Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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no se iba a hacer sola; era necesario construirla y la forma de construirla era militando y para militar había que definirse, aunque a uno ninguna de las opciones que conocía lo convenciera del todo. Además, ser independiente significaba poder definir un modelo de socialismo a la medida de uno mismo, perfeccionado por la libertad de no tener que ceñirse a ningún modelo existente. Porque si uno toma como base un modelo que existe, es fácil encontrarle los defectos; pero si toma uno que no existe, no hay forma de criticar sus fallas. Empezábamos a ser conscientes, sin embargo, de que no era posible ser protagonista desde el individualismo absoluto:

      - Yo si tengo que hacer una pintada la voy a firmar I.I., Izquierdista Independiente, dijo el Yuyo.

      - Si, y al lado te van a poner “¿Y?”. le contestó el Pelusa.

      Nos reímos todos, sabíamos que en el fondo era cierto. Pero todavía había tiempo para elegir.

      * Aquí el autor, es decir: yo, cometió un error. Obdulio Varela no jugó ese partido por haberse lesionado en el partido anterior y lo mismo pasó con Puskas. Quien se lesionó, pero ya en el suplementario, fue Victor Rodríguez Andrade”.

      El Partido Revolucionario de la Clase Obrera

      “La discusión central de la izquierda argentina pasa por definir si es necesario construir el partido revolucionario de la clase obrera o no, hay quienes dicen que ese partido ya existe y lo que hay que hacer es sumarse a él. Nosotros pensamos que no: ese partido no existe, para construirlo es necesario un largo período de formación de cuadros, por eso caracterizamos esta etapa como una etapa prerrevolucionaria y no consideramos conveniente adelantar los plazos…” El discurso no me resultaba del todo convincente, pero él sí. Yo le había oído decir una vez a Raúl, en una conversación con Ana, que había personas que eran honestas y siempre iban a ser honestas, por más que estuviesen políticamente equivocadas; lo daban como ejemplo a Julio, y tenían razón. Por eso le dije que sí cuando vino una tarde lluviosa hasta mi casa, a proponerme esa especie de noviazgo prerrevolucionario con la organización en la que estaba militando. Tal vez le hubiese dicho que sí a cualquier otro, siempre me ha resultado difícil negarme a las proposiciones. A veces por vergüenza, por temor a decir “no”. Pero muchas veces también porque las propuestas me atraen y quiero probar casi todo.

      Así me transformé en un disciplinado lector de los farragosos materiales que Julio me acercaba, salpicados a diestra y siniestra, más a siniestra por supuesto, de citas de Lenín, Marx y Engels. Autores que, en especial el semicalvo soviético, eran de lectura obligatoria para ser considerado como un digno aspirante a ingresar algún día, después de muchos años y muchas lecturas, a ese partido que por ahora no se animaba ni a llamarse como tal. Esa modestia o, más que modestia, misterio, era, quizás, lo que me resultaba más atractivo de la propuesta. Me imaginaba que la conducción de aquel grupo era una secta de intelectuales subterráneos, dedicada a propagar sórdidamente la religión del marxismo-leninismo en los mil barrios del Gran Buenos Aires, penetrando hacia el corazón del proletariado por el costado inasible de la clandestinidad. Los dirigentes de ese proto-partido debían de ser seres excepcionales, monjes incorruptibles del materialismo dialéctico que ejercían su apostolado enfundados en los overoles de las plantas multitudinarias de las multinacionales. Ocultos en la austeridad sublime del proletariado urbano, los dirigentes revolucionarios eran para mí, en ese entonces, una especie indemne a todos los males terrenales. No sólo no me imaginaba que pudiesen padecer todas las debilidades humanas, ni siquiera me imaginaba que fuesen humanos. Eran, decididamente, una casta superior; una raza divina, encumbrada a las cimas de la humanidad por el ejercicio consuetudinario de la militancia revolucionaria, el reino en el que sólo lo perfecto estaba permitido.

      Uno tenía una imagen totalmente idílica de los militantes clandestinos, como si se movieran en un mundo ficticio, paralelo al mundo real. Se imaginaba reuniones secretas en barrios obreros, donde se delineaba el futuro de la lucha revolucionaria con la precisión clarividente de los profetas del devenir histórico. Y Julio era ni más ni menos que un emisario directo del reino de los cielos marxistas, con Lenín sentado a la diestra de dios padre revolucionario y León Trotski a la siniestra del Espíritu Santo.

      Las exigencias del futuro partido para con sus futuros militantes eran mínimas, apenas las lecturas y las charlas. Las charlas consistían en una especie de psicoterapia política individual en la que el paciente, en este caso yo, debía exponer periódicamente sus avances en la interpretación de una teoría que, por otra parte, no tenía muchas posibilidades de ser interpretada de distintas maneras. Vladimir Ilich era lo suficientemente claro y concreto en sus escritos como para que hubiese espacio para muchas dudas y los materiales del grupo, caracterizando la realidad nacional y proyectando la evolución de los acontecimientos, eran tan potenciales que no había posibilidad de comprobación. Uno no tenía información directa, por ejemplo, de lo que pasaba con el Sitrac-Sitram en Córdoba ni con los cañeros tucumanos, ni siquiera en la Peugeot; así era difícil cuestionar lo que ellos decían que estaba pasando y, más todavía, cuestionar lo que decían que iba a pasar. Uno se estaba preparando para actuar algún día, sin saber bien cuándo, cómo, ni dónde. Se suponía que sería en el momento justo, cuando su formación revolucionaria estuviese en su punto exacto de maduración; que coincidiría, a su vez, con el de la maduración de la lucha de clases en la Argentina. En ese momento la participación de uno sería vital en la toma de conciencia de la clase obrera sobre la necesidad de construir su partido revolucionario; cuyos líderes sin embargo ya habían sido elegidos, aunque nadie los conociera. Porque era difícil suponer que los dirigentes del grupo se fuesen a resignar a ser conducidos por otros que no fuesen ellos; no iban a estar organizando con tanto esfuerzo el partido para que después viniese otro a conducirlo. Aunque, y ese creo era el mayor mérito del grupo, no descartaba la posibilidad de terminar sumándose a otras organizaciones para construir juntas el partido, ni la de incorporarse a un partido ya construido. Eso, lo intuyo ahora, los hacía respetables ante mí. Porque eran realmente gente seria, tal vez demasiado seria. Y muy bien intencionada. La historia posterior de la mayoría de ellos demostraría que estaban dispuestos a ir mucho más allá de la teoría y a jugarse enteros en la lucha. Tuvieron sus limitaciones y sus errores, como las demás organizaciones políticas de izquierda, incluidas las peronistas. El precio pagado por esos errores, pero también por los aciertos, fue el que justificó el derecho a cometerlos: cada uno puso su vida en juego.

      Todas las virtudes y un poco más

      La familia de Julio vivía a cuadra y media de Plaza Olazábal, en un lugar “semi-céntrico” para las inmobiliarias y para mí en el territorio social de lo inaccesible. Estaba en la república donde los prejuicios del status exigían como salvoconductos, para poder transitar por la vida y aún por el amor, una casa que no estuviese a más de 15 o 20 cuadras de 7 y 50: un padre que no se ensuciase las manos para trabajar; un cocodrilo o un semicírculo de laureles a la izquierda del pecho, sobre la remera sobria: en la nalga derecha una etiqueta que dijera Lee, Lewis o Wrangler; en los pies tres tiras de cada lado y en el cerebro una cavidad recubierta de paneles acústicos, preparada para escuchar en sonido estereofónico diez mil canciones en inglés. Si eso podía complementarse con un carnet de Regatas o del Jockey mucho mejor, lo mínimo era uno de Universitario

      Pero Julio tenía todos esos requisitos: casa confortable, donde para ir al baño no había que salir al patio, como en la mía; pisos encerados; padre médico con Renault 12 flamante; había jugado al rugby (fundamental para cotizarse en aquel ambiente); tocaba en el conjunto de música beat más famoso en la ciudad, Dulcemembrillo, y, por si eso fuera poco, tenía una pinta bárbara. Con un aire introvertido que aumentaba su poder de seducción con las mujeres, deslumbradas por su pinta y encandiladas por sus virtudes de percusionista, Pero atraídas, más que nada, por esa parquedad que lo hacía parecer hermético e inalcanzable. Y en cierta forma lo era, muy reservado y un poco tímido, no era un mujeriego, sino todo lo contrario; más bien parecía un monje, hasta que apareció Graciela.

      “Estos zurdos no saben nada de política, pero mirá las mujeres que tienen” le dijo un día Joaquín a alguien, señalándola a Graciela que se puso colorada. Estábamos en el Nacional, en una reunión, y Joaquín tenía razón, por lo menos respecto