luego ella se desperezó, se levantó y se dirigió con parsimonia a la ventana. La noche —una tibia noche de junio— traía los sonidos indeterminados, bordoneantes de la calle que serpenteaba rumbo a un pequeño monte; emergieron por la zona de las montañas unas estrellitas evanescentes como niños que juegan a escondite.
—Estudie a partir de ahora con el renacuajo jorobado —dijo luego en tono serio Róza—. Que le enseñe a usted el latín si tanto lo quiere.
Esa nubecita que se interpuso entre ellos propició que a la tarde siguiente Simbad fuera a bañarse en el Poprád con papa Gregorio, como con su mejor amigo.
El Poprád serpenteaba a los pies del viejo monasterio y discurría profundo, silencioso y oscuro cual agua de un lago entre los diques de contención fabricados con vigas. Más allá, en medio del río, las espumas corrían y saltaban alegres, juguetonas, casi riendo, como si de los campantes y risueños cocheros que se desplazaban entre las montañas hubieran aprendido a recorrer silbando, cantando y bebiendo el camino entre un país y otro.
Naturalmente, los muchachos se bañaron en la parte profunda y silenciosa del río, se agarraban de los ganchos de hierro que sujetaban las vigas y así pataleaban en esas aguas insondables.
El pequeño jorobado se sentía muy seguro en compañía del valiente y magnífico Simbad hasta el punto de lanzar de pronto un grito triunfal y alegre:
—Aquí toco fondo —dijo y estiró las delgadas piernitas hacia abajo. Despegó de los ganchos de hierro los dedos manchados de tinta y sin pronunciar otra palabra se hundió en la corriente. Simbad sólo vio por unos segundos su extraña joroba bajo la superficie del agua, pero después se hizo un largo silencio en el río, en el paisaje, bajo los grandes tilos, como si una varita mágica hubiera tocado incluso el monasterio que también quedó muerto en un santiamén, como en las mil y una noches.
Simbad se plantó de un salto en la orilla como si un cangrejo le hubiera pizcado los pies, permaneció unos instantes observando el agua inmóvil que removió luego con una rama rota. Después se vistió a toda prisa y apretando los labios empezó a correr río arriba hacia el puente de madera que se posaba sobre el Poprád como una araña de largas patas. Se topó en el camino con algunas personas que miraron perplejos a ese muchacho que corría pálido como la cera y Simbad creyó oír que mencionaban al misterioso Lubomirski.
Junto al puente se mecía una barca atada con una cuerda. La navaja del alumno estaba bien afilada, pues en sus horas libres no hacía más que sacarle filo. En un dos por tres cortó, pues, la cuerda, y las rápidas espumas no tardaron en llevar la barca río abajo mientras Simbad, con los ojos abiertos de par en par, miraba hacia adelante, hacia los grandes tilos... A lo mejor volvía a estar allí papa Gregorio como antes, agarrado de un gancho de hierro, y todo había quedado, pues, en una mala pasada...
Sin embargo, ese lugar donde el río parecía dormir plácidamente seguía tan quieto como hacía unos minutos. Simbad dirigió la barca con cuidado hacia el sitio donde se había hundido el papa Gregorio e introdujo bien hondo el remo. Después metió la mano en el agua, como si papa Gregorio se encontrara allí cerca... A continuación se puso a remar en silencio río abajo. Se detuvo, el remo se clavaba en el fondo del Poprád ya somero y cubierto de guijarros, piedras grandes emergían del río a lo lejos, todas ellas papas Gregorio por un instante; una trucha roja se deslizó asustada por el agua que centelleaba y espumeaba como si alguien filtrara plata fundida en un gran colador.
Poco a poco quedaron atrás los pretiles del monasterio, aparecieron los frutales que resplandecían con sus rojos y amarillos. El profesor Privánka escardaba el huerto calzado con botas y con la sotana arremangada, y Simbad se escondió atemorizado en el fondo de la barca.
Después continuó remando; el monasterio quedó muy atrás. Sobre el río se inclinaban los arbustos, pero bajo estos sólo encontró una viga podrida de madera de pino.
Ya anochecía; se escondía el sol tras las altas montañas, y las delgadas franjas de tierra a ambos lados del río se estiraban huérfanas, sin sus hombres, para descansar por la noche. El color argénteo del Poprád ya no fulgía, como si una gran sombra liliácea se hubiera posado lentamente sobre su superficie.
Y entonces, muy lejos en medio del río, vio al jorobado papa Gregorio flotando boca arriba entre las espumas, con los brazos estirados, los labios abiertos mostrando un agujero negro. Las piernas estaban sumergidas en el agua.
Simbad se enjugó la frente, pues en ese momento comprendió lo que había ocurrido. El jorobado se había ahogado, y de su muerte lo culparían a él, a Simbad. Lubomirski saldría por fin del marco en el pasillo. Sí, ya se le acercaba con su tupida barba de color rojo. Muy lejos, bajo los oscuros arbustos de la orilla esperaba Róza, con mirada sombría, enfadada, como cuando había contemplado las estrellas la noche anterior... Comenzó Simbad a ver el río como algo profundo, misterioso y terrorífico mientras remaba hacia el cadáver. Por fin pudo coger a papa Gregorio por una pierna, lo levantó con gran esfuerzo, gimiendo, llorando, y lo introdujo en la barca.
Le dio la espalda, cogió el remo y poco a poco, agotado, emprendió el regreso.
De repente, Simbad se despertó. Sí, estaba en casa, en la cama.
Y la luz amarilla de la lámpara iluminaba el rostro ceniciento de Róza.
La muchacha posó en él sus ojos grises, refulgentes, abiertos de par en par, y acercando los labios al rostro de Simbad le susurró:
—Tú eres mi héroe. A partir de ahora te querré para siempre.
Las primeras flores
El ramo de flores que Irma H. Galamb, actriz de un teatro de provincias, encontró una mañana en su ventana provenía de Simbad. Era entonces Simbad un muchacho de dieciséis años, pero gracias a la formación que le proporcionaban sus dos tutores, sabios ancianos, era casi tan sabio y anciano como ellos: Portobányi, el viejo escritor, y Sámuel Ketvény Nagy, el actor jubilado. De ahí que el joven aprendiera singulares conceptos sobre las mujeres. El señor Portobányi pobló la imaginación de Simbad con aldeanas jóvenes y regordetas y con muchachas campesinas de fuertes muslos, mientras Ketvény Nagy introducía a su educando en el mundo de los teatros de provincias con su característico olor a masilla. Simbad pronto se hizo amigo de todos los miembros femeninos del elenco de la pequeña ciudad, a quienes saludaba ceremoniosamente en la calle, y se paseaba del brazo con el obeso cómico de la compañía por los aledaños del teatro. En el jardín del restaurante El Tilo, donde se alzaba el coliseo construido con tablones de madera, Ketvényi Nagy contaba viejos recuerdos a sus jóvenes colegas mientras no paraba de frotarse los ojos y la nariz con un gigantesco pañuelo multicolor. A su vez, el señor Portobányi, quien atribuía a su relación con el arte dramático su distanciamiento de la naturaleza, de la aldea y de las muchachas aldeanas, tomaba asiento en la sala interior de El Tilo, donde escribía con ahínco y fervor sus memorias.
Era el estío, y los enormes tilos despendían fragancia en torno al teatro. Los actores jugaban a los bolos ya por la mañana, y el eco de las bolas de madera sonaba hasta lejos cuando daban en el fondo de la bolera. Las mujeres se quedaban sentadas bajo el verdor de los árboles, y sus sombrillas filtraban la luz roja del sol. Los zapatos de charol brillaban bajo los volantes de las faldas y la brisa hacía ondear los ramilletes de cintas. La puerta trasera de la barraca estaba abierta y junto a la pared marrón cubierta de viejas revistas de teatro y azotada por la lluvia se sentaba el director con su carraspera y con sus pantalones de tela de pata de gallo.
Era el período vacacional, y Simbad residía en la pequeña ciudad con sus tutores, de manera que por las noches lanzaba besos a Irma H. Galamb al verla aparecer en escena. En el fondo estaban sentados Ketvényi Nagy y Portobányi, y el actor jubilado tarareaba en voz baja las melodías conocidas, sobre todo cuando la orquesta tocaba en los registros más graves. Portobányi no cesaba de menear la cabeza en señal de desaprobación, lo cual no impedía que siguiera con el máximo interés la función desde el primer hasta el último compás. Y nunca escatimaba risas cuando el cómico representaba a personajes borrachos sobre el escenario.
Un