Angy Skay

Maureen


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páginas, llegas a conocerlos un poco mejor.

      Bueno, al grano. Dedico este libro a la gente que ha confiado en mí. Comenzando por mi familia, mis amigos, mi círculo de “locas” y, en especial, a mi compañera de camino en esta gran aventura, Angy Skay. Han sido muchas noches en vela, horas de teléfono, viajes a Irlanda, mucha documentación para sacar este proyecto adelante. Solo esperamos que lo disfrutéis una mínima parte de lo que nosotras lo amamos y disfrutamos creándolo. Amaréis y odiaréis a Maureen y a Taragh por igual. Ya lo veréis.

      A todos vosotros y, en especial, a ti, que estás leyendo estas líneas… Gracias.

      Corrió por Francis St a todo lo que daban las piernas. Su pulso era acelerado, el aire no conseguía llegar a sus pulmones de ninguna manera. Se paró en uno de los callejones cercanos a la avenida y al final divisó lo que parecía un aparcamiento de mala muerte. Eran alrededor de las doce de la noche. Estaba cerrado y en la calle la humanidad carecía de ausencia. Saltó la valla que separaba la carretera de la entrada y accedió de manera ágil y veloz al recinto. Sabía que la había cagado hasta un punto que no podía ni imaginarse…

      La penumbra llenaba el pequeño parking, pero eso no lo amilanó ni por un segundo. Estaba acostumbrado a aquello, estaba acostumbrado a vivir en la oscuridad del mundo. De su bolsillo sacó una pequeña linterna. Le bastaba para poder ver el suelo por donde pisaba. Giró su cabeza y, por suerte, nadie lo seguía. O eso creía…

      Unas escaleras de caracol iluminaron sus ojos cuando alzó la vista y corrió de nuevo hacia la pared llena de grafitis donde se encontraban colgadas. El lugar en sí era deprimente, de barrio mal cuidado, y cualquier persona con dos dedos de frente no se atrevería ni por un instante a ir a ese sitio a altas horas de la noche.

      Apoyó sus pies en el contenedor, impulsó su cuerpo y, con ambas manos, se agarró todo lo fuerte que pudo al barrote oxidado. Consiguió subir cuatro escalones cuando una voz profunda le sobresaltó.

      —¡Por allí! ¡No puede estar muy lejos! ¡Encontradle ya!

      Miró a Frank. Sin duda, una marioneta de Cathal O’Kennedy, uno de los mayores narcos de Irlanda, entre otras cosas. Todo lo que hacía era en base a las órdenes de su jefe, y el «suyo», o por lo menos antes lo era… Antes de meterse en el mayor lío de su vida. Una voz suave, femenina y parecida a la de una diablesa encantada le asustó al escucharla susurrar cerca de su oído:

      —Tranquilo…, Mick…

      Una pistola apretaba su espalda. Giró la cara y ahí estaba…

      La mujer a la cual él le doblaba la edad, pero que, sin duda, era la más poderosa en todo aquel asunto. Podría matar al resto de «su» banda y, aun así, ella sabría cómo manejarlo todo mejor que el propio O’Kennedy, su marido.

      —¿De quién estás huyendo, Mick?

      Sonrió con una frialdad que le heló todos los sentidos. Esa diosa era mala, la peor… Apretó un poco más la pistola contra su espalda, lo que le hizo contestarle:

      —¿Qué quieres que te responda? ¿Por qué no me matas y acabamos con esto de una maldita vez?

      El tono de Mick fue demasiado tenaz quizá y eso no le agradó.

      —No te pases, Mick. No estás en posición de hacerte el gallito conmigo. Si te dejo entre esos cuatro —señaló a Frank y a sus tres acompañantes—, no dejarán de ti ni los huesos.

      Sonrió con saña, esta vez más segura de sí misma. Siempre se superaba de un modo u otro.

      —¿Qué quieres? —preguntó agotado.

      Ya no servía de nada intentar huir, ni siquiera se planteaba la opción de intentar desarmar a su contrincante. Sería una misión imposible en la que solo uno acabaría muerto, y ese era él, sin duda. Con Taragh O’Leany no se jugaba, no se jugaba de ninguna de las maneras, ya que ella lo controlaba todo, hasta el más mínimo detalle y, para ello, había sido entrenada tiempo atrás.

      —Voy a ser muy clara y directa, pero aquí no, viejo amigo… —murmuró sensual.

      —¿Entonces?

      Tanto misterio empezaba a desesperarle. No sabía con claridad qué era lo que quería de él y, en cierto modo, comenzaban a asustarlo los pensamientos que tuviera esa endemoniada mujer.

      —Vas a seguirme sin hacer ni el mínimo ruido. Si sigues a mi lado, continuarás con vida; si me traicionas, morirás a manos de mi maravilloso marido.

      Esto último lo puntualizó con desdén, cosa que le hizo gracia.

      —¿De qué te ríes? —se enfadó Taragh.

      —Hablas de tu marido como si fuera porquería. No entiendo cómo una mujer tan hermosa como tú, se casó con él.

      Lo miró por encima de sus pestañas sin contestar a su pregunta indirecta. Sonrió con desdén y dejó caer sus pestañas de la manera más sexy que en la vida había visto.

      —En la vida tienes que saber jugar bien tus cartas, y yo las mías me las sé de memoria —recalcó esto último, palabra por palabra.

      Inclinó su cabeza hacia un lado, dejando caer uno de sus mechones morenos por su fino rostro. El humo del cigarro impactó en la cara de Mick antes de que pudiera deshacerse de él, así que lo aspiró por completo. Elevó la mano invitándolo a coger un cigarrillo, pero antes de hacerlo, Mick miró el paquete dos veces.

      —No voy a matarte —ella puso los ojos en blanco—. Acabo de decirte que tengo un maravilloso plan para ti.

      El miedo lo paralizó de nuevo. Fuera lo que fuese que tenía pensado esa mujer, estaba seguro de que no era nada bueno. Cogió un cigarro de su misma cajetilla, se lo puso en los labios, ensuciándolo de un carmín rojo como la sangre, y lo encendió con un Zipo en el que con claridad se leía «Ireland», con los tres colores de la propia bandera: verde, blanco y naranja.

      —¿Haces propaganda de tu tierra? —se atrevió a bromear.

      Expulsó el humo de su garganta, le pasó el cigarro y lo miró de nuevo a través de sus pestañas con unos ojos nada amigables.

      —Es un regalo muy especial. No obstante, creo que eso no te incumbe. —Chascó su lengua—. Se acabaron las explicaciones. Andando —sentenció, apuntándole con el arma de nuevo.

      Anduvo dirigido por ella durante más de media hora por las calles de Dublín, dando rodeos para que no los encontraran Frank y el resto de la banda. Algo que le daba que pensar, ya que todo eso quería decir que Taragh tenía un plan secreto que nadie sabía…

      Hacía dos días, Mick traicionó a la que llevaba siendo su familia más de diez años y, por ello, estaba seguro de que pagaría las consecuencias de una manera muy cara…

      —¿Qué te ha llevado a hacer todo esto, Mick? —se interesó ella cuando se subieron a su Ferrari Desierto blanco, un coche que muy pocas personas podrían permitirse, lo cual afirmaba, más si cabía, la fortuna que amansaba su marido Cathal.

      Ató las manos a la espalda y cerró la puerta con una sonrisa deslumbrante. Bordeó el vehículo de manera sensual, dejando que su gran figura se posara en los ojos del hombre más de lo debido. El vestido rojo se ceñía a sus curvas a la perfección, parecía una segunda piel, y sus altos tacones negros dejaban ver unas espléndidas y fuertes piernas cuidadas al máximo.

      —¿Vas a contestarme? ¿O piensas observarme hasta desmayarte…? —ironizó.

      —Supongo que la avaricia —contestó Mick, un poco avergonzado por su osadía. Nunca se habría atrevido, pero ella le daba esa confianza que quizá con Cathal, o incluso con Frank, le faltaba hacía dos días.

      —Sí, es lo más coherente, ya que robar cuatro millones de euros a un narco no es lo más sensato.

      —Lo dices como si no te importara,