Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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las consignas que adherían a las organizaciones guerrilleras, en especial esa que decía “Duro, duro, duro/ vivan los montoneros que mataron a Aramburu” aunque, paradójicamente, me gustaba mucho la que decía “A la lata, al latero/ las casas peronistas son fortines montoneros”.

      En ese período fui a ver “El camino a la muerte del viejo Reales” y en el debate posterior tuve un choque con el Gordo Esteban, por meterme a redentor de la izquierda. En realidad a mí me costaba aceptar que la izquierda transitara un camino distinto al peronismo y pretendía conciliar posiciones demasiado distintas. Hice un planteo muy ingenuo. Henry, el gordo, lo tomó como una crítica interesada y me denunció en el debate como militante de una organización de izquierda. Me mandó a pedir disculpas después, cuando Joaquín le contó que en realidad yo estaba acercándome al peronismo. Lo paradójico es que al final terminé siendo más montonero yo que él. Años después el Gordo Esteban se haría famoso a nivel nacional e internacional por una circunstancia aciaga. Miembro del grupo fundacional de la FURN (Federación Universitaria para la Revolución Nacional), el gordo era preceptor en el colegio nuestro, donde era el referente más notorio del peronismo. Activo y reconocido, era considerado como uno de los conductores del frente universitario, pero tenía sus debilidades ideológicas. Por eso, cuando el control dentro de la organización empezó a ser más riguroso y se hicieron inadmisibles las incoherencias entre la vida personal y la militancia, el Gordo terminó alejándose de la política y de la ciudad. Se había casado con una mina de Neuquén, de muy buena posición económica, y la boda había sido fastuosa, proporcional a las críticas que le hicieron después los compañeros: un militante revolucionario no podía vivir como un burgués, ni tampoco casarse como un burgués. A regañadientes el Gordo aceptó la crítica a su casamiento, pero él era de los que estaban dispuestos a luchar por los obreros peronistas, pero nunca a vivir como los obreros peronistas; así que dejó la militancia y se fue a vivir a Neuquén. Ahí se dedicó a trabajar como periodista, oficio que ya desempeñaba en La Plata. Era corresponsal del diario Clarín en Neuquén, en épocas de la dictadura, cuando los militares descubrieron su “turbio” pasado y lo secuestraron. Pero fue tan grande el revuelo que se armó a nivel nacional e internacional que tuvieron que liberarlo.

      Para definir mi militancia yo tenía que resolver dos cosas: hacerme peronista y aceptar la lucha armada. Lo primero no era tan difícil, el peronismo era una fiesta y cada vez me resultaba más difícil mirarla de afuera pudiendo entrar. El tema de la violencia en cambio era más complicado, porque yo tenía incorporada toda la noción cristiana de que la vida humana era sagrada y, además porque a mí, a diferencia de otras personas, no me surgía naturalmente aceptarla. O más concretamente: me parecía terrible cualquier muerte, no podía entender a la gente que decía “ a esos hay que matarlos” o “está bien que los maten”, no importaba de quien se tratara. No sólo me dolían las muertes de los militantes populares, sino también las de los represores; nunca me alegró la muerte de nadie, ni siquiera la de los seres más despreciables. Por eso yo necesitaba una justificación moral para poder aceptar la lucha armada: A diferencia de otros, para mí lo difícil no era asumir el riesgo de entregar la propia vida, si no la responsabilidad de cortar la vida ajena. Y buscaba denodadamente esa justificación. Así como los corruptos o los ladrones, en general, tienen siempre una justificación moral, y suelen emplear las argumentaciones más insólitas para convencer a los demás y, sobre todo, para convencerse a sí mismos, creo que en ese momento uno también forzó la realidad y forzó las razones para poderse convencer. No es que esté poniendo en un mismo plano a los ladrones y los corruptos con los combatientes revolucionarios, estoy poniendo en un mismo nivel a todos los hombres que, a lo largo de la historia, han recurrido a la violencia creyéndola necesaria; desde antes de Jesucristo hasta Jesucristo y después de Jesucristo, a todos: tirios y troyanos, espartanos y atenienses, judíos y romanos, cristianos y paganos, fieles e infieles, realistas y patriotas, liberales y conservadores, creyentes y ateos, comunistas y capitalistas, fascistas y anarquistas. El hombre siempre, o casi siempre, necesita una justificación moral para su conducta. Cuando más sencillo es el razonamiento, más honesta es la justificación. Cuando necesita de largas y complicadas explicaciones, es porque, en alguna medida, el hombre está traicionando a su conciencia. Treinta años después y a la vista de los resultados, es difícil decir si uno se equivocó o no en su elección. En mi caso personal, puedo quizás reprocharme el haberme forzado para justificar la violencia, pero no puedo cuestionarme la decisión de entregar mi vida a la lucha revolucionaria. Porque estaba absolutamente seguro de que esa era la única alternativa para la solución de todos los males de la humanidad y hoy en día, aunque mucho más escéptico respecto a la utilidad de sus resultados, sigo creyendo en la revolución, no sé en cual, pero sigo creyendo.

      Esa película, “El camino a la muerte del viejo Reales”, la vi una tarde plomiza en un aula que pudo haber sido de la vieja Escuela Superior de Periodismo, no lo recuerdo. En cambio si estoy seguro de que me impactó la descripción de la miseria y de la violencia del sistema que hace la película. Tanto que salí indignado y con ganas de agarrar un fusil ahí mismo. Pero todavía me faltaba algo para decidirme, un empujón más contundente, algo que me ayudara a definirme sin sentir que estaba traicionando a mi conciencia.

      La noche de mi definición

      Esa noche creo que me definí. Se dieron dos cosas que me sacudieron y me arrastraron con la marejada que venía empujando la historia al son de la Marchita. Era una fecha importante, no recuerdo exactamente que acontecimiento se conmemoraba, es muy posible que hayan sido los seis meses de la masacre de Trelew, por eso estaban previstos dos actos: uno del peronismo en Plaza Italia y otro de la izquierda en el centro. Fuimos a los dos, y cuando digo fuimos los estoy incluyendo al Lacio y a Ricardo Poce, los tres andábamos en la misma disyuntiva política. Es curioso, pero a pesar de que estaba en su apogeo, el acto del peronismo se hizo en el galpón donde había funcionado la empresa de ómnibus Expreso Buenos Aires, un lugar donde apenas cabían, a todo trapo, quinientas personas. Pero el fervor era millonario, esa era la gran diferencia con la izquierda universitaria: los actos de la izquierda eran actos de protesta, los del peronismo eran actos de esperanza. En el local cerrado atronaban las consignas cantadas con alegría: “El tío presidente/libertá a los combatientes”, “Perón, Evita, la patria socialista”, era difícil no hacerse peronista estando allí adentro. “Es tanta la esperanza que tienen puesta en Perón, que con eso les alcanza; aunque no hagan la revolución con la esperanza sola les alcanza”, me decía el Lacio cuando salimos.

      El acto de la izquierda, no sólo fue más frío, sino también caótico. Según el Baby fue en ATE (Asociación Trabajadores del Estado), en el viejo local de calle 57, y la oradora principal fue Perla Diez. Allí todo se desarrolló con normalidad, el desbande vino después. Habíamos caminado un par de kilómetros dando vueltas por las calles del centro, al frente de la columna iba un tipo con una botella oscura en la mano: “¿Ese que hace, está loco, tomando cerveza acá?”, pensé yo; nunca había visto una molotov y recién me di cuenta de lo que era cuando vi que tenía algo así como una mecha. Pero no hubo represión. No hizo falta. Cuando la marcha estaba llegando al final del recorrido se dio una pelea entre militantes de distintas agrupaciones y el acto casi se termina disolviendo. Todos hablaban de tomar el poder, pero ni siquiera podían ponerse de acuerdo para tomar la calle.

      Esa noche las desviaciones y los vicios de la izquierda aparecieron potenciados hasta lo grotesco. El FAUDI (Frente de Agrupaciones Universitarias de Izquierda), el órgano estudiantil del Partido Comunista Revolucionario, se había negado a hacer un acto en conjunto con los otros sectores. Tenían mucha convocatoria a nivel estudiantil, sobre todo entre las mujeres, ¡y qué mujeres!. Nadie sabía como hacían, pero las militantes que tenían estaban todas buenas, tanto que más de uno decidió su militancia por ellas. Ese fue el caso del flaco Martín, quien con el Lobo, su amigo inseparable, habían llegado a la conclusión de que tenían que definirse y empezar a militar, no podían seguir así, eternamente como independientes. Ahí fue cuando aplicaron el rigor de análisis del materialismo dialéctico:

      - ¿Y dónde nos metemos?, se preguntaron.

      - Y, vamos a meternos donde haya más minas. Así aparecieron un día adhiriendo a la revolución cultural china y recitando de memoria las citas del Libro Rojo de