con unas líneas amables para cuya redacción solicito los servicios de mi distinguido amigo Portobányi.
Simbad, que por aquel entonces se sonrojaba a menudo, se ruborizó pero aprobó riendo la propuesta.
—A lo mejor podría acompañar las flores con el anillo que heredé de mi madre... —sugirió en voz baja.
—Eso no podrá ser —respondió después de cierta reflexión Ketvényi Nagy—, porque el viejo y respetable director nos podrá enchironar a los dos por culpa del anillo. El ramo de flores, en cambio, ya puede ir marchando.
Arreglaron un ramo con rosas rojas («las flores del amor», explicó el histrión), y el señor Portobányi se quitó el abrigo negro y grasiento —que hacía tiempo que le quedaba pequeño— con el objeto de ponerse a redactar el texto para la tarjeta que acompañaría las flores. Arrugó la frente y paseó varias veces sus ojos saltones por la habitación antes de sumergir la pluma en el tintero. Luego comenzó a escribir, poco a poco, ponderadamente, con letras bien redondas.
—Tenga, por favor, la amabilidad de acoger a mi joven corazón.
Leyó la frase dos o tres veces en voz alta. La recitó luego Ketvényi Nagy con voz retumbante, y Simbad la susurró para sus adentros y se la tomó muy en serio.
Al día siguiente, el ramo de flores partió hacia Irma H. Galamb.
● ○
Esa noche, los tutores aprovecharon el entreacto para huir del aire viciado del teatro y buscar refugio en la mesa cubierta con un mantel rojo de El Tilo, donde enseguida mezclaron agua mineral de Parád con vino blanco. Cuando terminó la función, los tutores continuaban departiendo sobre uno de sus temas de siempre, las cuestiones léxicas y gramaticales. ¿Qué era más correcto? ¿Decir poncela, poncella o pucela?... La orquesta había callado hacía tiempo y Simbad se quedó junto a la puerta trasera del teatro en la calurosa noche veraniega. Estaban abiertas las ventanas que daban a los vestuarios, donde las mujeres apenas vestidas soltaban risas estridentes, se oía la voz profunda del director de escena y la voz atiplada de una muchacha que decía una y otra vez:
— Por el amor de Dios, mi liguero...
Espiaba Simbad por los huecos entre los tablones y, conteniendo la respiración, contemplaba a las mujeres que se vestían. Hombros blancos, rodillas blancas, cuellos desnudos aparecían ante él a través de la estrecha grieta por la que veía oscilar el haz rojo y dorado de la lámpara, pero no podía saber a quiénes pertenecían esos hombros y esos cuellos. La arteria latía con fuerza en su sien, y un hormigueo le recorría la espalda, las rodillas. Alguien cubrió la lámpara con una pantalla de papel roja, de manera que con aquella luz Simbad percibía como una visión las piernas embutidas en medias negras y los vestidos blancos de las mujeres.
— Por el amor de Dios, mi liguero — se quejaba de nuevo la voz atiplada de antes.
Una redondez blanca, una figura femenina con pantalones se acercó entonces al hueco entre los tablones, se apoyó en estos y se ajustó los cordones de los zapatos. Simbad sintió en el rostro el aroma de aquel cuerpo femenino y le dio un mordisco al tablón...
Poco a poco se fue haciendo silencio en el vestuario. La puerta se abrió y se cerró varias veces ruidosamente, polvos y perfumes revolotearon en el aire, se volcó una jarra de cerveza, y las dos actrices que quedaban hablaron en voz baja y tono serio sobre algo muy importante. Saltó el botón de un guante, y unas de las actrices escupió al suelo.
—¡Qué asco! —dijo—. ¿De verdad quería eso?
La otra respondió quedamente, asegurando que sí. Luego ambas se echaron a reír despacio, con un tono similar al ronroneo de un gato, y se marcharon antes de que se apagara la luz.
Simbad se quitó el sombrero y dio unos pasos trémulos, inseguros a la vera de la barraca... Una mujer ataviada con una capa blanca y fragante, sombrero grande con plumas y un ramo de flores en la mano pasó a su lado en la penumbra... La farola de petróleo entre los tilos iluminó el rostro y sus hoyuelos, así como la naricita curva y el arco audaz de las cejas.
—Le beso la mano, señora —dijo Simbad casi sin voz, rápidamente, y se quedó rígido, olvidando quitarse el sombrero.
La mujer se volvió y miró vacilante en la penumbra, entrecerrando los ojos, ya que era un tanto miope.
—¡Vaya, es usted! —exclamó con una voz sonora que vibró ante Simbad como el agua del río a la luz de la luna—. ¿Cómo se llama? Tiene un nombre extraño. Vaya, sí... Simbad... Gracias por el ramo de flores...
Su voz sonaba ya como un arrullo cuando alargó la manita regordeta y enguantada y la capa blanca que llevaba suelta se abrió. Era una mujer baja y gordita que llevaba la blusa abrochada como al descuido de manera que dejaba ver la combinación blanca.
Simbad se acercó y cogió rápidamente esa manita. Estampó dos o tres besos sobre el guante de hilo empapado de sudor, y los brazaletes tintinearon en la muñeca de la actriz.
—Pues sí —continuó Irma H. Galamb—, conozco a Nagy. Le mando saludos... Y besos —añadió con una ligera carcajada que sonó a oídos de Simbad como una fugaz lluvia primaveral sobre la superficie quieta de un lago.
Luego apretó con fuerza la mano de Simbad y la sacudió incluso un poco.
—Ande usted con Dios, joven amigo.
Dio unos pasos, pero de pronto se dio la vuelta.
—No me diga que me esperaba, ¿no? —preguntó y abrió, en señal de curiosidad, los ojos castaños de par en par.
—No —respondió Simbad con un hilo de voz.
(Por este no fue luego objeto de una dura reprimenda por parte de Sámuel Ketvényi Nagy. El señor Portobányi, en cambio, lo aprobó a voz en cuello: «¡Así me gusta, así hay que tratar a las mujeres consentidas!»)
En un abrir y cerrar de ojos, Irma H. Galamb se ajustó la capa blanca sobre pecho.
—Ha refrescado esta noche —dijo con un tono refinado, el que se acostumbra a usar en las comedias de salón—. Señor Simbad, le permito que me acompañe...
Simbad, si bien había cumplido ya los dieciséis años, en ocasiones decía estupideces:
—Mis tutores están en El Tilo y seguro que me esperan...
Dos veces recorrió Irma H. Galamb al joven Simbad de arriba abajo con la mirada, sus párpados temblaron extrañamente y un bucle suelto sobre su frente se movió como si lo meciera el viento.
—Curioso este muchacho —murmuró.
Se acercó al joven para que percibiera en toda su intensidad la fragancia de la ropa y del cuello. La capa blanca incluso le tocó el cuerpo, y Simbad sintió el dorso del guante de la actriz que se posaba con fuerza sobre sus labios.
—Lo espero mañana por la tarde. Venga a tomar la merienda conmigo —dijo ella en voz baja y tono serio.
—¿Quiere que me acompañe el señor Ketvényi? —preguntó Simbad.
La mujercita agitó los pechos redondos suavemente, como un pájaro, y luego farfulló con indiferencia:
—Pues si el viejo quiere venir...
Se dio la vuelta y se alejó con rápidos y ligeros pasos bajo los grandes árboles.
La luz de la farola iluminó por un instante sus zapatos bajo la falda levantada y los tacones altos dieron la impresión de estar torcidos, doblados hacia fuera.
El caballero de los sueños
Irma vivía en la zona baja de los huertos, la vid silvestre cubría el muro de su casa, y los marcos blancos de las ventanas despedían una luz opaca en el crepúsculo matutino. Los gigantescos árboles azules del bosque estaban sumidos en su mudez, mientras en algún lugar aromaban las lilas y el tilo. Por el otro lado de la calle discurría una zanja profunda