gasoleros. Para entonces los Titanes en el Ring ya eran cosa del pasado, pero de un pasado no tan lejano como para no poder vivir de él.
Cuando llegamos con Pancho y Alfredo, los otros ya hacía varios días que estaban. Habían instalado la carpa en un monte a varias cuadras de la playa, cerca de una casa en construcción de donde sacaban el agua. Nosotros llevábamos otra carpa y la pusimos enfrente. Sobraba lugar y arena. No había muchas alternativas para la diversión: de día nos íbamos a jugar al voley a la playa y hasta jugamos al rugby con unos cordobeses de los que nos hicimos amigos. Uno de ellos me hacía acordar a Joaquín, por lo rubio, lo fornido y lo calentón: me cagaba a pedos como Joaquín cuando jugábamos al fútbol: “Pero Paaaastor, laaargala rápido”, me decía. De mujeres nada. No había muchas como para nosotros y encima no sabíamos cómo encararlas. Un día yo me choqué con una en el agua y como le dije “pensar que el mar es tan grande y justo nos venimos a chocar”, me cargaron toda la vida por haber dicho algo tan ridículo.
Como llovidas del cielo, pero en realidad arrastradas por la lluvia, un día aparecieron dos mujeres. Me las encontré en medio de una tormenta, volviendo de hacer un mandado. Venían mojadas, cargadas y cansadas, sosteniendo unas mochilas enormes y subiendo a duras penas las cuestas ondulantes de las calles arenosas. Medio desesperadas me preguntaron si no sabía de algún lugar donde pudieran quedarse y yo, en un alarde de generosidad, les ofrecí nuestra carpa. Cuando les dije que éramos cinco varones, lo aceptaron con resignación. Estaban tan cansadas que parecían dispuestas a cualquier cosa. Al verme llegar con las dos chicas me recibieron como a un héroe. Pero ellas eran muy grandes y nosotros muy pelotudos. Nos llevaban entre cinco y diez años; una de ellas estaba muy buena, se llamaba Pelusa y era redondita por todos lados. La otra era Matilde, una morocha delgada que para el gusto nuestro de ese momento era fea. Unos años después seguramente hubiésemos cambiado de opinión, porque parecía la más sensual de las dos. Ellas pronto se dieron cuenta, con cierta decepción, de que éramos inofensivos. Para mí, estar conviviendo en una carpa con dos mujeres y que no pasara nada era una afrenta, por eso cuando me dijeron que las íbamos a agarrar un día y las íbamos a violar y después nos íbamos a ir, creí que hablaban en serio. Y no sé que hubiese pasado de habérmela encontrado sola a Pelusa cuando iba a buscar agua. Pero no pasó nada, las chicas terminaron yéndose a los pocos días, buscando un campamento más cómodo y unos machos con más agallas.
Aunque no había boliches para ir a bailar ni un centro para caminar buscando mujeres, las noches de Valeria tenían un enorme encanto: los fogones. Alrededor de un par de troncos encendidos, a la luz de una luna que nunca fallaba, en la playa se reunía espontáneamente un auditorio heterogéneo y alegre, que empezaba cantando canciones románticas y terminaba con canciones de protesta. Había un rubio de pelo largo, el Conejo le decían, que era como una especie de abridor oficial del fogón; arrancaba siempre cantando “Muchacha Típica” y después seguía con todo el repertorio de Serrat. Era un misterio, nadie lo conocía y de día no se lo veía por ningún lado, pero de noche aparecía, como diría Jaques Brel, «con su guitarra y su canción». Como veinte años después volví a verlo y me enteré que era también de La Plata y había sido militante de izquierda en aquel tiempo, pero muy en aquel tiempo, porque cuando lo vi tenía otro apodo y otras aspiraciones. Hace muy pocos días me lo volví a encontrar, casi no podía caminar. Recién entonces me animé a hablarle y a decirle que había estado con él en Valeria del Mar aquel verano. Me dio lástima, creo que entendió lo que le dije porque se sonrió y cuando le pregunté qué le había pasado, me contestó con una voz apenas audible y la mirada clavada en la nada: “Parkinson”*.
También había un grupo de campamentistas de algún lugar del interior que llegaban cantando la canción de Pecos Bill y eran una especie de Les Luthiers, un poco más limitados artísticamente pero no menos graciosos. Hacían una parodia genial de la chacarera santiagueña y tenían un repertorio bastante variado, pero el himno de guerra de aquellos fogones no era ninguna canción de protesta sino un bolero: «Perfidia». El punto máximo de emoción se alcanzaba cuando todos juntos cantábamos “Mujer, mujer, mujer, si puedes tu con dios hablar, pregúntale si yo alguna vez, te he dejado de adorar…”
* Lo que yo no sabía entonces, y me vine a enterar después de la primera edición, es que ese sujeto era del servicio secreto de la Armada; había estado infiltrado en las filas del PRT y había delatado a varios militantes. Eso me lo contó un compañero que pudo confirmarlo porque cuando comenzó a averiguar, sus comentarios llegaron hasta la SIDE y las dos personas que habían denunciado al Conejo fueron amenazadas de muerte. Ahora que sé, no me da tanta lástima su Parkinson.
El Valeriazo
Un día los fogones y los partidos de voley en la playa estuvieron a punto de acabarse. Perentoria y prepotente, empezó a circular la orden de levantar todas las carpas instaladas, porque, según aseguraba la policía, había denuncias de propietarios de los terrenos baldíos quejándose porque les habían invadido sus propiedades sin autorización. Además, aseguraban, la precariedad de las condiciones sanitarias era un verdadero peligro para la salud. Eso de que los campamentistas anduvieran cagando y meando al aire libre, sin inodoros o escusados, era, además de asqueroso, terriblemente peligroso para la salubridad de todos los vecinos de Valeria del Mar. No importaba, por supuesto, que los vecinos fueran muchos menos que los campamentistas, ni que hubiese tanto lugar que sobraba para todos, porque entre carpa y carpa había como diez cuadras de distancia. No, esa situación era intolerable y allí estaba la autoridad policial para hacer respetar la ley, la única ley que existía en ese momento: la retrógrada voluntad de los militares que gobernaban todo el país, incluida la pequeña y veraniega Valeria del Mar.
No eran épocas sin embargo en que la autoridad se acatara pasivamente. En cuanto cundió la noticia, toda Valeria se puso en pie de guerra. Como si hubiese un cartel propagandístico promoviendo “Protagonice su propio levantamiento popular; como ayer el Cordobazo o el Rosariazo, participe hoy del Valeriazo”, decenas de acampantes se abocaron a organizar la protesta y la resistencia. Las faldas de los médanos y la terraza del único supermercado hicieron de anfiteatro para la asamblea popular de campamentistas al atardecer. La policía de la provincia tenía entonces unos jeeps horribles, cuadraditos y pintados con una espantosa combinación de azul oscuro y beige; en uno de ellos llegaron, aun más impresentables que el vehículo, el comisario de la zona y un par de agentes. No venían a reprimir, sino a tratar de justificar lo injustificable, asegurando que cuatro soretes solitarios, perdidos en la inmensidad de la costa atlántica, eran una amenaza para la salud de toda la nación:
- El problema es con las carpas que no tienen baño, decía el comisario.
- Yo tengo un baño portátil así y asá, entró a explicar uno para ver si podía salvarse él solo.
- Y yo soy muy estreñido, no voy nunca al baño, ¿me puedo quedar?, dijo otro, cargándolo y todos condenaron el individualismo del propietario del baño móvil. A continuación, una bandada de oradores descargó un arsenal de retórica contestataria estival tan contundente que la pequeña multitud ya parecía no contentarse con que la dejaran quedarse en las carpas. Ya estaban empezando a reclamar el derrocamiento del gobierno nacional y la ejecución de todos sus funcionarios, empezando, ya que estábamos, por el linchamiento de aquel trío.
No tardó en darse cuenta el comisario de que lo más conveniente era organizar una retirada decorosa, como para que no resultara tan evidente que había perdido, y dejar que los campamentistas de Valeria se quedaran todo el verano cagando en la arena y cantando en la playa. En cuanto pudieron se volvieron a meter en el jeep, y se alejaron envueltos en una nube de silbidos y de puteadas que se escuchó hasta en la costa africana.
Después de eso no hubo toma del poder ni manifestaciones de júbilo masivo, el Valeriazo se diluyó paulatinamente, a la medida que los campamentistas fueron retornando a sus lugares de origen. Nosotros no nos volvimos. Tan castos y vírgenes como llegamos, seguimos viaje a Mar del Plata, en la caja de un camión donde pasé el mayor frío de mi vida, a pesar de estar en pleno enero. Volvimos al mismo camping de Punta Mogotes, como el año anterior, y también al mismo resultado: cero en mujeres. Pero con la felicidad de haber compartido una aventura entre amigos entrañables, sin sospechar que de