fue que el desgraciado hizo su trabajo, ¡y cómo!, creo que si el viaje hubiese durado unos días más me hubieran terminado canonizando y con unas semanas más me habría convertido en santo. A esta altura yo sería, por lo menos, obispo o cardenal y quien te dice que no llegara un día a Papa. Tanto fue el fervor religioso que consiguió fomentar en mí, que llegó a regalarme un vino de misa; pero nunca pude probarlo, en uno de los tantos bamboleos del barco se derramó entero en el camarote. En esos días de viaje desde San Pablo hasta Vigo, ese cura español, cuyo nombre he olvidado, hizo germinar en mí la semilla de la religiosidad sembrada por mi abuela y me condenó, sin saberlo, a asumir el resto de mi vida como un sacerdocio. Yo no recuerdo exactamente qué me decía el cura, como no recuerdo bien tampoco lo que me decía mi abuela; pero lo de la entrega absoluta para ayudar al prójimo y la caridad con los pobres se me metió tan adentro que, varios años después, habría de reaparecer en mi vida de una forma que ellos nunca hubiesen imaginado. Y que, seguramente, tampoco hubiesen querido: en vez de fraile, me hice militante revolucionario. O lo intenté al menos.
La tía Tomasa
Para mí era muy importante encontrar un punto de confluencia entre el marxismo y el cristianismo, porque pesaba mucho más en mí la concepción humanista cristiana y el ejemplo de Jesús en la cruz como el acto máximo de amor, que todas las afirmaciones científicas del materialismo dialéctico. Y una de las personas que más me ayudó a aceptar que la militancia por el socialismo era una forma de cumplir con ese precepto cristiano fue la tía Tomasa. Ella era, es todavía, por suerte, la tía por parte de madre de Julio, el Tortuga, y de Carlos. Santafesina, como toda su familia, Tomasa desarrollaba su vocación en una isla del Paraná, cerca de Santo Tomé, donde la evangelización estaba muy politizada. La masacre de Trelew había contribuido en mucho a soliviantar los ánimos de los jóvenes allegados a la congregación, que reaccionaron indignados ante la burda patraña esgrimida por el gobierno. Tomasa me habló de todo el movimiento que se estaba dando a nivel nacional para derrotar a la dictadura y para construir un socialismo que sería lo más parecido a lo que predicaba la Biblia como ideal de la vida comunitaria entre los hombres.
Para que yo pudiera comprender mejor por qué el socialismo no estaba enfrentado con el cristianismo, sino todo lo contrario, la tía Tomasa me recomendó que leyera el libro “En Cuba”, de Ernesto Cardenal. Significó toda una revelación: en ese momento la revolución cubana estaba en su apogeo y el texto de Cardenal describe una sociedad en construcción, donde todo, todavía, es esperanza. Ese libro fue determinante para decidirme a encarar la militancia como un apostolado; como una misión que exigía todos los renunciamientos. Lo tomé como algo parecido a encerrarme en un convento, suponía que a partir de empezar a militar se me terminarían todos los delirios de pequeñoburgués con sueños de play boy y recursos de jornalero. Tenía que despedirme de ir a bailar a los boliches del centro, a los bailes de Universitario y ni hablar del Jockey; también tenía que olvidarme de las vacaciones en Villa Gesell, Pinamar o cualquier otro lugar “bien” de la costa, esos a los que iban las mujeres que salían en las revistas. Más aún, al abrazar la militancia creía estar condenándome poco menos que al celibato. Por eso tomé una decisión drástica: ese verano debía perder si o si mi cuasi virginidad, sometiéndome a un tratamiento intensivo de sexo desenfrenado que me sacara las ganas por varios años. Y para eso, el lugar indicado era Brasil.
O fracaso mais grande do mundo
Eran muchos los que contaban historias fabulosas de sus andanzas brasileñas, pero las que más me habían llegado habían sido las de Néstor, el hermano de Rubito. Néstor era uno de los grandes del barrio. Y era grande en todo sentido, por edad y por tamaño; nos llevaba varios años y había salido grandote como su madre. En esa época se había metido en el teatro y actuaba en una obra llamada “Lo que le pasó a Reinoso”. Todavía estaba en pie el edificio original del Teatro Argentino, con su fastuosa sala, y la obra tuvo bastante éxito; incitados por Néstor también se iniciaron en las tablas Rubito y Marito; lo de Rubito fue algo fugaz, como casi todas sus incursiones; Marito, en cambio, descubrió su auténtica vocación y terminó convirtiéndose en actor para siempre.
Bajo el farol de la esquina, como en los tangos, un grupito de pibes del barrio escuchamos embobados las anécdotas del viaje de Néstor al Brasil, con la descripción pormenorizada de las lujurias del carnaval carioca. Había ido con un amigo en un Citroen 2 CV y aunque algunos llegaron a ir mucho más lejos todavía, eso era toda una epopeya. Había significado hacer más de seis mil kilómetros(tres de ida y tres de vuelta) en esas cuatro latas que apenas llegaban a levantar noventa kilómetros por hora, en bajada y con viento a favor. En Brasil los miraban con asombro, los hombres y las mujeres, y hasta llegaban a impresionarse con el aspecto de la catramina y le decían “carro bacán”, como si se tratase de un Rolls Royce. Atraídas por el magnetismo del cachivache, las brasileñas se volvían locas y les abrían su corazón y sus piernas; los brasileños los invitaban a comer y tomar gratis y hasta los turistas americanos se prendían en la parranda con ellos. En Río vivieron el frenesí del carnaval, entreverados entre las scolas do zamba, las mulatas de ojos azules y un libertinaje inaudito para la recatada Argentina de aquellos tiempos. Si bien el Brasil también tenía un gobierno militar, la represión era casi exclusivamente política, no total, como en la Argentina. En Brasil se podían ver y oír cosas escandalosas y hasta se podían hacer cosas que aquí eran herejías. Más allá de los regímenes políticos, siempre han sido culturas distintas: la cultura brasileña está dominada por la sensualidad afro-portuguesa; con alguna influencia indígena, pero de indígenas mucho más alegres y despreocupados que nuestros pampas y araucanos, porque los indios americanos de las selvas y los ríos vivieron siempre en armonía con la naturaleza; la cultura argentina, en cambio, tiene la carga de melancolía de los inmigrantes y aún la de los indios andinos y patagónicos, acostumbrados a vivir en un ambiente hostil. Por eso, nuestras dictaduras siempre fueron mucho más drásticas en lo moral, al provenir de un catolicismo muy arcaico y falsamente puritano.
Por todo eso, el viaje a Brasil representaba algo así como una excursión orgiástica; como una aventura exuberante, mucho más si iba de mochilero. Pero tenía que encontrar un compañero dispuesto a encarar semejante aventura. Y lo encontré, por suerte o por desgracia.
Se llamaba Daniel, lo había conocido en alguna prueba de jugadores en Estudiantes y nos habíamos encontrado también en los bailes. En uno de esos encuentros, no sé cómo, surgió le idea de irnos juntos. Aunque era un año más chico que yo, era más canchero y, también, bastante mentiroso. Más ingenuo todavía que ahora, le creí todas las historias que me hizo y en cierta forma me alegré de haber encontrado un compañero con tanta calle. Parecía el secuaz ideal para las correrías imaginadas por tierra brasileña. Así fue que partimos una noche, con las mochilas al hombro, dispuestos a llegar a Río de Janeiro.
Llegamos a Constitución y nos recomendaron que fuéramos al Spinetto, un mercado del que nunca habíamos oído hablar y que todavía conservaba el ambiente de malandrinaje y bohemia de los mercados porteños que vieron nacer al tango. Entramos a caminar por los puestos de verdura y al final encontramos un camión que nos ofreció llevarnos hasta el límite con Santa Fe.
Poco a poco, como surgidas de un sueño, las imágenes me van viniendo a la memoria y puedo ir reconstruyendo el itinerario de aquella pequeña aventura. En distintos camiones atravesamos tres provincias. En Entre Ríos me impresionaron el verde de los pastos y la ondulación de las cuchillas. Había llovido y los pastos estaban húmedos, a un costado de la ruta un grupo de gauchos cruzaba un alambrado: “¿Por qué usan botas blancas?”, le pregunté al chofer del camión. “No son botas, se vendan las piernas por las víboras”. No pregunté más nada en todo el viaje.
En un par de días llegamos a Paso de los Libres y en un santiamén estuvimos en Uruguayana. Aunque estaban a pocos metros de distancia, la diferencia entre una ciudad y la otra era nítida. Paso de los Libres es una ciudad chica, casi un pueblo, parecida un poco a todas las ciudades del litoral argentino, sobria y poco poblada. Uruguayana, enclavada a la vera de barrancos de tierra roja, respiraba el aire medroso del trópico. Era bien brasileña, en sus aromas y sus colores. Bien portuguesa en la arquitectura de sus calles empedradas y de sus casas de aberturas estrechas,