el olvido, los hermanos de Joaquín decidieron traerla un día a La Plata, desandando penosamente el camino que la había llevado al lugar en el que había sido feliz. En el edificio de la cale 10 la alojaron en el lugar vacío de la cochera, de donde al principio salía muy de vez en cuando a dar una vuelta por una ciudad demasiado agitada para su desplazamiento cansino, pero poco a poco se fue acostumbrando a ese nuevo ritmo y las salidas se hicieron cada vez más frecuentes. En manos de Joaquín empezó a vivir una segunda juventud y a recordar sus hazañas correntinas, como la de aquella madrugada en que los Areta la llevaron a una juerga en la playa y la trajeron andando, aseguran, con unas botellas de champagne.
Ese año la Felipa fue testigo de los romances de Joaquín y de algunas reuniones semiclandestinas. Andar arriba de ella era emocionante, a uno le hacía sentir que había retrocedido en el tiempo y que la gente lo miraba con cierta envidia, porque a sus cuarenta y pico de años la Felipa seguía siendo hermosa y lo seguirá siendo cada día más, en la medida en que el paso del tiempo vaya embelleciendo con el barniz de la nostalgia las cosas que recuerdan los esplendores del pasado.
Sobre la Felipa recuerdo haber sido feliz una tarde de primavera bajo la lluvia. Joaquín iba con Claudia adelante, en la cabina, y yo atrás, en el asiento que tienen las coupes Ford T en el baúl, cuando se largó un aguacero por la zona de la estación. El paraguas abierto era más cómico que efectivo y yo estaba mojado pero contento. Hacía ya unos meses que Claudia y Joaquín habían iniciado una relación extraña, discreta y apasionada.
Acomplejado por ser del interior y petiso, o simplemente renegado, Joaquín no iba a bailar y se autoexcluía de las fiestas. Aunque se jactaba de sus andanzas veraniegas en Monte Caseros, en La Plata no se le había conocido ningún amorío. Por eso nos sorprendió a todos empezar a verlo tan seguido con Claudia. Porque Claudia y él no parecían ser de lo más afines precisamente. Ella no estaba politizada y además le llevaba varios centímetros, el correntino no había pegado todavía el estirón.
De las mujeres de la división, Claudia era una de las que yo más quería. Venía desde primer año y si bien era muy despistada y parecía estar siempre en otra cosa, había algo que la hacía querible. No se vestía como las chicas del centro (las chicas de la división en general no eran “chicas del centro”), andaba siempre con unos mocasines gastados y no hacía ningún alarde de refinamiento. Aunque era muy bonita de cara, Claudia no parecía despertar mucha codicia entre los varones de la división. Tuvieron que pasar muchos años para que algunos confesaran su admiración por ella. En los años superiores sí tenía varios pretendientes, aunque no se le conocía ningún novio declarado.
El suyo no era un romance típico de adolescentes, de esos que andan todo el día pegoteados, tomados de la mano por la calle y besándose en los recreos. Muy pocas veces se los vio del brazo, pero el rastro de ese amor los marcó para toda la vida.
* La Felipa siguió la suerte de los demás: también está desaparecida.
Charlas de café
Como un jugador de ajedrez que disputa simultáneas, en esos años yo mantenía varias discusiones políticas e ideológicas al mismo tiempo. Por un lado estaban las discusiones formales con Julio, que tenían un desarrollo sistemático, pero además discutía con Joaquín, con el Lacio y con el Pato.
Con Joaquín y con el Lacio a veces discutíamos los tres juntos. En las horas libres, cuando otros se iban a dar vueltas por el centro, a “hacer facha”, a mostrarse ante las chicas de los colegios “selectos”, dando vuelta por las escasas dos o tres cuadras del microcentro platense, nosotros, nos íbamos al Parlamento o al Escorial a discutir durante horas. El Lacio era la teoría y el racionalismo puro, Joaquín la pasión y la acción. Con cada uno de ellos también tenía discusiones individuales. Es que en realidad, nos pasábamos todo el tiempo discutiendo, cada encuentro era la oportunidad para una nueva discusión. Con el Lacio tenía la sensación de estar analizando las cosas en una perspectiva futurista, como si estuviésemos imaginando el devenir histórico de las próximas décadas de la humanidad, imaginándonos como protagonistas; pero de una manera casi tangencial a la realidad. Como desde un laboratorio filosófico.
Con Joaquín la sensación era otra. Con él solía irme conversando a la salida de la escuela y llegábamos hasta el Teatro Argentino: él se quedaba en su departamento y yo me tomaba el sesenta y uno. En ese trayecto él ya empezaba a mostrar los esbozos de un peronismo incipiente que a lo largo del año se fue haciendo cada vez más evidente. El origen de esa influencia podía detectarse en su hermano mayor, Iñaki, a quien prácticamente no conocíamos, apenas si lo habíamos visto alguna vez en el departamento de la calle 10. Sabíamos, sí, que había sido un pertinaz Don Juan en Corrientes, un fugaz estudiante de periodismo acá en La Plata, un pintor ocasional de brocha gorda un tiempo y un estudiante de algo( posiblemente sociología) en Buenos Aires. Joaquín hablaba con admiración de las hazañas eróticas de sus hermanos y en especial de las de Iñaki, con su proverbial tendencia a la exageración.
Aunque lo conocíamos poco, Joaquín nos había transferido algo de su admiración por Iñaki, que reapareció en La Plata por una circunstancia infausta: el padre de Joaquín casi se muere de un ataque (un derrame cerebral o algo parecido). Esa circunstancia hizo que Joaquín pasara a ser el centro de atención de la división. De repente todos nos aglutinamos en derredor suyo como compitiendo a ver quien le daba más apoyo.
Hacía poco días los Areta habían sacado de la concesionaria un Falcon flamante, de un azul verdoso oscuro, al que Iñaki hacía doblar casi en dos ruedas alrededor de las plazas de La Plata, demostrando una habilidad conductiva forjada en actividades mucho menos superfluas. Aunque no lo sabíamos, en ese momento ya tenía una militancia intensa y medianamente extensa en las F.A.R. (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y más de una vez había sido chofer en alguna operación militar.
Como para consolidar la admiración que despertaba entre los amigos de Joaquín, incluso hasta de los apolíticos, como Bocha, Iñaki tenía una novia que era toda una “mujer”. Si, porque por más buenas que estuvieran, las chicas del Liceo, del Normal, del Eucarístico o cualquiera de las culo roto que frecuentaban los ambientes del Nacional, todavía no eran mujeres; no tenían ese aire de seducción que solamente se adquiere a partir de cierta edad. Y Mirta, Sandra, era una mujer hermosa y sensual, aunque se vistiera con la austeridad de las militantes.
La camisa que es bandera
La relación de Mirta, Sandra, con Iñaki no duró mucho, aunque después igual yo la seguí viendo, de lejos, en los actos y las movilizaciones de la Jotapé. Pero nunca había hablado con ella. La primera vez fue en el 84 u 85, en uno de los tantos actos contra las leyes de punto final y obediencia debida. Ella no me conocía, pero le conté que era amigo de Joaquín. Era otra mujer. El dolor, la guerra y la vida la habían endurecido. Había formado pareja con un compañero legendario para la militancia platense: el Flaco Sala. Antes de mayo del 73 el Flaco ya había caído varias veces en cana y se había transformado en un combatiente mítico, respetado, querido y perseguido, tanto la policía como los fascistas locales lo tenían en la mira. Por eso más temprano que tarde (mucho antes del golpe) tuvo que irse de la ciudad y recaló en el noreste; quien sabe, tal vez porque como hay tantos descendientes de rusos, polacos y alemanes, un flaco alto y medio rubión podía pasar más desapercibido. Y, para no perder la costumbre, el Flaco volvió a caer preso. Eso fue antes o después del golpe, no lo sé. La cuestión es que los militares lo tomaron como rehén, junto a varios compañeros más que estaban en la cárcel de Resistencia, en el Chaco. Un día se enteraron de que los iban a fusilar. En sus últimos momentos, el Flaco no se dedicó a lamentarse ni a llorar por su suerte. Tomó sus pertenencias, las cosas que tenía en el calabozo, y las distribuyó entre sus compañeros de celda. Como era el de mayor nivel, el que más grado tenía de entre todos los presos, impuso su autoridad y los obligó a aceptar lo que les estaba dejando como herencia. Había resuelto combatir hasta el último momento: sus cosas debían servir para que otros pudieran continuar la lucha en mejores condiciones. En la repartija, a uno de sus compañeros le tocó una camisa, eran compañeros del equipo de fulbito en la cárcel; “Esta es para vos, le dijo”. Cuando los vinieron a buscar, los compañeros