Yo suprimo algunos errores y transcribo su carta, mil veces más explícita que mis páginas; pero para saber bien lo que pasó, como dice ella, hay que leer el libro de Jorge Giles, hermosamente vital y desgarrador. Yo sólo agregaré, que desde aquella madrugada el dulce nombre de Margarita Belén, así se llamaba el paraje donde se consumó la masacre, entró en la historia argentina como el símbolo de la ignominia, pero también de la dignidad. De la dignidad con que afrontaron la muerte los fusilados.
El compañero que recibió la camisa tuvo un poco más de suerte que el flaco, porque al tiempo consiguió salir del país haciendo uso de las opciones que de vez en cuando concedían los militares. Y el compañero fue a varios países hasta anclar finalmente en Nicaragua. Los sandinistas estaban en el poder y la revolución era todavía una bella y cercana ilusión. Cuando cayó la dictadura argentina y muchos emprendieron la vuelta, él prefirió quedarse, pensó que su puesto de lucha estaba allá, entre los volcanes y la selva. Los yankees asediaban cotidianamente a la revolución; a través de los “contras” incursionaban cotidianamente asesinando militantes populares y simples vecinos. Crueldad del destino, el compañero no cayó combatiendo contra los contras pero puede decirse que también cayó en combate. Estaba al servicio del Ministerio del Interior sandinista cuando el camión que conducía se desbarrancó por la ladera de la muerte para dejar su corazón latiendo eternamente en Nicaragua. Su compañera y sus hijos lo enterraron allá, pero conservan todavía esa camisa con la esperanza de encontrar algún día a los hijos del Flaco Sala y entregársela.
Querido Metra
Que sensaciones me dio leerte, me puse contentísima de volver a leer la vida de Joaquín, tan hermoso él que no sabía que lo vieran petiso, me impactó que supieras lo del papa porque fue un golpazo, éramos muy jóvenes y el papá también, él era muy querido y los hijos como vos contás lo rodearon muy abrazadoramente.
A Iñaqui lo había conocido en una reunión de ámbito en Buenos Aires, lo recuerdo con un buzo negro o pullover negro, el estaba de novio, el gran amor de su vida, minón total era Susana Quinteros, de arquitectura, se peleaban y se amigaban seguido.
Cuando el padre se enferma el me comenta al pasar y yo que no sabía quien era, como se llamaba de apellido, lo busco en el Instituto Médico Platense, ahí fueron a internar al papá, y me aparezco en el piso de internación como un fantasma, a la vez rompiendo todas las medidas de seguridad porque estaba prohibidísimo destapar nombres y apellidos por eso conocí a Joaquín, a quién admiré mucho y nos encontrábamos con subterfugios para hablar de política o de no se que…no se si no quise más a Joaquín que a Iñaqui, sino fue más leal Joaquín que Iñaqui conmigo porque eran relaciones diferentes. Cuando leí que conocías mi historia con Iñaqui me dio calor, me dio vergüenza, son pocos los que la conocen y justo vos la recordás! Fue un amor fugaz y tormentoso con Iñaqui. Cuando ya había nacido Mariana, mi hija, nos cruzamos en la calle 7 y 51, el Flaco Sala sin- “s” al final- y él, nos abrazamos bien fuerte, ya era la primavera del 74 y estábamos por la plaza caminando por la tardecita. Fue la última vez que lo vi a Iñaqui. Después en la facultad de Humanidades lo encontré a Joaquín y recuerdo que hablamos de la película Operación Masacre con la misma ternura de siempre. Lo quise a rabiar.
La historia del Flaco Sala si podés cambiala en el libro, nos fuimos porque el CNU Patricio Fernández Rivero consideró que la muerte de Martín Sala, el que trabajaba en el Cine 8 había sido producto de una traición del Flaco Sala.
Lo que quiero que modifiques, si estás a tiempo, es la historia final, la crueldad con que lo mataron antes de salir, lo que narrás es de la Unidad nro. 7, después lo llevaron al Regimiento y con una bayoneta lo punzaron, lo dejaron sangrando, lo llevan junto con el Pato Tierno y demás a otra cárcel, la Alcaidía y ahí los rematan, una fila india de policías los hacen pasar y los muelen a palos, salen casi muertos…para Margarita Belén.
Si tenés tiempo te paso un libro Allá va la vida, la masacre de Margarita Belén, de Jorge Giles que cuenta. Estás en tu derecho para contar la historia que quieras.
Mil gracias por los piropos, me vuelve a dar vergüenza.
Un abrazo compañero, Mirta
Un ejército peronista en la pared
En esas largas caminatas hasta su casa y en otras charlas más, Joaquín me fue peronizando. El éxito de su prédica estaba basado más en la emotividad que en la contundencia de su argumentación teórica. Uno sabía que las grandes masas populares seguían siendo peronistas, más allá de todos los discursos de la izquierda: el peronismo era el pueblo en su estado puro, con sus virtudes y sus defectos, con toda la inmensa vitalidad de sus contradicciones, y eso era tentador. Yo tenía ganas de ser peronista, sólo me lo impedían los prejuicios marxistas-leninistas y una especie de lealtad hacia Julio. Pero el peronismo estaba más cerca de mi barrio que la izquierda, aunque en la canchita y en la esquina hasta hacia poco nunca se había hablado de política. La mística peronista era una erupción subterránea; daba señales intermitentes, pero amenazaba con desbordarse en cualquier momento.
Para mí, hasta entonces, el peronismo había sido mi tío Héctor, primo de mi vieja. Desde la infancia yo tenía una vaga y dulce imagen de su casa y del barrio de La Loma, con sus calles de barro; una imagen que de vez en cuando reaparece en los momentos más insospechados, trayéndome el recuerdo de cuando la ciudad era de una tranquilidad absoluta. Cantor de tangos y guitarrista por descendencia, se prendía a discusiones encarnizadas con mi abuelo, antiperonista acérrimo, les recuerdo.
Para los jóvenes de mi generación, el peronismo era un misterio. Era como la leyenda de un país de abundancia que alguna vez había existido y de la que se había tratado de borrar toda huella. Ese secreto lo hacía a su vez más cautivante y lo identificaba con la rebelión. De todas las consignas políticas pintadas en las paredes la que más me gustaba, lejos, era una pintada en el paredón que limitaba a una de las canchitas de fútbol del Nacional: “Formar un ejército peronista para la liberación nacional”.
Trelew
Dieciséis rosas rojas
Dieciséis rosas roja
cayeron de madrugada
renacerán cada agosto
de la patria liberada.
El poema estaba en un papel, pegado en la pared del buffet; el colegio estaba convulsionado esa mañana. Pero yo dudaba. Tal vez uno fuese muy boludo, o tal vez tuviese sólo la bendita ingenuidad de quienes piensan que no es posible tanta perversidad en los hombres. Tal vez, porque uno no se había reconocido aún en sus propias perversiones y por eso no concebía que fuesen posibles en otro. Pero yo al principio me lo creí. Había sido un intento de fuga. Eso decían los partes de la Armada Nacional, que consignaban que esa mañana del 22 de agosto 16 guerrilleros habían caído bajo el fuego de la guardia de la base Almirante Zar, al intentar escapar. Afortunadamente, la mayoría de los estudiantes no eran tan ingenuos como yo, ni la mayoría de los obreros, ni la mayoría de las amas de casa, ni la mayoría de la mayoría: dieciséis personas muertas de un lado sin un solo herido del otro, era imposible. Todos se dieron cuenta de que había sido una masacre y el país ardió de rabia. Desde la mañana empezaron las asambleas en el Colegio y en miles de lugares en todo el país. Los fusilados ya no eran los mártires de los sectores que simpatizaban con la lucha armada, los “Héroes de Trelew” se convirtieron, de repente, en el símbolo máximo de la indignación de todo un pueblo, harto ya de la soberbia de esos militares que cobraban doble sueldo por estar en el gobierno, someter a un pueblo y matar a sus hijos.
Sólo algunos eran peronistas, pero el repudio fue unánime. Perón desde Madrid condenó los hechos y tres de los muertos fueron velados en la sede del Partido Justicialista, en Avenida La Plata. Más de tres mil personas asistieron al velorio y cuando el comisario Villar irrumpió con las tanquetas para llevarse los féretros, una batalla campal se desató por las calles de Boedo. Faltaban tres días para que se cumpliera el plazo que Lanusse le había impuesto a Perón para que volviera, de lo contrario, no podía postularse para la elección.