decir “la torre PricewaterhouseCoopers”. Dice “amenaza de bomba” mientras su fachada de vidrio llena de cielo y de nubes ocupa el televisor. Me levanto y miro por la ventana. Veo las Torres al otro lado de la M-30. Cepsa, PricewaterhouseCoopers, Bankia, Fertiberia, Volkswagen, OHL, Villar Mir.
Pienso en todas las decisiones, en todos los delitos cometidos en esos despachos, en las inhumanas cifras de dinero que, ahí dentro, han sido robadas, expoliadas, desviadas. Pienso en la ingenuidad de haber pensado en la posibilidad de que la policía estuviera ahí para detener, investigar, registrar en busca de pruebas y culpables. Pienso en el sintagma “servicio público”, en el lema “defender a la población”, en la idea de “justicia”. Están ahí, dentro de mí, forman parte de mi nombre. Son errores de interpretación asumidos en la infancia, que siempre han de ser desmentidos, una y otra vez. Ese es su poder. Que todas y cada una de las veces hay que volver a empezar, señalar el error, explicar el desajuste entre lo escrito y la realidad.
Vuelvo a mirar al televisor. Ahí es donde aprendí “justicia”, “democracia”. En la imagen editada y ordenada del telediario me explican que la policía no está ahí para detener a nadie de dentro de la torre. Dicen “terroristas”, dicen “amenaza”. Miro por la ventana: las torres reales, las cuatro torres, el último rayo de sol reflejándose en una fila de ventanas de la primera torre. Es un incendio extraño, que veo todos los atardeceres. El sol haciendo arder la torre solamente para mí, regalándome un telediario sin palabras ni explicaciones. La voz del presentador no habla de muertos. Solo dice “amenaza”, “desalojo”, “mundo de las finanzas”, “efecto en la Bolsa”.
Cuando Gustavo se vino a vivir aquí, las torres estaban recién terminadas: ya no había grúas, ni focos. A veces, cuando había niebla, yo seguía viéndolas como una ruina. Veía, superpuesta sobre la poderosa imagen que entregaban, la ruina que serán en el futuro, envuelta en niebla, con los contornos dentados e irregulares de los pisos altos desmoronados. A veces pensaba en la Torre de Babel, de Brueghel el Viejo. Me imaginaba ahí dentro, recorriendo pasillos, cruzándome con gente que hablaba en idiomas incomprensibles y señalaban hacia arriba, intentando hacerse entender mediante gestos absurdos.
Era la época en que los domingos teníamos resaca, todavía. Nos pasábamos la tarde en el sofá. Veíamos películas de catástrofes. Una enorme roca aparece en el cielo, en dirección a la Tierra. Se hacen cálculos. Hay rostros de preocupación. Hay planos en que se ve la Tierra desde el espacio, desde la perspectiva de la Gran Roca que navega, ciega, inhumana, silenciosa y amenazante, envuelta en fuego. Esa Gran Roca, sin pensamiento ni conciencia, el puro azar del universo que, de repente, aparece como un punto, como una serie de datos, en un observatorio. Teníamos una resaca lánguida y agradable. Hacíamos el amor en el sofá, de forma perezosa, mientras la Roca avanzaba en la tele.
Las ciudades amenazadas por el cometa son prósperas. Hay niños sanos en los parques, y democracia, y centros comerciales; hay familias que tienen los problemas que, en las películas, siempre tienen las familias. Son gente como nosotros, con sus divorcios y sus trabajos y sus hijos adolescentes, ariscos y egoístas. La Gran Roca no conoce nada de eso. La Gran Roca solamente avanza, sin que nada ni nadie la guíe.
Veíamos el telediario mientras comíamos. Nos mostraban imágenes de Estados Unidos. Gente que no podía pagar sus hipotecas, que habían ido subiendo hasta que la cifra superaba el umbral de lo humano: gente en paro, gente sin dinero que perdía sus casas, que se iba quedando descolgada. Bancos en quiebra. Grandes rascacielos, edificios de cristal y de acero y ejecutivos vestidos de ejecutivos.
Gustavo tenía que dejar su piso compartido en Malasaña y se vino al mío. Yo le dije que se viniera. Y él dijo: “Vale”. Fue la época de la dispersión, de los amigos casándose, teniendo hijos. La época en que ya nunca ensayábamos ni tocábamos.
Firmé un Change.org pidiendo que se anulara el Real Decreto de Libertad de Formación y Empleo Juvenil que permitía que se prolongara de forma indefinida el trabajo sin salario, a cambio de formación.
Al principio de la película, unos pequeños fragmentos del cometa caen en las ciudades, derriban rascacielos, los dejan envueltos en llamas, en humo. Nos gustaba ver cómo ardía todo, siempre en los primeros minutos del metraje. Si alguno estaba en la cocina, o en el baño, nos gritábamos: “corre, ven, que va a caer la primera roca”. Veíamos cómo caían sobre San Francisco, sobre Nueva York; nos fascinaban las explosiones.
Comíamos viendo el telediario. Gustavo comía, yo hablaba sin parar. Le explicaba qué era la Burbuja. Le contaba el cuento de la Burbuja. Cómo todo el mundo había ganado dinero inventando una historia en la que las casas eran muy caras, pero no pasaba nada porque los préstamos eran muy baratos y eran para todos. Y tenía que explicarle quiénes fueron Ronald Reagan y Margaret Thatcher y José María Aznar, y lo que significaba la desregulación. Y tenía que contarle que en ese cuento los malos eran los enemigos de la Patria y de la Libertad que intentaban regular esas burbujas, impedir que los bancos hicieran esa magia. Y que los buenos eran los bancos porque daban dinero a todo el mundo, y lo de menos eran las comisiones y las bonificaciones que ganaban cada vez que sonaba la campanita mágica por la que un nuevo millón de dólares se creaba de la nada. Y lo de menos eran los yates y las islas privadas que se compraban con el dinero de esas comisiones y esas bonificaciones, que era el único dinero de verdad. Porque la campanita mágica creaba deuda, solamente deuda, y no dinero. Pero las comisiones y los bonos, los yates y los Ferraris y las islas llenas de palmeras sí eran de verdad. Y yo le tenía que explicar todo esto a Gustavo, que estaba en pijama, que escribía con desgana guiones sobre adolescentes enamorados, que lo sabía todo sobre el arte y sobre la literatura y sobre el cine y sobre la música, pero que no sabía nada del dinero, que pensaba que el dinero era algo natural, como las nubes y la hierba que fumaba.
Era la época en que siempre estaba en la tele Zapatero, y Zapatero decía que los bancos españoles eran fuertes y que todo era sólido, y que España iba bien, y que podíamos estar tranquilos.
Zapatero tenía una sonrisa de niño idiota, la sonrisa del empollón chivato y cobarde. Zapatero tenía la sonrisa nerviosa del niño bueno que no sabe que sus padres se están muriendo; que sabe que se están muriendo pero mantiene una sonrisa congelada porque no sabe cómo ser el hijo de unos padres que realmente se están muriendo, porque él solo sabe ser el niño que llega a casa con buenas notas y espera que le pasen la mano por el pelo.
La buena gente gritaba, salía de las cafeterías y miraba al cielo donde el meteorito se hacía enorme; y corrían por una calle que se llenaba de fuego y de coches que saltaban por los aires convertidos en proyectiles. Nos reíamos viendo las explosiones. Queríamos que cayeran en nuestra calle. Queríamos asomarnos a la ventana y ver cómo caían bolas de fuego sobre las Torres recién construidas.
Veo pequeños resplandores que parecen extenderse por los vidrios de las Torres. El telediario ya está hablando de fútbol, pero yo sigo en la ventana hasta que veo desaparecer el reflejo del último rayo de sol y la ilusión del incendio se desvanece. Miro las Torres con la intensidad de la infancia, con la fuerza con que los niños miran las cosas esperando que pase lo que ellos desean. Me concentro en la imagen de las Torres ardiendo, hundiéndose, estallando. Las veo convertirse en barro, en cieno.
“La aurora de Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas / que chapotean las aguas podridas”. Les leo ese poema a mis alumnos, cuando explico el crack del 29. Les hablo de los versos de Lorca, escucho mi voz hablándoles de la dureza del capitalismo, de la inhumanidad vertical de los rascacielos y de Wall Street, que impresionaron al poeta. “A veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran abandonados niños”. Desde mi ventana, miro esas cuatro columnas con su disfraz de vidrio. Nos reflejan a nosotros: el cielo, estos apartamentos, nuestras miradas; todo está ahí, recogido, reproducido, invertido.
Una alumna me preguntó una vez: “Pero, si son columnas, entonces, ¿qué sostienen? Las columnas sostienen cosas.”
Me asombraba de mí misma, las primeras veces que di clase. Me veía dando clase, delante de los adolescentes, como si fuera una película. Me costaba reconocerme en este lado del pupitre. Me veía en las caras de algunas de las chicas de la última