Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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de que una cosa es hacer un concurso de belleza y otra cosa hacer la revolución.

      Ricardo Poce había ido para chusmear, para ver que pasaba en el acto del FAUDI, y la descripción que me hizo fue desopilante, porque graficaba toda la ambición de poder personal de sus dirigentes estudiantiles, canalizada a través de un aparatismo pomposo y sectario. Los “capangas”, como les decía Ricardo, se paseaban entre su mujererío antimperialista como el gallo por su gallinero.

      Cuando terminaron todos los actos nos volvimos con el Lacio caminando hasta su casa, en una de esas caminatas que no pueden medirse por cuadras sino por años y hasta por siglos. Evisceramos con el bisturí del marxismo y con cuanto instrumento de análisis político pudiera haber los catorce años de revolución cubana, los veinticuatro años de revolución china, los cincuenta y seis años de revolución rusa, los ciento y pico de años del marxismo, los doscientos años de la revolución francesa y los cinco mil años de historia de la humanidad, todo para encontrar una buena razón para decidirnos; para tomar la decisión existencial más importante de nuestras vidas. El Lacio iba en bicicleta, pedaleando medrosamente con sus piernas largas y escuálidas por la calle desierta, los rieles del tranvía, que nunca más volvería a pasar, brillaban bajo el alumbrado público, nuestras voces retumbaban en los adoquines de la medianoche. Entonces fue que lanzó la sentencia más aguda y precisa que jamás le oí, producto de su descomunal capacidad de análisis intelectual y de sus profundos conocimientos de marxismo-leninismo: “Yo no sé si los peronistas van a hacer mucho, pero de lo que sí estoy seguro es de que estos zurdos no van a hacer nunca una mierda” dijo y largó una carcajada. Entonces sentí que esa frase era la conclusión final de más de cuatro años de interminables discusiones políticas y filosóficas. Cuando llegamos a la casa del Lacio lo despedí con la tranquilidad de sentir que por fin el intrincado entramado de la teoría política se había despejado. Si quería hacer algo en serio, ya sabía donde no podría hacerlo. Con su preclara sentencia, el Lacio me había resuelto el problema de la definición por el peronismo, pero todavía me faltaba resolver el de la violencia y la respuesta la tuve esa misma noche, cinco cuadras más adelante.

      Apareció como la imagen de una pesadilla, por pura casualidad, porque podría haber elegido volverme por la misma 47, por 48, por 49 o por cualquier otra, pero elegí la cincuenta y al pasar por la esquina de calle dos sentí los gritos. Entonces recordé lo que estaba pasando: la policía de la provincia de Buenos Aires se había insubordinado hacía un par de días. Dirigidos por un misterioso Movimiento Policial (MOPOL), cuyos integrantes nadie conocía, los policías provinciales se habían rebelando ante el agonizante gobierno militar, tomando la jefatura en demanda de mejoras salariales y otras reivindicaciones. Temeroso de que la protesta cundiera y se unificara al resto de los innumerables conflictos sociales del momento, el gobierno decidió movilizar al regimiento mecanizado de Magdalena para reprimir la desobediencia. Esa misma tarde los tanques habían entrado en la ciudad y se habían apostado frente a la jefatura, rodeada por tropas de infantería. Preocupado en los actos políticos, yo me había olvidado de eso, pero las voces de los manifestantes me refrescaron repentinamente la memoria. No eran muchos, pero gritaban incesantemente, desesperadamente, frente a un cordón de conscriptos armados con fusiles que cerraban la calle con cara de enajenados, de posesos. El alumbrado público estaba encendido, las luces de las casas también, pero eso no le quitaba dramatismo a la escena. La imagen era dantesca, tenía el aspecto surrealista de las pesadillas, era un ejército en pie de guerra desplegado en plena ciudad, en medio de una noche cálida de luna clara, con soldados excitados que parecían ansiosos; por entrar en acción, o por huir, nadie más que ellos podía saberlo.

      Yo me sumé a los manifestantes que gritaban, me paré arriba del capot de un auto para ver mejor; a esa altura ya hacía horas que los militares, dirigidos por el general Tomás Sánchez de Bustamante, comandante del Primer Cuerpo de Ejército, venían intimando a la rendición. Todo el mundo pensaba que a la larga las cosas se resolverían a través de la negociación, que el despliegue represivo del ejército era sólo una bravuconada, parecía imposible un enfrentamiento con la policía. Pero los policías no cedían, estaban atrincherados en el enorme edificio que ocupa toda la manzana y los militares demostraron que no habían venido a pasear. En plena madrugada un tanque empezó a subir las escalinatas y derribó la enorme puerta de entrada, en medio de un tiroteo infernal. Los manifestantes nos dispersamos sin orden, salimos espantados por la lluvia de balas que estremecía los cimientos del edificio. Nunca se supo, y tal vez nunca se sabrá, la cantidad de muertos y heridos que hubo esa noche. Quedará como una más de las matanzas impunes de la Argentina, pero la sensación de indignación, de odio y de impotencia de esa imagen hizo más que toda la teoría marxista durante años. Entonces comprendí que la violencia no es que fuera necesaria, sino inevitable. Y acepté que si quería hacer algo por la revolución y por mi patria, no tenía más remedio que asumirla.

      Patulo

      Cuando me estaba haciendo peronista, a principios del 73, iba con Joaquín a todos los actos. Todavía no existía la UES, la Unión de Estudiantes Secundarios, que recuperó para si un nombre muy desprestigiado por la Revolución Libertadora. La UES primitiva se había fundado en tiempos de Perón y tenía un carácter oficialista, pero ese no era su lastre la principal. Los gorilas aseguraban que el General, muerta Evita, echaba mano de las colegialas para satisfacer sus apetitos. Nunca hubo la menor prueba que corroborara esa teoría, nunca una denuncia formal, ni un testimonio, pero el rumor se convirtió en leyenda. En una negra leyenda que pesó sobre Perón y sobre los mismos secundarios peronistas.

      En la década del 70 los tiempos eran otros; los secundarios éramos muy distintos a los del 50; si de algo no se nos podía acusar era de conformistas y complacientes. Mucho antes de que la UES se creara en marzo o abril del 73, la Tendencia Revolucionaria del peronismo tenía varias agrupaciones entre los alumnos de ese nivel. En La Plata la primera fue el MAS, Movimiento de Acción Secundaria, que fundaron Mario Noriega, el Pato; Dardo Benavidez, la Negra, y mi amigo Joaquín Areta, la Rubia. Lo paradójico es que el Pato y la Negra venían de la Escuela Naval, y tras decidir abandonar la carrera dieron un giro sustancial en sus vidas. Se volcaron al peronismo y se hicieron militantes. En la militancia pusieron el mismo rigor que habían aprendido en su paso por la institución naval.

      Así el MAS pasó, de ser una agrupación minúscula y desconocida en la primavera del 72, a ser una casi una organización de masas en el verano. Se le incorporaron militantes de distintas escuelas y de distintas características. Pero había uno que era algo así como el emblema del MAS, y luego de la UES. Porque era difícil concebir el MAS sin pensar en Patulo.

      Justo en el medio de una familia numerosísima y muy católica, Patulo había crecido bajo el influjo de sus cuatro hermanos mayores, todos varones y todos militantes, y, excepto el mayor, todos peronistas. No fue, por lo tanto, una casualidad ni una excepción que él empezara a militar apenas entrado a la secundaria, a pesar de ir a una escuela religiosa. En el colegio Virgen del Pilar lo conoció Claudio, cuando el MAS estaba haciendo sus primeros palotes organizativos, y fue él quien le despertó el bichito de la política.

      Por su edad y por su carácter, Patulo asumía la militancia de una manera distinta a la de sus hermanos, todos ellos verdaderos cuadros revolucionarios. Aunque estaba totalmente comprometido, para él la militancia era una joda permanente, una prolongación de la tribuna futbolística. Según dicen, todos eran fanáticos de Quilmes y formaban parte de lo que ahora llamaríamos la “barra brava”. Pero la familia se tuvo que mudar a La Plata y entonces se hicieron todos hinchas de Gimnasia, pasando a convivir en la tribuna con muchos de los fascistas del CNU. En realidad el término más justo no sería “convivir”, porque la enemistad política se hizo cada vez más profunda y terminaron como enemigos acérrimos.

      Si algo hay que reconocerle a las hinchadas de fútbol es el ingenio. Y Patulo era el líder de la “barra brava” del MAS. Eran un grupito de alrededor de diez pendejos, ninguno llegaba a los dieciocho años, y se la pasaban inventando cantitos durante todo el viaje, cada vez que íbamos a un acto. Hacían reír a todos, en especial a los militantes del FAEP, del cual el MAS era una especie de extensión. Como la consigna del peronismo en las elecciones del 11 de marzo del 73 fue “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, ellos cantaban