Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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venido desde la Patagonia a ver el partido y se ilusionaba en la popular pincharrata que hervía con el calor de la primavera. Pero Boca ese año tenía unos pibes que venían matando: Potente y Ferrero, y en la punta derecha a Ponce. Entre los tres le pegaron un baile impresionante a la defensa de Estudiantes y el primer tiempo terminó tres a uno a favor de Boca. “Yo me voy, resolvió mi primo.

      - Quedate, que en el segundo tiempo por ahí cambia y empatamos le contesté ilusionado.

      - ¿A que querés que me quede, a ver la goleada que nos van a hacer?, contestó realista. Nos hicieron siete. Pero el espectáculo mayor no eran los jugadores de Boca, era la hinchada. Desde la ochava de 57 a la de 55, miles de cabezas saltando y miles de gargantas gritando toda la tarde: “Lanusse, Lanusse, poné mucha atención, que Boca va primero por orden de Perón”.

      El Yacht Club

      En Río Santiago, entrando por Berisso, derecho por la Génova, había, y tal vez esté todavía, un barco. Era un barco viejo y fuera de uso, varado junto a la costa, que los padres de Helena y Graciela y otro grupo de familias de La Plata había comprado para transformarlo en lugar de veraneo.

      Aunque tenía un nombre inglés como el Jockey, y hasta se pronunciaba parecido, el Yacht Club era totalmente distinto. Es cierto que era muy exclusivo, mucho más que el Jockey, por la mierda, sólo podían frecuentarlo un puñado de socios, sus familiares y sus amigos. Ellos eran los que habían comprado esa chatarra naviera que se oxidaba lentamente, varada en el fango perpetuo de la costa del río. Pero, salvo por el nombre, el Yacht no era un lugar para jactarse de haber ido. No había pileta de natación, no había bar; ni siquiera vestuarios propiamente dichos. Era nada más que eso, una carcaza de acero derruida por la corrosión del agua y del tiempo. No porque fuera demasiado viejo, sino porque ya se había convertido en antiguo.

      Era un sobreviviente de la marina de guerra alemana, convertido en rezago a partir de la liquidación general de la flota al final de la guerra. Tal vez hubiese participado de algún combate trepidante en las gélidas aguas del Atlántico. Quizás hubiese entrado, una mañana de sol radiante y aguas refulgentes, en un puerto del Mediterráneo, atestado de paquebotes, degollando las olas con su proa negrísima, con una tripulación de marineros de bronce encaramados en la cubierta. Pero de la hidalguía de aquellos viajes sólo le quedaba la persistencia del recuerdo, estampado en las fotos del álbum familiar de su contramaestre. Anclado en su lecho de limo, hacía unos años había empezado a recorrer su viaje más largo y definitivo: el viaje del olvido.

      Sobre aquella nave moribunda ese verano festejamos la vida. Éramos un grupo de cerca de diez varones y mujeres, que nos tomábamos el colectivo en La Plata y desembarcábamos en Berisso con una guitarra y unos sanguches en el bolso. Bordeábamos el canal por una calle larga, de tierra, y no internábamos en la selva ribereña hasta alcanzar el puentecito descuajeringado que unía la tierra firme con el casco herrumbrado. Ni bien pisábamos la cubierta nos poníamos en malla y nos zambullíamos en el agua marrón y espesa. Nos tirábamos desde una rampa que sobresalía de la cubierta y penetrábamos varios metros para emerger luego gloriosamente, mirando al mundo desde abajo, a través del cortinaje turbio del río.

      Músculo, sonrisa y corazón

      En esa agua viscosa nos sumergíamos con Ricardo con indecible placer, tirándonos desde un trapecio improvisado, en el que nos sentíamos por un instante como los mágicos equilibristas de un circo imaginario. El trapecio era un caño sujeto por un cable de acero a uno de los mástiles de la nave que sobresalía de la borda, a estribor. Nos balanceábamos como Tarzán, nos dejábamos caer desde varios metros y penetrábamos profundamente en el agua. A veces, nos tirábamos juntos y la entrada en el agua era más profunda, llegábamos a tocar el fondo.

      Ricardo era el hermano de Julio, eran absolutamente iguales y distintos. Tenían la misma facilidad natural para el deporte y para la música. Transmitían la misma sensación de transparencia incorruptible pero desde caracteres contrapuestos. Julio encaraba todo con la misma religiosa seriedad con que luego encararía la militancia.

      Ricardo era la alegría permanente, expresada con el cuerpo y con la cara. Su seriedad era distinta, era la de quien entrega todo sin medir el esfuerzo, desplegando todos los músculos del cuerpo y todas las energías del alma. Volando sobre sus alas yo me balanceaba aquel verano sobre el mundo. Me apoyaba en sus hombros y nos mecíamos en el trapecio hasta clavarnos con una vuelta mortal en el agua, como sumergiéndonos en el corazón de la vida.

      Más sencillo y más sentimental en sus razonamientos que Julio, Ricardo no tardó en hacerse peronista y se quedó hasta el final. A fines del 78 lo delataron en una cita en Ezpeleta y se lo llevaron herido, nada más se supo de él. Era apenas un poco más alto que yo, pero mucho más fornido y perfectamente proporcionado; tenía el torso y los brazos musculosos, nariz de boxeador y piernas de futbolista. Jugaba bien a lo que se propusiera y tocaba más que aceptablemente la guitarra. En los veranos nos veíamos siempre en la pileta del Nacional, solíamos jugar al voley y al fútbol y nos encontrábamos también en los bailes de carnaval. Si bien él estaba siempre con sus amigos y yo con los míos, ya existía entre nosotros una especie de corriente de afinidad que nos unía sin necesidad de cruzar muchas palabras. Por eso, en la medida en que me iba integrando ideológicamente con Julio, me iba acercando afectivamente a Ricardo. Nunca llegamos a ser amigos íntimos, de esos que se tienen dos o tres en la vida, no muchos más; porque a esa altura ya cada uno tenía sus propias intimidades, pero nos alegrábamos mutuamente cada vez que nos veíamos. Con el tiempo llegamos a compartir los bailes, el Yacht, las tribunas de la cancha y las movilizaciones. Suficiente como para no poderme olvidar nunca de su sonrisa. Suficiente como para que esté siempre suspendido en un salto mortal interminable, desde el trapecio de aquel verano entre el río y la selva.

      Un viejo y extraño miedo

      Cuando era muy chico, calculo que entre los cuatro y los seis años, una tarde fuimos con mis viejos al puerto. Ese día no quería mirar hacia el agua porque me daba miedo, no el agua sola, sino los barcos sobre el agua. Desde ese día le tuve pánico a los barcos. No a subirme, sino a verlos. Y a pesar de que después de eso viajé varias veces en barco, nunca les perdí el miedo, siempre me dieron pavor. Esa misma sensación de angustia la sentí un día cuando intenté cruzar a nado desde el Yacht hasta la otra orilla. Yo nunca fui un buen nadador, pero la distancia no era muy grande y el agua estaba tranquila; al principio nadé sin dificultad, pero en la otra orilla estaba anclado otro barco abandonado y cuando estuve más cerca en un momento me volvió a dar aquel viejo terror. Tuve que volverme. No pude resistir el miedo que me infundía esa carcaza enorme y negra sobre el agua. Y aún hoy, cuando los veo a veces en fotos o en televisión, los barcos en el agua me siguen dando miedo. Quizás por eso me imagino cayendo un día hasta el fondo del mar, en mi propio viaje final, yendo a buscar a mis compañeros que están en el agua. A los que tiraron desde los aviones

      Barricada de verano

      “Si puedes tu con dios hablar...”

      Ser independiente no sólo implicaba definirse políticamente ante los hechos que se producían sin tener que atenerse a una línea partidaria; significaba también no asumir ninguna disciplina, tener libertad absoluta para hacer lo que uno quisiera y cuando quisiera, sin rendirle cuentas a nadie. Uno podía tener así una doble, triple o cuádruple vida. Ser un simpatizante de la izquierda de lunes a viernes, un salidor los sábados, un hincha de fútbol los domingos y un mochilero los veranos. En el verano del 72 salí de vacaciones con Alfredo y sus compañeros de división, igual que el año anterior. Pero esta vez la cosa iba más en serio; no íbamos a un camping, con todos los servicios organizados, no. Íbamos a instalarnos en medio de los médanos sin ningún servicio cerca, a mear y cagar en el monte y a conseguir agua como se pudiera; en Valeria del Mar no había un centro comercial, ni siquiera calles asfaltadas. La ostentación estaba en Pinamar, a unos pocos kilómetros de distancia. Valeria era un páramo estival de la clase media alta, que prefería la discreción del aislamiento. Escondidas entre los pinos había unas pocas casas y sobre la playa una construcción solitaria,