral vecina tenía una repercusión muy fuerte. Nunca se le había prestado mucha atención a lo que pasaba del otro lado del río, porque la patria de Artigas hacía más de cien años que era, tediosamente, estable. No se habían dado golpes de estado ni grandes convulsiones. Los gobiernos se sucedían con una legitimidad institucional intachable, apañados por una economía relativamente próspera y por una cultura bucólica que sumergía al país en una tranquilidad dominguera. Recién en los últimos años la aparición de los Tupamaros había sacudido el letargo revolucionario de la Suiza de América, el país más culto, mejor organizado y más democrático del continente. Un país de fecundos campos con praderas salpicadas de cuchillas y tajeadas de esteros, con toros premiados en las exposiciones internacionales y con palacetes versallescos. Pero también con peones rurales en condiciones de trabajo medievales y obreros urbanos de salarios miserables. Por eso los Tupamaros no habían surgido como un exabrupto de extravagancia política, germinada por el ocio improductivo de una intelectualidad rechoncha, sino como el resultado inevitable de un estado de cosas que ya no podía disimularse. La crisis uruguaya no era reciente, venía engendrándose desde hacía más de una década, eso era lo que decían los indicadores económicos y los analistas políticos. Pero para el sentimiento popular uruguayo, la crisis había empezado en Suiza.
Eleuterio