Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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me dijeron que no podían hacer nada, pero conocí a unos amigos, ¡Qué amigos!

      No recuerdo el problema que tenían ni por qué decían que estaban en el consulado, pero eran mayores que yo y a la legua se veía que eran unos chantas, unos típicos porteños buscas, de esos que se las saben todas. Pero parecían macanudos, estaban con un brasileño, un morocho que se les había pegado y era como una especie de guía, eso era al menos lo que yo pensaba. Durante esos pocos días allí en Porto Alegre vinieron varias veces conmigo a la pensión y el dueño, cuando se fueron, me dijo que el morocho era “Agato”. Y yo creí que “Agato” era el nombre, y le decía “Agato: Agato de acá, Agato de allá”.

      La última vez que me acompañaron hasta la pensión les pedí que me esperaran un cachito que yo quería bañarme. Ellos me insistieron mucho para que me desvistiera en la pieza, porque el baño era muy incómodo, “anda así” me decía muy convencido uno de ellos cuando me puse en calzoncillos. El baño estaba en la otra punta del patio, para llegar hasta allí desde mi habitación tenía que atravesarlo todo, pasando por delante de la cocina, por eso me daba vergüenza ir en calzoncillos, pero pensé que si ellos me lo decían sería porque eso en Brasil era normal. “Que liberados que son acá”, pensé, mientras caminaba por el patio. Pero cuando pasé por la cocina la hija del dueño me estaba mirando, era una piba de algo más de quince años y puso una cara de no gustarle nada mi actitud. Yo me quedé con la duda, no sabía si era porque estaba en calzoncillos o si era otra cosa lo que le molestaba. Me di cuenta recién cuando volví a la habitación y vi que ya no estaban mis dos “amigos” argentinos ni el “Agato”, y que tampoco estaba la bolsita en la que yo llevaba guardada la plata adentro del vaquero. Cuando le conté al dueño de la pensión lo que me había pasado me recordó que él me había dicho que el mulato era “agato”. Entonces comprendí que “agato” no era un nombre, “agato” quería decir “ladrón”.

      Trocha angosta

      Taca-taca, “Yo mataría a todos los judíos; taca-taca, dejaría una pareja nada más, taca-taca- encerrados como en un zoológico, taca-taca, para que el mundo pueda saber como eran”. Taca-taca, era rubio, taca-taca, más bien retacón, taca-taca, tenía el pelo discretamente corto, taca-taca, y limpiaba cuidadosamente un cuchillo de paracaidista, taca-taca, que guardaba en una vaina de cuero bien criolla, taca-taca, como el poncho federal que llevaba dobladito en el asiento, taca-taca, y que parecía la cosa más inútil que a uno se le pudiera ocurrir llevar para ese viaje, taca.-taca. A la hora de la siesta, taca-taca, avanzando penosamente por la ondulada llanura gaúcha, taca-taca, el tren era un horno ambulante, taca-taca, que se bamboleaba a diestra y siniestra sobre una trocha angosta y antigua, taca-taca y taca-taca y taca-taca durante horas y horas bajo el sol infernal del Trópico de Capricornio. “A los cartuchos les poníamos sal, para que ardan en la sangre”. Él hablaba y yo los escuchaba, a él y al taca-taca inalterable que retumbaba en las vías.

      Ya sin proyecto de noches orgiásticas ni de playas tropicales, ni siquiera de aventuras de mochilero, me resigné a buscar la forma más convencional y más barata de volver. Y lo más barato era el tren. Todavía me quedaban unos pesos que había dejado en otro lugar, lo suficiente como para llegar de vuelta a casa.

      En Brasil no había muchos trenes entonces, uno de los pocos era ese, que llegaba de Porto Alegre a Uruguayana; un cortejo de vagones de madera incómodos y lerdos que se arrastraban con una lentitud martirizante. No era el único argentino que volvía de unas precarias vacaciones en las tierras del samba y la cachaza, venían unos pibes cordobeses y venía él, viejo militante del movimiento Tacuara, un grupo nacionalista de tendencia fascistoide que se había desperdigado en todas direcciones, algunos habían terminado en la izquierda y otros directamente en el nazismo, como él. Pero no pude odiarlo, más bien intenté comprenderlo, porque no era un fascista iletrado, tenía argumentaciones muy fuertes y muy desarrolladas y en todo ese día que duró el viaje hasta Uruguayana me dio un curso intensivo de antisemitismo y antimperialismo. Por suerte, de lo primero no me quedó nada (eso espero) y de lo segundo ya tenía bastante, pero nunca viene mal. Profundo conocedor de la historia, de la que modelaron los nazis para justificar su ideología, falseando las verdades que no les convenían y exagerando las que les servían; fundamentaba su antisemitismo retrotrayéndose a la Biblia, a la historia antigua y a la versión hitleriana de la historia de Alemania. Como todo fascista vernáculo, era un admirador ferviente de Juan Manuel de Rosas, a quien consideraba el descendiente legítimo de San Martín y el antecesor ilustre de Perón. Héctor, que así se llamaba, creo, era peronista, como la mayoría de los fascistas argentinos; pero tenía, sin embargo, una particular concepción de la política del momento. Enamorado de la violencia, como única forma posible de alcanzar el heroísmo, estado supremo de la vida, decía admirar a los combatientes de las organizaciones armadas de izquierda y estar dispuesto a colaborar con ellos ante una emergencia, aunque no dejara de considerarlos sus enemigos. “Si viene un tipo del ERP a pedirme que lo ayude porque está herido, yo lo voy a socorrer, porque el tipo se está jugando”.

      Yo le preguntaba con tanta inocencia y con tanta sinceridad que no dudaba en contarme todo lo que pensaba: su ideal era el heroísmo de las tropas de asalto hitlerianas, de los batallones especiales de las SS, y el de las tropas italianas del norte de África, que habían resistido hasta el aniquilamiento el avance de los aliados en la segunda guerra mundial. Recordaba literalmente las palabras que le había dicho el sargento del último pelotón de sobrevivientes al oficial mussoliniano que estaba planteando la rendición: “Io solo voglio il piombo d´il tuo mosquetto”, le había pedido y con esas balas había combatido hasta la muerte.

      No sé si decir que nos habíamos hecho amigos, porque un solo día es muy poco tiempo para consolidar una amistad y porque quien sabe si es posible la amistad entre un nazi y un zurdo, pero debo reconocer que en ese corto tiempo le tomé un cierto aprecio; tal vez porque, en definitiva, un fascista no sea sino una parte de uno mismo al desnudo, esa parte que siempre nos traiciona cuando se rebela en los momentos más inoportunos. Pero nunca más nos volvimos a ver, siempre me quedó la intriga de saber donde habrá terminado: si habrá hecho la conversión al montonerismo que practicaron tantos exfascistas, o si por el contrario habrá acentuado lo más siniestro de su ideología derechista hasta terminar en las Tres A o en algún grupo de tareas. Nunca lo sabré, lo que sí sé, es que contribuyó también a que yo me definiera políticamente al volver a la Argentina.

      El Peronismo era una fiesta

      Sin documentos, sin plata y, lo peor de todo, sin coger, volví dispuesto a entregarme por entero a la militancia en un país que ardía en el fervor preelectoral. Pero no eran unas elecciones cualquiera. Se jugaba mucho más que la presidencia de la nación y varios miles de cargos de diputados, senadores, intendentes y concejales. El país no sería el mismo a partir del 11 de marzo del 73 y todos lo sabíamos.

      Aunque algunas agrupaciones de izquierda se oponían a las elecciones con consignas como “Gane quien gane pierde el pueblo” o “No a la farsa electoral burguesa”, eran muy pocos los sectores de izquierda y de derecha que no adherían a alguna de las alternativas. Repentinamente el país entero había despertado de un largo letargo y la actividad política ya no era una ocupación casi exclusiva de los militantes sino una fiebre masiva que arrastraba a cientos de miles de personas, inundando los locales partidarios y los actos. Después de más de 20 años(las últimas elecciones totalmente libres habían sido en el 52) reaparecían partiduchos minúsculos y desconocidos, algunos de ellos hasta con buena salud, como el Partido Conservador Popular, que había colocado nada menos que al candidato a vicepresidente de la formula justicialista: el aristocrático y simpático Vicente Solano Lima, un anciano y juvenil abogado líder de un partido que, a pesar de provenir del rancio tronco conservador se alineaba a la izquierda del espectro político.

      Aunque el vendaval que me arrastraba al peronismo era cada vez más irresistible, yo seguía debatiéndome en mi afán de mantener una independencia cada vez más insostenible. Era tanta mi indefinición que en los actos, cuando se cantaba el himno o se gritaban consignas, saludaba con un gesto intermedio entre el puño cerrado socialista y la V de la victoria peronista: hacía la V pero con los dedos encogidos y los conocidos se me