Angy Skay

Maureen


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      —Tú y tus planes, supongo…

      —Ya vas conociéndome. Creo que haremos un gran equipo —afirmó.

      —¿Qué quieres?

      Ella sonrió, esta vez de manera lasciva.

      —Quiero comprobar quién es mejor, si el padre o el hijo…

      A las 08:40 de la mañana, Mick se encontraba sentado en la mesa de la cocina de su casa. Oyó un ruido y vio aparecer a Kiara, su mujer.

      —Buenos días… —murmuró con desgana.

      —Mmm… —gruñó ella, más bien.

      —¿Dónde está Aidan?

      —¡Y yo qué coño sé! ¡Que le den por culo a ese niñato!

      Él negó con la cabeza. No sabía en qué momento pudo convertirse en su mujer, ni en qué maldito día la dejó tener un hijo, un descarriado de la vida del cual ninguno de los dos quiso hacerse cargo, ni darle la educación que merecía. Ni a él ni a su hermana.

      —¿Ya vas a beber?

      Ella se dirigió a la nevera, sacó una botella de vino y se sirvió en una copa. Todavía estaba borracha de la noche anterior, estaba seguro.

      —¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres un poco, Mick?

      —No, gracias. Prefiero beberme el café.

      El móvil que Taragh le dio la noche anterior comenzó a sonar. Se sobresaltó y Kiara también, quién no tardó en soltar un fuerte bufido.

      —¡Apaga ese horrible sonido!

      Descolgó el teléfono con la clara intención de contestar lo que ya sabía desde el día anterior:

      —Acepto.

      Maureen

      Asturias, cuatro años antes

      Era una fría y lluviosa mañana de enero, aunque no era de extrañar si nos situamos en un pequeño pueblo de la costa asturiana. Acabábamos de pasar la fiesta de la Epifanía de los Reyes Magos y el minúsculo tanatorio de la zona estaba atestado.

      —Lo siento mucho, mi niña.

      —Te acompaño en el sentimiento.

      —Pobrecita. La única familia directa que tenía en el pueblo y se le va —se oía cuchichear.

      —Tienes otro ángel más que cuida de ti.

      —¿Y su padre? ¿No está aquí? —Se oía a otra vecina comentar—. Podría haber venido para estar junto a su hija.

      Y, así, sucesivamente, las vecinas del pueblo me daban el pésame por la muerte de mi abuela. La mujer que me había criado después de que mi madre me abandonara, cuando apenas tenía unos meses de vida.

      Si tenemos en cuenta que nací, me crie en un pequeño pueblo pesquero de Asturias, y que mi abuela junto a su hermana regentaba el horno del pueblo, era obvio que la noticia corriera como la pólvora. Todos los vecinos hicieron piña en el cementerio, y conocía todos los allí presentes. A todos menos a uno. Un hombre con traje oscuro, de estatura alta, pelo claro y, le calculaba, una edad que rondaba los cincuenta. No habló con nadie. Permaneció en un rincón sin dejar de mirarme. Podría haberme fijado en más gente, pero no, mis ojos se clavaron en él y fue un instinto extraño. Aquella misma tarde, salí de dudas en casa.

      —Maureen, este es el señor Sheridan y ha venido a hablar contigo —me dijo mi tía Matilde, la hermana de mi abuela.

      —Hola, Maureen —se presentó—. Sé que hablas inglés a la perfección y comprenderás lo que voy a decirte.

      —Su abuela no quiso que perdiese sus raíces y le inculcó todo lo que pudo parte de su segunda patria —interrumpió mi tía—. En casa todo lo hablamos en inglés.

      —Gracias. —Le lanzó una mirada furtiva, a modo de que no interrumpiera, pero con educación—. En fin —volvió a dirigirse a mí—, como he dicho, tengo que hablar contigo.

      Y comenzó a narrarme lo que había venido a decir.

      Después del discurso de Sheridan, comprendí que mi destino cambiaría para siempre. Sería un cambio… demasiado radical.

      —Estarás muy bien con tu padre —aseguró mi tía, después de escuchar el discurso del Sr. Sheridan.

      —Pero apenas lo conozco… —le dije extrañada—. ¿Tú lo sabías?

      —Sí. Tu abuela me lo refirió en su lecho de muerte. ¿Ella no te dijo nada?

      —Nunca creí que lo dijera en serio —contesté con la mirada clavada en mis maletas a medio hacer.

      —Tú continúas teniendo tu casa aquí en Asturias, pero tu padre está en Irlanda y allí está toda tu familia paterna. Vamos, Maureen —intentó animarme—, tu padre no es un extraño para ti. Sabes que te quiere y que siempre se preocupó por ti.

      —Sí, claro. Una llamada cada x semanas y un Christmas por Navidad con cuatro fotografías de la familia. ¡Tengo un superpapá! —exclamé con ironía.

      —Sabes que tu padre siempre se preocupó por ti. Míralo por el lado bueno, allí tienes más familia que aquí.

      —Una familia que he visto tres veces en mi vida. Un padre, unos abuelos, una madrastra que conocí el día de su boda, y tres hermanastros. ¡Uf! —Resoplé fastidiada.

      —Ya tienes más que yo. Yo solo tenía a tu abuela, a tu madre y algún primo de los alrededores.

      —De quien guardo más recuerdo es de la madre de mi padre. Ella vino a visitarme al menos más veces y siempre fue muy cariñosa conmigo. Es la única con la que tuve contacto directo —recordé, tocándome el colgante de hadas que mi abuela me regaló la última vez que nos vimos. Hice un largo silencio y miré a mi tía—. ¿Puedo quedarme contigo? —le supliqué.

      —Sabes que no puede ser —se apenó y pasó su mano por mi cabello—. Tu padre te espera, pero a mí me tendrás siempre que me necesites. No dejes de escribirme. —Me acarició la cara.

      La despedida de mi tía-abuela y de mis amistades de Asturias fue el recuerdo más duro que tuve, aparte de la muerte de mi abuela. Me vi obligada a dejar de ser una niña que había vivido siempre entre algodones, para dar paso a la adolescencia más madura.

      Tenía doce años cuando aterricé en el aeropuerto de Cork con el Sr. Sheridan, el abogado de la familia de mi padre. Apenas habían pasado tres días desde que nos encontramos por primera vez. Recuerdo que, al abrirse las puertas de la zona de llegadas, mi padre me esperaba con un ramo de flores en la mano, con su mujer Alison y sus dos hijos: Jake, de cinco años, y Molly, de tres.

      —Bienvenida —susurró algo cortado.

      No sabía cómo reaccionar. Los dos nos quedamos paralizados, mirándonos a los ojos. En aquel momento, parecíamos dos extraños, en lugar de padre e hija.

      —¡Por Dios, Seán! Dale el ramo a tu hija —le regañó su mujer, poniendo los ojos en blanco y dándole un leve empujón.

      —Sí, por supuesto, disculpa. Toma —reaccionó, entregándome las flores.

      —Gracias —fue lo único que se me ocurrió decir, sin apartar la vista de los pétalos blancos. Mi primer reflejo fue oler el ramo.

      —Bienvenida, querida —le costó decir. Aunque en su mirada noté un brillo que jamás olvidaré.

      La situación era bastante incómoda y dos opciones se barajaban en mi mente: una era dar media vuelta y volver a España, y la otra que alguien cortara aquella tensión.

      —No