Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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setenta y dos

      Profesora Comandante

      En el 72 estábamos en quinto año y entre nuestros profesores estaban de los más reaccionarios a los más revolucionarios. En sicología teníamos a Scasso, un materialista dialéctico acérrimo con el que yo me trenzaba en vanas e interminables discusiones filosóficas. No coincidía con muchas de sus posturas, pues chocaban con mi cristianismo místico, y trataba de rebatirlo sin muchos fundamentos, pero había hasta casi una cuestión de piel: me resultaba chocante su excesivo racionalismo, me parecía el modelo perfecto del intelectual marxista de laboratorio. Sin embargo, muchos años después me lo encontré y vine a enterarme de que siempre había sido peronista. De cualquier manera, tenerlo como profesor era importante porque nos obligaba a elevar el nivel de nuestra discusión teórica, a partir de su vasto caudal de conocimientos.

      En filosofía, en cambio, las conversaciones eran mucho más concretas. La profesora era Beatriz Quiroga y teníamos unas discusiones apasionadas que abarcaban desde las concepciones existenciales más profundas a las cuestiones más circunstanciales. Aunque nunca tuvo una actitud proselitista y escuchándola era difícil discernir cuál era su definición política, indudablemente era de izquierda. Beatriz ejercía una gran influencia sobre nosotros a partir de un carácter vital y simple; tenía un aspecto muy particular, era muy austera en su forma de vestir, tenía una nariz larga y redonda que le achicaba los ojos y unas piernas musculosas y bien torneadas en sintonía con la energía de su figura.

      El día de la masacre de Trelew justo teníamos clase con ella. La esperamos con impaciencia, queríamos que nos explicara. Y nos explicó, sin develar para nada su encuadramiento político, supo dejar bien en claro el sentido de ese fusilamiento.

      Ese verano comprobaríamos, por los diarios, que la energía de Beatriz no tenía una utilidad superflua. La noticia decía que las fuerzas de seguridad habían frustrado un ataque con explosivos a la base de submarinos de Mar del Plata y habían sido detenidos los miembros de una célula de las Fuerzas Armadas Revolucionarias; uno de cuyos integrantes era Beatriz Quiroga.

      Cuando la soltaron, se encontró con algunos de mis compañeros de clase, y les preguntó por mí; creo que me apreciaba y le gustaban además mis definiciones sobre la filosofía, pero la desconcertaban algunas de mis posiciones políticas. Nunca se imaginó, creo, que unos meses después me encontraría en un ámbito de la organización político militar. Ella era nada menos que la responsable de la enorme columna La Plata y yo estaba orgulloso de tenerla como jefa máxima, por eso metí la pata hasta el cuadril. En una reunión de ámbito, delante de todos, dije que ella había sido mi profesora, rebelando un dato de ella que los otros no debían conocer. Pero no se enojó ni me dijo nada, conociéndome habrá pensado “Este Pastor..”.

      Strum und drang

      La C.G.U. (Concentración General Universitaria), había sido la organización oficial del peronismo a nivel universitario en la década del 50, la Revolución Libertadora la proscribió en el 55, al igual que a todas las organizaciones peronistas. En la década del 60 un grupo de fascistas en La Plata y Mar del Plata fundó una imitación derechizada de aquella organización. Convertida en una organización de choque anticomunista, la C.N.U (Concentración Nacional Universitaria) se fue nutriendo de militantes provenientes de la alta clase media platense y de una clase media barrial que tenía como epicentro mi barrio. De hecho, a muchos de sus militantes yo los conocía desde la infancia, a algunos de vista y con otros hasta había compartido algún cumpleaños o algún partido de fútbol. Incluso uno de ellos vivía enfrente de mi casa, del otro lado de la diagonal. A nivel secundario, si bien tenía militantes en las escuelas religiosas, su principal foco estaba en el Nacional, donde al parecer han dejado una nefasta descendencia. Algunos de ellos en estos tiempos han llegado a ser funcionarios provinciales, otros fueron asesinos o narcotraficantes, o las dos cosas. Si bien al principio sus incursiones se limitaban a intimidar a los grupos de izquierda con fierros y cadenas, a irrumpir en algunas asambleas y, en especial, a martirizar judíos con ataques personales, poco a poco la violencia de sus acciones fue creciendo. En la medida en que el enfrentamiento interno en el peronismo se fue haciendo más agudo, fue aumentando el nivel de su armamento y la violencia de sus acciones. Tuvieron una participación muy activa en la masacre de Ezeiza y después siguieron operando, secuestrando, torturando y matando gente. No todos tal vez, pero si algunos de ellos, se integraron a las Tres A con Aníbal Gordon. El más notorio fue Carlos, “El Indio” Castillo, implicado en una cantidad impresionante de delitos de distinta índole y autor de decenas de asesinatos; no sólo en esa época, sino también después, en la democracia. Muchos de nuestros compañeros cayeron asesinados por sus manos.

      El ideólogo y organizador de la C.N.U. en La Plata había sido Carlos Di Sandro, nuestro profesor de literatura. Connotado latinista, lanzaba algunas frases ininteligibles en latín, que subrayaba con una risotada sarcástica ante nuestro azoramiento. Le gustaba también desconcertarnos con otro tipo de frases o palabras como “¡Gitanjáfora!” o “Gitanjáfora prima”. Pero cuando mostraba mayor apasionamiento era cuando hablaba de los poetas románticos anglosajones, en especial de Shiller y de Goethe. Nos daba a estudiar las traducciones de sus obras, pero le gustaba recitar las estrofas de Gohete en alemán. “El lema de esos poetas, decía, era el del “Sturm und drang”, “tormenta e ímpetu” y hacía ademanes como los de un director de orquesta enfatizando un final. En esa admiración por la fuerza de la tormenta era quizás en la única circunstancia que develaba su vocación por la violencia. Los alumnos en general le tenían pánico por su severidad en el aula y en especial al momento de poner las notas. Flaco, chupado, de mediana estatura y de una mirada vidriosa y siniestra escondida tras unos lentes cuadrados y chiquitos, entraba al aula imponiendo temor a partir de su parquedad y del tono intimidatorio con que impartía la clase. Cuando Di Sandro entraba, no volaba una mosca; infundía un miedo que iba más allá de lo que objetivamente se desprendía de sus actitudes, porque nadie se animaba siquiera a levantar la mano para contestar una pregunta cuando él la hacía.

      Por inconsciencia o por soberbia, yo no le tenía miedo y actuaba con él como con los demás profesores, intervenía en la clase contestando preguntas o haciendo acotaciones, que él en general respetaba. Pero no cumplía con los trabajos, por eso me puso bajas notas en los primeros dos trimestres. En el último, con las notas que tenía me iba a examen. Entonces me dio una oportunidad, estábamos leyendo a Ibsen y me pidió que pasara a exponer sobre la obra, que leyera lo que había escrito. Y yo ni había leído la obra ni había escrito nada, pero pasé igual y empecé a hablar como si estuviera leyendo, miraba el cuaderno y hablaba. Pero se dio cuenta y me preguntó si yo había leído la obra; le dije que no, pero que si uno sabía sobre la vida del autor y sus circunstancias no era necesario leer la obra para poder opinar sobre ella. El viejo se recalentó: “¡Yo le doy una oportunidad y usted me responde con una verdadera burla, váyase a sentar!”. Yo me senté y encima le contesté “¡Ma, si!”, caliente como si tuviera razón. El viejo explotaba de indignación.

      El viejo era un hijo de puta, por su ideología, por su responsabilidad en la promoción del terror de las bandas fascistas, por su actitud con los alumnos y por miles de cosas más, pero la verdad es que en ese caso tenía razón. Yo recién me di cuenta de grande, cuando fui profesor, y pude entender que lo mío había sido realmente una falta de respeto, al profesor, al autor y a la literatura. Es más, creo que Di Sandro estuvo muy blando en esa oportunidad, hubiera merecido un castigo mayor que mandarme a diciembre.

      La Felipa*

      Blanca y flamante, como una perla brillando entre los naranjales, apareció un día la Felipa en la cima de una loma llegando a Monte Caseros. Los caminos eran de tierra y no había casi calles empedradas cuando uno de los abuelos de Joaquín la trajo jadeando sobre el polvo de las huellas. A partir de allí paseo durante años su envidiada figura por las calles del pueblo, atrayendo a su paso las miradas de los muchachos y espantando a las gallinas y los perros.

      El paso de los años y el cambio de las modas eclipsaron su reinado y desgastaron su brillo; otras apariciones deslumbraron a los montecasereños y concentraron las miradas. Aunque estaba consiguiendo salvarse de la muerte y sobrellevaba