mítica de Obdulio Varela, el gran responsable de aquel triunfo del 50, se agigantaba en Guadalajara.
Pero este Brasil no era el mismo del Maracaná y, sobre todo, este Uruguay no era el mismo de aquella tarde. Los cinco genios de adelante no aparecían, la defensa oriental estaba muy firme, pero atrás de ellos había un número cinco que no había brillado hasta ese momento, tenía la discreción y la simplicidad de los buenos administradores. Su función, como un jefe de suministros, como el comandante de una división de logística, era cuidar que la pelota llegara mansa y tranquila a los pies de los genios, con la mayor frecuencia posible; pero en ese momento Brasil necesitaba un mariscal de campo, un gerente general y Clodoaldo entonces se subió al puesto de mando, entró al despacho de la gerencia y con un derechazo preciso le recordó al mundo que la historia es sólo historia .
En el segundo tiempo los dioses volvieron de sus vacaciones. Rivelino derrumbó de un zurdazo mortal las ilusiones celestes y Jairzinho se encargó de sepultarlas con una repetición de sus goles a Checoslovaquia. Ese segundo tiempo, además, fue la hora del Rey, el momento de mayor esplendor de Pelé en todo su fabuloso campeonato, con dos jugadas de su sello. Un remate de primera ante un saque de Mazurkiewitz, que cualquiera que no hubiese sido Pelé hubiese mandado a las nubes, pero él la mandó al medio del arco y el arquero la embolsó, porque era Mazurkiewitz, con otro hubiese sido gol. Y esa otra jugada, la que todavía repiten los documentales, dejándola pasar por adelante del arquero y yéndola a buscar por atrás. Menos mal que no fue gol, ahí nomás le hubiesen dado la copa a Brasil y se habría terminado el torneo.
La otra semifinal, en el Azteca, también quedó en la historia, tal vez como el partido más emotivo que jamás se haya visto. Italia y Alemania tuvieron que ir al alargue para desempatar, pero lo que pasó es mejor que no lo cuente yo, es mejor leer a Diego Lucero, en la mejor nota periodístico deportiva que he leído en mi vida.
La final
La coronación de Brasil en la final contra Italia tal vez haya sido la fiesta máxima del fútbol de todos los tiempos. Porque todos la estaban esperando, porque era el triunfo del arte contra la fuerza bruta, de la habilidad contra la potencia, de la música contra el ruido.
Como sucede con las grandes fiestas en palacio, la inauguración estuvo a cargo del Rey. La jugada fue muy sencilla: Rivelino recibió un lateral por la izquierda y con toda la precisa potencia de su zurda envió un centro al medio del área italiana El defensor saltó muy alto, porque era un gran defensor, pero no llegó, no podía haber llegado nunca, la pelota estaba fuera de las alturas terrenales, estaba en el inaccesible espacio de los dioses, ese al que sólo podía llegar Pelé con su salto y con su frente. Hacía un rato que había empezado el partido y parecía que a partir de allí era sólo cuestión de contar cuantos goles más vendrían.
Pero Italia es Italia, en la tierra y en el fútbol, y nunca se la puede dar por derrotada. Un rato después Buoninsegna aprovechaba la fragilidad de los guardianes del cielo y ponía el empate. Eso irritó a los dioses. Al volver del descanso salieron decididos a castigar la insolencia de los mortales.
De los cinco colosos de la delantera sólo uno no había hecho ningún gol: Gerson, el clarividente de la zurda. Y decidieron que fuera él quien se encargara de ejecutar la sentencia. La misma pierna que había servido para colocar pases magistrales descerrajó la descarga mortal. Entre el palo izquierdo y el brazo de Albertosi, la pelota horadó el corazón de la víctima.
El resto tuvo la lujuria de un festín. Entre Gerson, Pelé y Jairzinho pusieron el tercero para recordarle a Italia que estaba muerta, y al final llegó el tiro de gracia con una bala de oro. El almanaque se había adelantado y el carnaval estaba desatado sobre el Azteca. Y en carnaval todos tienen derecho a divertirse, a abandonar momentáneamente su función social para salir a bailar a la calle. Los que hasta entonces se habían reprimido cumpliendo su abnegada tarea de funcionarios de la corona, se vistieron de gala y se sumaron a la fiesta.
El metódico Clodoaldo se desbordó en una bacanal de amagues, requiebros y gambetas, y como un viejo adelantado de la corona portuguesa, le ofreció a su rey el regalo más fastuoso que había conseguido. Y el rey, una vez más, tuvo un gesto de grandeza. Llamó al capitán de su armada, que avanzó galopando en su corcel entre las rendidas tropas itálicas, y le ofreció, inerme, la víctima del sacrificio para que tuviera el honor de degollarla. Carlos Alberto entonces descargó un derechazo infernal, para que todo su pueblo festeje. Fue como al fin de las viejas batallas indias, cuando el guerrero mostraba la cabeza del jefe vencido en una mano y la espada en la otra, para que nadie tuviera dudas de que la victoria había sido absoluta.
Allí terminó el banquete de los dioses y empezó la fiesta de los mortales.
La música
Gardel en el wincofón
Cuando llegamos de vuelta a la Argentina, estaban en su apogeo El Club del Clan y la música folklórica, sobre todo la litoraleña. Se escuchaba mucho a Rodolfo Zapata, el Cholo Aguirre, Ramona Galarza y Rosamel Araya, entre otros. El Orangután era el gran éxito de Chico Novarro y también causaban sensación Lalo Fransen, Niky Jones, Johnny Tedesco, Violeta Rivas y Nestor Fabián, los ídolos del Club del Clan. Para unos carnavales, creo que para los del 64, con mis primas organizamos una especie de corso en el fondo de casa, con escenario y todo. A mí todavía no me había agarrado la locura por el fútbol y me gustaba la música.
Con el tiempo, la cultura musical de la casa se fue ampliando y diversificando. Cuando pudo disponer de unos pesos mi madre fue hasta Berisso a comprar en Alayan Hermanos un tocadiscos Wincofón, de cuyos restos mortales, totalmente despanzurrados, me he apoderado. En él empezamos escuchando los discos que más le gustaban a ella y a mis abuelos: Gardel, Raphael, Lola Flores, Johann Sebastian Bach y Vivaldi; después compramos también la versión grabada de los temas del festival de San Remo, cuyas letras en italiano aún recuerdo, y de a poco nos fuimos acercando a Los Beatles y a los Rolling Stone.
A partir del 69, aproximadamente, nuestros gustos musicales variaron mucho a partir de la influencia de los Meyer: Ricardo, Marcelo y Guillermo, los hijos de Rosita, la íntima amiga de mi vieja.
Tres tríos de hermanos
Los hijos de Rosa tenían casi las mismas edades que nosotros: Ricardo era unos meses más chico que yo, Marcelo unos meses más grande que Guillermo y Guillermito, el más chico, tres años mayor que Alejandro. En la casa de los abuelos de ellos vimos por primera vez televisión en la Argentina, debe haber sido en el 59 o 60. Me ha quedado grabada para toda la vida la imagen de un auto negro misterioso, del tipo de los viejos autos ingleses, en el que se llevaban a una mujer llamada “La Gata”. Don Máximo y Doña Teresa vivían a tres cuadras de casa, en la 68, que ya era asfaltada y pasaba el colectivo, como ahora. Don Máximo era empleado de la embajada norteamericana en Buenos Aires y viajaba todos los días hasta allá; fue el primer muerto que vi en mi vida y más que la blancura de la piel lo que me impresionó fue la soledad en que lo enterraron. Estaba acostumbrado a ver pasar los entierros por la diagonal y prácticamente ninguno tenía menos de diez autos siguiéndolo: yo pensaba que la muerte de una persona era una gran tragedia, un gran acontecimiento, y que a nadie se lo podía dejar ir sin hacerle un buen acompañamiento. Me horrorizaba pensar que alguien pudiera llegar a morirse en medio de tanta indiferencia. Unos años después murió doña Teresa, a su entierro fue menos gente todavía.
Ricardo, Marcelo y Guillermito tenían tres primos, también varones, de las mismas edades que nosotros: Mario, Buky y Pablo. Eran primos por parte del padre y seguían visitándose a pesar de que Rosa ya se había separado de Oscar. Esa condición de hijos de padres separados, que aún se consideraba un estigma, nos hacía sentir más unidos con los Meyer. A pesar de que nuestra amistad se limitaba a visitas periódicas, en ocasiones, principalmente para los cumpleaños, estábamos los nueve: los tres Meyer, los tres Mercader y los tres Asuaje: Guillermo, Alejandro y yo. De ellos aprendíamos cantitos y otras travesuras a las que no estábamos acostumbrados. “En Egipto había un camello/ que se quejaba por tener tan largo el cuello/ y a su lado estaba Agapito/ que se quejaba de tener tan largo