cuadra de la casa de Gaspar Campos, culpa de la barricada del Piraña y sus compañeros. La adusta calma residencial de Vicente López se había transformado en una sucursal amplificada de Río de Janeiro. Una multitudinaria marea juvenil invadió el barrio para custodiar festivamente al líder durante días. Poco después, la Juventud Peronista cantaba en todo el país:” ¡Allá en Vicente López, se armó la joda loca/quedó hecho un poroto, el carnaval carioca!”.
El Piraña era uno más, aunque uno bastante particular, convengamos, de aquellos miles que transformaron en un río de euforia colectiva el humedecido combate que durante todo el día habían librado para llegar hasta el General. Aunque tenía mi misma edad, el era de los que ya “la tenía clara”; por eso, en lugar de irse a dormir como yo, el 16 a la noche estaba planificando rutas y controles en algún brumoso rincón de San Telmo. Y cuando la difuminosa luz del 17 comenzó a filtrarse entre las grisáceas escuadras de los edificios, arrancó hacia Ezeiza con un entusiasmado montón de desconocidos que aparecieron de los conventillos, de las casas viejas y de los monoambientes. Hongos peronistas que la lluvia del retorno había hecho brotar en la costra de la ciudad gorila.
Cruzar en unas horas los veintipico de kilómetros que separan el Bajo de la Richieri, ese día era una cosa mucho más complicada que tomar la Bastilla. Había que buscar la soga viboreante de la Rivadavia y empezar a subir, aferrándose a ella por sobre las transversales y las estaciones del subte y los barrios ilimitados. El 86 no funcionaba y en Liniers, después de dar mil vueltas para llegar, la cana. La cana es siempre la cana y por ende la posibilidad siempre latente de algún enfrentamiento. El gobierno había preparado un despliegue de efectivos gigantesco y por todos los medios se había dedicado a desalentar a los potenciales manifestantes con amenazas de represión. Pero la cana es siempre la cana y por eso a veces es imprevisible. Acá en Liniers no reprime, hace bajar de los colectivos pero no reprime, ¿más adelante será lo mismo?, ¿será una trampa?, ¿se habrán dado vuelta?.
Por la General Paz está cortado el tránsito, hay que ir caminando y esta lluvia puta, que jode más de lo que moja, que embadurna el asfalto con esa crema pegajosa de aceite, barro y agua; que enloda los canteros, que remueve las baldosas…Pero hoy no jode tanto, más bien ayuda; ayuda a lubricar este tobogán de esperanza por donde se desliza una masa discontinua que se va homogeneizado, apelmazando, autopista abajo, con grupos que aparecen de todas partes con banderas, con bombos, con carteles y, algunos, con algo más.
Mientras yo me despertaba y la radio y la televisión anunciaban por enésima vez que todo intento de alteración del orden sería reprimido, la columna de La Plata atravesaba los arroyos y los zanjones anegados, con el agua hasta la verija. “Nos pararon los tanques en la cabecera de la pista, cuando quisimos avanzar empezaron a ametrallar los árboles”.
Más o menos a esa hora todos los caminantes de la Richieri (era como una peregrinación, me contaba el Piraña) se habían juntado en una compacta columna que se enfrentó con la policía en Puente 12. “Nos refugiamos en una villa que había cerquita”, cuenta. En tierra se combatía para llegar al aeropuerto: tanques contra piedras, fusiles contra palos. Urien había copado la Escuela de Mecánica de la Armada y había salido con todas las armas para entregárselas al pueblo. Pero por suerte o por desgracia quizás, esas armas nunca pudieron llegar a Ezeiza. En el aire el jet de Alitalia se sacudía suavemente entre las nubes, mientras los Bernardos Neustadts, las Soledades Silveyras y toda una corte heterogénea de simpatizantes, aduladores y oportunistas, rezaba para que todo fuese tranquilo y pudiesen salir fotografiados al lado del General. Unos años después, muchos se habrán querido comer esas fotos.
Hay una frase en el libro de Perón “Del poder al exilio” en la que dice que el día que se fue de Buenos Aires “el cielo estaba gris y las nubes se apretaban contra los techos de la ciudad”. Quizás por eso, la ciudad quiso recibirlo con aquel mismo vestido; pero esta vez, cuando el General bajó por la escalinata del avión entre un mar de Torinos, Falcons, custodios y dirigentes sindicales con paraguas, el cielo no pudo contener la emoción y lloró. Lloró de alegría por todos aquellos años de espera, lloró de bronca por todos aquellos que se habían quedado sin ver el regreso, lloró como lloraban todos los que estaban en las calles esperándolo. La felicidad popular y la grandeza del país ya eran estrofas que se escapaban de la Marcha Peronista y se preparaban para aparecer del otro lado de las nubes, cuando apareciera el sol de la justicia tras 18 años de tormenta.
Ni en figuritas
Sincerándose, varios años después, Joaquín me reconoció: “en esa época nosotros no veíamos una concha ni en figuritas”, aceptaba, así, que él no era el gran cojedor que nos había hecho creer, sino uno más de los boludos que nos teníamos que conformar con mirar a las mujeres sin poderlas tocar. En esa categoría estábamos todos los varones de la división, hasta los más pintones y los que se la daban más de piolas tampoco tenían novia conocida ni nada que se le pareciera. El que rompió ese invicto grupal fue el Baby. Se había enganchado con los de sexto año en el viaje de fin de curso a Bariloche y volvió con una novia discreta pero concreta: iba a uno de los tantos colegios religiosos de la ciudad y no estaba nada mal. Bueno, vamos a decir la verdad, todos lo veíamos con una envidia bárbara, no importaba si la mina se parecía a Claudia Sánchez, la modelo de moda, o a la mismísima Tita Merello.
La verdad es que estábamos desesperados por tener relaciones, por “mojar el ganso”, como le decíamos. No era fácil, ni siquiera con plata, la prostitución se ejercía en la absoluta clandestinidad y para acceder a ese mundo había que tener las contraseñas precisas. Conocer bien los nombres y los lugares. Pero a mí siempre hubo dos cosas que me caracterizaron: la iniciativa para organizar y el apresuramiento. Alguno de los muchachos del barrio me había dado el nombre y la dirección de una prostituta, fea y arruinada, que ejercía el oficio en una penosa casilla en los Altos de San Lorenzo, pero en vez de ir solo o con uno o dos más, organicé toda una comitiva de “aspirantes a cogedores” y nos aparecimos en la dirección que me habían dado. La escena era grotesca, parecíamos una jauría de perros alzados caminando por un barrio de casas escasas y árboles ausentes; golpeé a la puerta para preguntar por la susodicha, mientras un grupo de siete u ocho se quedaba esperando mi gestión.
No, no está acá, está en Punta Lara, en un bar que hay antes de la primer rotonda.
Había quedado en offside, mis compañeros me querían coger a mí, así que quedaban dos alternativas: aceptar la derrota o ir a buscarla a Punta Lara. Y todos debíamos estar muy calientes, porque aceptaron mi propuesta de ir hasta allá, eran casi dos horas de recorrido, justo desde la terminal del doscientos setenta y cinco hasta el final.
Cuando llegamos al lugar indicado, encontramos solamente un local desierto, con un montón de sillas y mesas arrumbadas, parecía salido de una serie de televisión. Pero no podía resignarme al fracaso, tenía sobre mis espaldas el destino de todo un equipo, así que me metí nomás en el negocio, los demás no tenían ningún interés en entrar. Al rato apareció un tipo, sorprendido y desconfiado, como pensando “¿qué carajo querrán estos pendejos?” Y yo, además de inexperto, de improvisado y de arrebatado, era también vergonzoso, no me animaba a decirle que estábamos buscando a una puta, así que en vez de preguntarle por la mina le dije:
¿Está Juan?
¿Qué Juan?
No supe que responderle, fui tan confuso que el tipo nos miró con más desconfianza todavía y nos sacó cagando. Cuando les conté a los que estaban afuera, se me cagaron de risa, con eso creo que ya estaba pago el viaje. Pero estábamos en Punta Lara y ya hacía calor, así que nos fuimos a la playa, algunos nos pusimos a mear entre las plantas y otros se animaron a meterse al agua. Ahí fue cuando se me ocurrió:
Vieron que yo les dije que hoy iban a mojar el ganso.
Se mataban de risa todos, se pusieron de tan buen humor que en vez que matarme a mí propusieron otro intento más: alguien tenía la dirección de una mina que trabajaba en la propia casa, y allá fuimos todos.
Esa vez, el dato no falló. La casa era una de esas casas viejas de barrio, de paredes sólidas, puertas altas y jardines con muchas enredaderas. La mujer