Álvaro González de Aledo Linos

Un tripulante llamado Murphy


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Monte Agde, un antiguo volcán, y al Norte por el Monte Sète o Monte St-Clair, y luego pasamos frente a la ciudad de Sète. Nada de eso lo conoceríamos a la ida aunque era uno de nuestros destinos preferidos en esa navegación. Mario se los perdería por culpa de las demoras acumuladas, pero Ana y yo los conoceríamos a la vuelta, donde llegaríamos por los canales. Las primeras horas fueron con una brisa suave que no nos daba más de 3 nudos y nos ayudamos con el motor. Fuimos contorneando dos zonas de tiro del ejército francés donde está prohibido entrar, como la de las Landas. ¡Cómo les gusta a los franceses disparar al mar! A la altura de Sète vimos unos ejercicios de salvamento en los que participaba un helicóptero y un barco de rescate. Con una brisa suave del Sureste pusimos el espí, y con el refrescamiento poco a poco del viento llegamos a ir a más de 6 nudos. Lo malo de las empopadas con espí es que el viento aparente es muy escaso y no te das cuenta de lo que sopla de verdad hasta que te atraviesas. Y eso nos pasó con una trasluchada del espí, que nos obligó a bajar todo a la desesperada con un ruido de locomotora mientras el viento abofeteaba las velas, y seguir solo con el génova. Fijaos el viento que haría que solo con el génova hacíamos 4,5 nudos. Lo que quedó de la tarde se la pasó rolando, calmando y refrescando, volvimos a poner la mayor y a ratos íbamos con el viento por la aleta y a ratos ciñendo, entre 4 y 6 nudos. Establecimos nuestro puerto de destino en Port Camargue.

      Un poco antes de Port Camargue está La Grande Motte, que se distingue desde el mar por sus bloques de apartamentos como Torremolinos pero con forma de pirámides. Es una visión horrible, que recuerda a las pirámides de Egipto pero en el siglo XXI pues están en mitad de una llanura baja, casi al nivel de mar, y desde la lejanía solo se ven los bloques de apartamentos surgiendo del agua. El típico sitio en que no se nos ocurriría quedarnos. Llegamos con buena nota a Port Camargue a las 20 h, después de hacer 34 millas en 8 horas.

      La marina de Port Camargue (43º 31,28’ N; 4º 7,33’ E) es uno de los mayores puertos deportivos del mundo, con 4.000 barcos. Está en la esquina Nordeste del Golfo de Aigues-Mortes, el cual tiene varias comunicaciones, a través de canales estrechos, con las lagunas interiores que ocupan el interior de la costa Sur de Francia, como el Mar Menor en Murcia, por las que navegaríamos a la vuelta. De hecho, una milla más al Sur se encuentra la desembocadura de un pequeño canal, el de l’Espiguette, que conduce a otro pequeño puerto con el mismo nombre que es gestionado por la misma marina. Port Camargue también se reconoce de lejos por los bloques de apartamentos. Aunque en su aproximación hay algunos bancos de arena con fondos de dos metros que se hacen peligrosos cuando hay mar de fondo, el principal problema es esquivar la cantidad de barcos que entran y salen del puerto en verano a través de una bocana relativamente estrecha para los 4.000 barcos que la utilizan. Como llegamos en temporada baja, al anochecer y entre semana no salía ninguno. La capitanía y los atraques de visitantes están en la misma entrada de un “étang” extensísimo (70 hectáreas) que produce una gran corriente de agua cuando se llena con la poca marea del Mediterráneo. Los demás atraques están en el interior de la laguna, en torno a varias islitas con casas al borde del mar y, en este caso, en vez de pequeños atraques privados enormes pantalanes perpendiculares a la orilla. La laguna se dragó hace unos 40 años en unas salinas preexistentes en esta zona del delta del Ródano, y se le dio una profundidad de tres metros para construir la marina. La circulación dentro de la laguna es tan compleja, por lo intrincado de las islas y canales, que la Guía Imray advierte de lo fácil que es perderse en ella, tanto por tierra como por el mar.

      Nos amarramos en el muelle de capitanía, uno de hormigón como de treinta metros absolutamente vacío de barcos, pero lleno de pescadores de caña que se tuvieron que apartar al vernos hacer la maniobra. Estaba subiendo la marea y había una corriente entrante que empujaba al barco para pasarse de largo y seguramente es la que aprovechaban ellos para pescar. Lo más curioso es que estaban encima de un enorme letrero pintado el suelo que decía “Pesca prohibida”, y desde el primer piso de la capitanía, donde hacíamos los papeles, se veía una imagen divertidísima con la gente pescando encima del cartel que lo prohibía. Se lo comenté a los de las oficinas pero me dijeron que ellos no podían hacer nada. Por lo menos eran discretos y se apartaban al ver entrar a un barco, para no entorpecerle la maniobra. Nos asignaron un atraque muy cerca de la capitanía y por tanto en plena corriente de entrada y salida del agua del “étang” que nos iba a perjudicar a la salida, con la popa justo hacia el Oeste. La marina tenía muchos servicios, entre otros uno de bicis gratuitas para los amarristas, muy práctico para los que no llevan bicis a bordo pero para el que pedían 250 euros de fianza. La tarifas del wifi eran igual de prohibitivas que en Cap d’Agde. Como ya era de noche cenamos a bordo sin visitar nada. La noche fue heladora como si hubiera témpanos en el aire. Hasta tuvimos que sellar con cinta aislante la rejilla de ventilación del tambucho, para que no se colara la fría cuchilla del viento del Oeste. Además tanto Mario como yo estábamos griposos después de los días que llevábamos mojándonos y de la ducha fría de Cap d´Agde la noche anterior, que más que ducha fue una prolongación de la llovida. Por si fuera poco, y por una extraña razón que no nos aclararon, el entorno estaba plagado de ranas y toda la noche nos amenizaron con su croar. Aquello no parecía el Mediterráneo.

      Por la mañana nos limitamos a dar un paseo por los muelles, hacer la compra y buscar una farmacia donde comprar lo que necesitábamos para nuestros síntomas. También fuimos a aclarar en capitanía el parte meteorológico de ese día. La francesita de la oficina, una monada amabilísima, delgada como una vietnamita y con la sonrisa de loza, no conocía por el contrario muy bien su oficio. Había colgado en el tablón de anuncios dedicado a los navegantes una fotocopia con pronóstico de fuerza 7-8 del Oeste y, al hablar con ella, vimos que no era consciente de que acababa de colgar un aviso de temporal. Intentamos que nos aclarase la extensión exacta de la zona de riesgo, porque en esa costa los avisos son para zonas parciales definidas por límites geográficos (dan el nombre de un pueblo, de un cabo, etc.) con los cuales aún no estábamos familiarizados. Nos dijo que no nos preocupáramos, que era para mucho más al Este de donde nosotros pensábamos llegar. Nos dio la impresión de estar en las Batuecas y lo dejamos así.

      Al abandonar el atraque la corriente de entrada en el “étang”, que no esperábamos en el Mediterráneo, nos dificultó mucho las maniobras pues tuvimos que salir marcha atrás y hacia estribor, justo el lado malo del Tonic 23 (tiene el fueraborda a estribor y en marcha atrás se va sin remedio hacia babor) contra la fuerza del viento y de la corriente. Sin espacio para girar, al dar avante se puso crudamente de manifiesto que la corriente y el viento nos chocarían con los barcos amarrados a nuestro lado. Después de un paralizador momento comprendimos que lo mejor era dejarse apoyar en ellos, pues eran dos Zodiac enormes y con los motores fueraborda bajados, con lo que quedamos apoyados en la terminación de sus inflables, o sea, unas popas bien blanditas que no dejaron ni marca en nuestro costado. Una vez salidos del atolladero recorrimos gran parte del interior del “étang” para conocer ese mundillo de afortunados que viven al lado del mar modoso con el barco bajo su terraza. Ese mar interior es tan grande y tan curioso que había hasta recorridos turísticos guiados en vedettes para recorrer su interior, y motoras de alquiler sin patrón con el mismo objetivo; ¡para las motoras especificaban que no se necesitaba ningún título! Finalmente salimos a las 12 pidiendo gracia y con la intención de ir a un puerto de la desembocadura del Ródano, la última etapa antes de Marsella, donde debía desembarcar Mario.

      Empezamos a navegar con una brisa del Oeste de fuerza 4 o 5 que nos permitía navegar con las velas llenas de viento a más de 6 nudos, y a rumbo directo. Como además después de tantos días de lluvia incesante hacía sol, la más hermosa divinidad del marino, nos las prometíamos tan felices. Primero tuvimos que hacer unas cinco millas hacia el Sur para salir del Golfo de Aigues-Mortes, pero a partir de ahí nos esperaba una larga empopada paralela a la costa del delta del Ródano. Es una costa baja y arenosa, parecida a la del delta del Ebro, de unas 50 millas y muy peligrosa por estar mal cartografiada ya que cambia constantemente con los aportes de sedimentos del río y los efectos de los temporales. Se calcula que crece hacia el mar 10 o 15 metros cada año pero no de una manera uniforme, porque en algunas zonas retrocede. Por ejemplo la ciudad de Saintes-Maries de la Mer, donde terminaríamos ese día la etapa, se calcula que en el siglo XVII estuvo