llegar a las playas, para llegar a Río. Y uno no podía decir que había estado en Brasil si no había estado en Río.
Conseguimos alojamiento en un albergue de estudiantes, un lugar donde era posible pasar la noche bajo techo, sobre el piso, porque no había camas ni nada que se le pareciera. Pero fue el primer lugar, en días, en el que pudimos dormir acostados. Además, lo que menos nos preocupaba eran las comodidades. La prioridad era la joda, y como era sábado encontramos un lugar para ir a bailar. Y allá nos fuimos con el cabezón, dispuestos a hacer tabla rasa con todas las brasileñas, quienes seguramente a esa hora ya estarían aflojándose el elástico de la bombacha por nosotros. A las dos horas, yo ya estaba de nuevo en el albergue, durmiendo solo en mi bolsa. Creído que por ser argentino y blanquito las morochas se me iban a tirar a los pies, saqué a una negrita de pelo cortito, bien mota, que en cuanto traté de apretarla un poquito en la música lenta, me dejó con una mueca de desprecio. Bahh, ni de desprecio, de indiferencia absoluta. Tampoco me fue mejor con alguna otra, así que me fui a dormir; mi primera noche de orgía había sido un verdadero fracaso; pero lo peor vendría después, mientras dormía.
Como a Daniel parecía que le estaba yendo bastante bien con una brasileña, no quise molestarlo. Me fui solo y con envidia, puse la mochila como almohada y me dormí profundamente. Tan profundamente que no noté que alguien, en medio de la noche, metió la mano en mi mochila y me sacó la billetera; allí no tenía toda la plata, pero sí todos los documentos. Así que amanecí pobre e indocumentado y, lo que era peor, todavía como a dos mil kilómetros de Río de Janeiro.
Al otro día nos fuimos con Daniel a la ruta, para hacer dedo hasta encontrar alguien que nos llevara a Porto Alegre. Me sorprendió su generosidad cuando paró una camioneta en la que venía una señora con la hija y nos ofreció llevar a uno. Daniel me convenció de que era mejor que fuera yo, que después nos encontraríamos en Porto Alegre. Recién mucho tiempo después, atando cabos, me entró la sospecha de que había sido él quien me había robado. Aunque no sería el último ladrón en cruzarse en mi camino en ese viaje.
El primer beso de mi vida
El sol gaúcho es fuerte y más todavía un domingo a la tarde. La señora era muy amable y nos entendíamos bastante en mi pobre portugués y su precario español. Creo que debe haberse conmovido imaginando a un hijo suyo en esa situación. La camioneta era una Chevrolet de un modelo que no había en la Argentina, pero no era nada del otro mundo.
Me dejaron en Alegrete, no demasiado lejos de Porto Alegre, y al anochecer ya estaba yo en la inmensa rodoviaria, esperando que en cualquier momento llegara Daniel. Finalmente, cansado de esperar, decidí buscar el “Albergue de estudantes” para pasar la noche. El ambiente del albergue en Porto Alegre era distinto, había estudiantes en serio, pero estudiantes brasileños, que eran diferentes a los argentinos. No tenían pinta de intelectuales, sino de pequeños burgueses tropicales, americanizados, tipo californiano. Me sentía extraño en aquel ambiente, pero no tuve que hacer ningún esfuerzo para integrarme, porque me sacaron cagando, diplomáticamente me dijeron “nao tem logo pra vocé” y tuve que buscarme una pensión para pasar la noche. Una pensión barata, muy barata, y muy brasileña; llena de gente de paso, obreros, empleados, vendedores y buscavidas que comían feijoeada y tomaban guaraná, pero con un cierto aire oriental. Con ese aire denso y húmedo, casi oleaginoso, que uno alcanza a respirar en las fotos y en las películas: ambientadas en Hong Kong, en Bangok o en Saigón, esas que muestran grandes salas oscuras y pequeños patios interiores con un sol enclaustrado en medio de una pajarera humana. Allí instalé mi centro de operaciones para la conquista de todas las mujeres riograndenses, que acudirían en masa a entregárseme, ofreciéndome sus vulvas pulposas y sus tetas descomunales para hacerme conocer todas las posiciones del Kamasutra y una cantidad de fantasías sexuales que harían enrojecer de envidia al más libidinoso de los sultanes. En lugar de eso cuando salí a caminar me encontré con calles desiertas y nauseabundas; rezumantes de un olor a podrido que mezclaba letalmente los efluvios de la fruta pasada con el gasoil mal quemado de los colectivos ruidosos y las aguas servidas de algún edificio de mala muerte. Al caer las sombras, los transeúntes huían desesperadamente hacia los suburbios en millares de autobuses semifundidos, que se alejaban dejando una estela de vapor mortífero. Como cadáveres de una batalla recién concluida, en las veredas yacían los restos del combate cotidiano por la subsistencia: montañas de bananas despanzurradas, abacaxís reventados y tomates agonizantes. En el medio de la calle, aplastada por un colectivo, lentamente se desangraba una naranja... Protegido solamente por mi inconsciencia entré a dar vueltas por una zona donde no sólo no había el menor rastro de algo que se pareciese a una mujer, sino que debo considerarme dichoso de que no me hayan roto el culo a mí, o de que, por lo menos, no me hayan cosido a cuchilladas. El centro de Porto Alegre a esa hora tenía un aspecto muy parecido a los alrededores de Plaza Constitución a la madrugada, al Nuevo Circo de Caracas, a ciertos barrios de Río de Janeiro o a cualquier otro lugar donde la vida suele valer muy poco.
Extravagante turista de la miseria, solitario caminador de la noche, sátiro virgen de la gran orgía, había perdido ya toda esperanza cuando la vi. Mulata íngrima en la noche gaúcha, apareció caminando apurada hacia ningún lado. No era el ideal de mujer que yo había soñado, ni siquiera el tipo de las que más me gustaban, pero era una mujer y a esa altura ya era suficiente. Me acerqué para hablarle, entonces me di cuenta que tenía una boca hermosa y una piel casi perfecta; el óvalo de la cara resaltaba por la tirantez de un rodete que le sujetaba el pelo negrísimo. Era más bien baja, pero tenía las ancas muy altas y unos pechos frondosos que trepidaban debajo de una camisa de jean muy ajustada. Ella no estaba en mis planes y yo no estaba en los de ella. No era normal que un hombre le hablase a una mujer como le estaba hablando yo, a esa hora y en ese lugar. Acostumbrada, como todas las brasileñas apetecibles, a coleccionar piropos al paso y proposiciones deshonestas sin protocolo, mi abordaje la sorprendió. Era bastante mayor que yo, estaba más cerca de los treinta que de los veinte y tenía que llegar pronto a la casa de una tía en un barrio remoto. Yo quería que no se fuera nunca, pero apenas si conseguí demorarla lo suficiente como para que me dijera su nombre, me contara su vida, me dejara rodearle la cintura y me despidiera con los primeros besos de amor que conocí en mi vida. Nunca más volví a verla, ella encontró el colectivo y se fue quién sabe a dónde y yo me volví a la pensión, con la sublime y frustrante sensación de haber estado a las puertas del paraíso y no haber podido entrar.
Por el patio en calzoncillos
Decidido a darle combate a la adversidad, no hice caso a los consejos de quienes me recomendaban volver. Con documentos o sin documentos no estaba dispuesto a irme del Brasil sin haberme acostado al menos una vez con una mujer y haber hecho algunas cosas más. Esas cosas más incluían el intentar una aventura futbolística en la tierra de Pelé, Garrincha y Rivelino. Por eso al otro día averigüé dónde quedaba la cancha del Gremio y me fui hasta allí para ver si conseguía que me probaran. En la entrada había como una especie de garita atendida por una chica muy correcta y muy simpática que me tiró de un plumazo todas mis expectativas al piso. En un portugués muy dulce me dijo:
- No podemos probarlo, ya tenemos cubierto el cupo de los dos atletas extranjeros que estamos autorizados a tener
- ¿Quiénes son?, pregunté intrigado
- Anchetta e Oberti.
Aaaaaaahhhhhhhh, me quedé diciendo como un tarado. Era como si ahora un pibe su fuese a probar a un club y le dijesen que el cupo está cubierto por Zidane y Rivaldo. Porque Anchetta y Oberti eran más o menos eso. Anchetta había sido el zaguero central derecho de la selección uruguaya que había terminado cuarta en el mundial de México 70 y en el 71 había salido campeón mundial de clubes con Nacional de Montevideo. El Mono Oberti fue uno de los jugadores más extraordinarios que vi en mi vida, un centrodelantero exquisito y encarador que comparaban con el genial Tostao. Había surgido de las inferiores de Huracán, pero su actuación en el club de Parque Patricios había sido muy inestable. Su mayor nivel lo alcanzó con aquella fabulosa delantera de Newell¨s de fines de los sesenta, con los brasileños Marcos y Becerra como wines y Montes, Zanabria o Martínez de entrealas. También lo padecí como hincha cuando pasó a Los Andes y nos ganaron 3 a 2 acá en