su manera de vestir, y su presencia tiene una cualidad particular. ¿Qué ocurre con ese hombre?». Y luego aparecería la cuestión del renunciamiento, y sobre todo la de la muerte… Pero llegaría un día en que acabaría pasando. No podía evitarse.
Nosotros hacemos lo mismo. Si alguien muere y el funeral pasa junto a nosotros, las madres meten a sus hijos en casa y cierran las puertas.
La historia es muy significativa, simbólica, típica. Ningún padre quiere que su hijo sepa nada acerca de la muerte, porque entonces, inmediatamente, empezará a hacer preguntas muy incómodas. Por eso construimos los cementerios fuera de las poblaciones, para que nadie tenga necesidad de ir allí. La muerte es un suceso central; el cementerio debería hallarse exactamente en el centro de la ciudad, para que todo el mundo pasase junto a él a todas horas. Al ir a la oficina, regresar a casa, ir al colegio, a la universidad, al volver a casa, al ir a la fábrica… para que así tuviéramos siempre presente la muerte. Pero construimos los cementerios fuera de la ciudad, y los embellecemos mucho, con flores y árboles. Intentamos ocultar la muerte, y en Occidente, sobre todo, la muerte es ahora un tabú. Así como antes el sexo era tabú, ahora la muerte es tabú.
La muerte es el último tabú.
Necesitamos una especie de Sigmund Freud. Un Sigmund Freud que pueda traer de vuelta la muerte al mundo, que pueda exponer a la gente al fenómeno de la muerte.
Cuando en Occidente muere una persona, su cuerpo se adorna, baña, perfuma, pinta. Ahora hay expertos que llevan a cabo esas tareas. Y si veis a un muerto o muerta, os llevaréis una sorpresa: ¡parece más vivo que cuando lo estaba! Le pintan el rostro, y sus mejillas están sonrosadas, y su rostro luminoso; parece estar durmiendo en un espacio calmo y tranquilo.
¡Nos engañamos a nosotros mismos! No es a él a quien engañamos, pues él ya no sigue ahí. No es nadie, sólo un cuerpo muerto, un cadáver. Pero nos engañamos a nosotros mismos al pintarle el rostro, engalanar su cuerpo y ponerle ropas hermosas, llevando su cuerpo en un coche caro, y con una gran procesión y mucho aprecio por la persona muerta. Nunca fue apreciada mientras estuvo con vida, pero ahora no hay nadie que la critique, todo el mundo la alaba.
Intentamos engañarnos a nosotros mismos; embellecemos todo lo posible la muerte de manera que la cuestión no surja. Y seguimos viviendo en la ilusión de que siempre es el otro el que muere: obviamente, no presenciaremos nuestra propia muerte, sino que siempre vemos morir a los demás. La conclusión es lógica: ¿por qué preocuparnos si siempre es el otro el que muere? Nos parece que somos excepcionales, que Dios ha hecho una regla distinta para nosotros.
Recuerda, nadie es una excepción. El Buda dijo: «Aes dhammo sanantano», «Sólo una ley lo rige todo, una ley eterna». Todo lo que le vaya a ocurrir a la hormiga le sucederá también al elefante, y sea lo que sea lo que le suceda al mendigo también le sucederá al emperador. La ley no distingue entre pobre o rico, ignorante o sabio, santo o pecador; la ley es justa.
Y la ley es muy comunista, iguala a las personas. No se interesa por quién somos. Nunca mira las páginas de los libros tipo Quién es quién. No se preocupa de si eres un pordiosero o Alejandro Magno.
Algún día Siddhartha tenía que hacerse consciente, y así sucedió. Iba a participar en un festival de la juventud; iba a inaugurarlo. Se suponía, claro está, que el príncipe inauguraría el festival juvenil anual. Era un atardecer hermoso; la juventud del reino se había reunido para bailar, cantar y divertirse toda la noche. El primer día del año… una celebración que duraría toda la noche. Y Siddhartha iba a inaugurarla.
Por el camino encontró lo que su padre siempre había temido que viese: se cruzó con todo ello. Primero vio a un enfermo, su primera experiencia de la enfermedad. Preguntó:
–¿Qué ha sucedido?
La historia es muy hermosa. Dice que su auriga iba a mentirle, pero un alma incorpórea tomó posesión de él, forzándole a decir la verdad. Tuvo que decir, a pesar de sí mismo:
–Ese hombre está enfermo.
Y el Buda preguntó inmediatamente:
–¿Entonces yo también puedo enfermar?
El auriga tenía intención de volver a mentir, pero el alma de un dios, un alma iluminada, un alma incorpórea, le obligó a decir
«Sí». Al auriga le desconcertó que quisiera decir no, pero las palabras que pronunció fueron:
–Sí, también vos enfermaréis.
A continuación se encontró con un anciano, e hizo las mismas preguntas. Luego con un cuerpo que era llevado al terreno de cremación, y surgió la misma pregunta… Y cuando el Buda vio aquel cuerpo muerto y preguntó:
–¿Entonces yo también moriré algún día? –y el auriga dijo:
–Sí, señor. Nadie es una excepción. Siento decíroslo, pero nadie es una excepción… incluso vos moriréis algún día.
El Buda dijo:
–Entonces da la vuelta. No tiene sentido acudir a un festival juvenil. Voy a enfermar, ya he envejecido y estoy a punto de morir. Si un día moriré, ¿qué sentido tiene toda esta tontería de vivir esperando la muerte? Antes de que llegue quisiera conocer algo que nunca muere. Ahora dedicaré toda mi vida a la búsqueda de algo eterno. Si existe algo eterno, entonces lo único que tiene sentido en la vida es esa búsqueda.
Y mientras decía eso tuvo el cuarto encuentro: un sannyasin, un monje, ataviado con una túnica naranja, que caminaba con paso meditativo. Y el Buda preguntó:
–¿Qué le ha sucedido a ese hombre? –Y el auriga respondió:
–Señor, eso es lo que estáis pensando hacer vos. Ese hombre ha visto la muerte y va en busca de lo eterno.
Esa misma noche, el Buda renunció al mundo; dejó su hogar en busca de lo inmortal, en busca de la verdad.
La muerte es la cuestión más importante de la vida. Y quienes aceptan el desafío de la muerte son inmensamente recompensados.
2. ADVERTENCIA: LA CUESTIÓN DE CREER
Si crees también dudarás. Nadie puede creer sin dudar. Que quede claro de una vez por todas: nadie puede creer sin dudar. Toda creencia es una tapadera de la duda.
Creer es sólo la circunferencia del centro llamado duda; porque la duda está ahí se crea la creencia. La duda duele, es como una herida, es dolorosa. La duda duele porque es una herida; te hace sentir el vacío interno, la ignorancia interior. Quieres ocultarla. ¿Pero crees que te ayudará esconder la herida tras una rosa? ¿Piensas que la rosa podrá hacer que la herida desaparezca? ¡Al contrario! Más tarde o más temprano la rosa empezará a apestar por culpa de la herida. La herida no desaparecerá a causa de la rosa; de hecho será la rosa la que desaparezca a causa de la herida.
Puede que consigas engañar a alguien que mire desde fuera –tus vecino podrían llegar a creer que no hay herida, sino una rosa–, ¿pero cómo podrás engañarte a ti mismo? Es imposible. Nadie puede engañarse a sí mismo; en lo profundo de ti mismo sabes la verdad, sabes que la herida existe y que intentas ocultarla tras una flor. Y sabes que la rosa es arbitraria: no ha crecido en ti, la has arrancado del exterior, mientras la herida crecía dentro de ti; la herida no la has arrancado del exterior.
El niño lleva la duda en sí, una duda interna, que es natural. A causa de ella indaga, y a causa de ella pregunta. Acompaña a un niño a dar un paseo matinal por el bosque, y te hará tantas preguntas que te aburrirá, que desearás decirle que se calle. Pero continuará preguntando.
¿De dónde provienen todas esas preguntas? Para él son naturales. La duda es un potencial interno; es la única manera en que el niño podrá inquirir, buscar e indagar. No hay nada malo en ello. Vuestros sacerdotes os han estado mintiendo, os han dicho que en la duda hay algo malo. Pero no es cierto. Es algo natural, y por ello debe ser aceptada y respetada. Cuando respetas tu propia duda, deja de ser una herida; cuando la rechazas, se convierte en herida.