Diego Sánchez Aguilar

Factbook. El libro de los hechos


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porque dormía o me despertaba y fumaba otro porro y seguía caminando y, en el punto bueno, el de la gran ola, tampoco sabía si estaba soñando o estaba despierto, porque todo era un continuo infinito y ya no había ni lunes, ni martes, ni fines de semana, ni nada que detuviera el avance imparable y perfecto de esa corriente que me llevaba como en un trávelin incesante que pasaba sobre las cabezas de toda esa gente que vivía atrapada en su propio sueño, en la gran mentira del tiempo dividido, fragmentado, organizado. Les diría cosas como esas, seguramente, les hablaría también de que, entonces, yo pasaba como un fantasma en una tabla, como un Silver Surfer terrestre y espacial al mismo tiempo, y nadie podía verme. Y recuerdo, creo recordar, porque no es fácil, porque puede ser una mentira que contara, puede ser un sueño, que alguna vez estuve tan seguro de ser un fantasma, de haber accedido a un punto de espiritualidad o temporalidad tan radical, que intenté atravesar una pared, o toqué el brazo de alguien, convencido de que estábamos en planos temporales diferentes y que, por lo tanto, mi mano atravesaría incorpóreamente su brazo; y ese era el objetivo del surfing, alcanzar ese punto, coger esa ola que aparecía sólo tras muchas horas seguidas de intoxicación continuada y desconexión de la realidad; y esa ola te llevaba a un territorio sin límites, de una libertad que asustaba porque llegaba un momento en que querías bajarte y ya no podías, y te seguía llevando, pero no hacia la costa, sino mar adentro, y por supuesto que había palpitaciones y sudores fríos y mareos y ataques de pánico y ansiedad, hasta que en unos de esos momentos en que pasaba por casa para dormir un poco, no dormía un poco, sino mucho, y me despertaba doce o quince horas después, ya sobrio, y así terminaba todo, con una gran resaca, con una sensación de decepción, como quien vuelve a casa después de un largo viaje y se va dando cuenta, en cada paso, en cada mirada, de que todo está tal y como lo dejó, y nada ha cambiado.

      Por supuesto, nunca mencioné el surfing a aquellos compañeros de piso, de cuyos nombres no puedo acordarme. Pero sí que les hablé de eso a los compañeros más enrollados de Comunicación Audiovisual y, cuando digo enrollados, quiero decir, por supuesto, que fumaban porros, que pasaban de todo (sí, decíamos enrollados, decíamos pasar de todo), a los que encontraba siempre fuera de clase, en la cafetería de la Facultad, en los bares cerca de la Facultad, y a ellos les podía contar la mecánica del surfing y a ellos les podía hablar de Arrebato y nos íbamos a su casa a fumarnos unos porros y a ver Arrebato, y creo que esa era de las pocas películas españolas que veíamos, porque preferíamos a Jim Jarmush que a Vicente Aranda, por decir algo, y algunos de ellos se convirtieron en unos expertos del surfing y lo mejoraron mezclando setas con el hachís, buscando olas más altas y más largas, y fue con dos de ellos con los que compartí piso al año siguiente, dejando atrás al farmacéutico de Soria y al economista que no recuerdo de dónde era, y esa era mi forma de alejarme de la realidad todo lo que podía, igual que intentaba ir a Ávila lo menos posible, porque en Madrid podía vivir en esa burbuja de porros y de cine europeo y cine independiente americano y de música y de literatura y, si ahora alguien me pregunta qué pensaba yo en aquella época de algo que hubiera pasado o que estuviera pasando, si me preguntan quién era el Presidente del Gobierno, o algo así, yo tendría que decir que no lo sé, que no lo recuerdo, porque si alguien me dice que yo no estaba viviendo en España en aquellos años, podría creerle perfectamente, aunque Madrid era España a todas horas, yo vivía en otro sitio donde solo había música y cine y arte y fiestas, fiestas continuamente, en casas, en bares, en todas partes, fiestas donde todos nos conocíamos, donde todos tenían un grupo de rock, donde todos eran pintores y escultores y todos hacían cortometrajes, donde todos nosotros hacíamos muchas cosas que la mayoría no hacíamos en absoluto, porque solo eran proyectos que nos contábamos sin acabar las frases, nadie nunca acababa una frase, porque siempre se decía un nombre que lo resumía todo, y uno decía Devo, y asentíamos, y otro decía Genet, y asentíamos, y nos hacíamos un porro o nos metíamos una raya para celebrar nuestros futuros proyectos que, como las frases, tampoco era necesario terminar, porque bastaba con pensarlos y con hablar de ellos en frases también inacabadas, y había muchos genios en esas fiestas que tenían lugar en un país que era y no era España, que era España por encima de nuestras cabezas drogadas e inconscientes, que era España como una maqueta dentro de la que vivíamos sin saberlo. Y ya no era yo el único genio en esas fiestas porque todos éramos genios, y todavía no existía Internet, o no existía de verdad, quiero decir, que no existían todavía las redes sociales, es decir, que no existía Facebook, pero era como si todos habitáramos ya ese país sin territorio de Facebook, porque nuestras conversaciones eran como megustas, nuestras conversaciones no eran sino compartir cosas que habíamos visto, leído, escuchado, y nada existía de verdad, tampoco nosotros existíamos, o no existía yo, que al final siempre acababa encerrado en mi habitación para mi ritual del porro solitario y mis recortes y mis miniaturas en las que iba creando un mundo que tampoco existía pero que, al menos, me dejaba los dedos secos y cristalinos de pegamento, como si ese residuo sobre mi piel intentara decirme algo sobre la vida que llevaba, sobre lo que es real y lo que no, ese pegamento que nunca se veía en los vídeos que luego ponía a mis amigos, que los celebraban con su gangosa voz de fumados; aquellos vídeos hipnóticos de imágenes de las maquetas, de lentos y absurdos movimientos de stop motion que retrataban nada, es decir, que contaban mi historia de entonces, es decir, que eran un perfecto retrato de ese país que habitábamos, que yo habitaba, y que no era desde luego España, porque no tendría ningún sentido vivir en España, solo podía estar viviendo en un lugar internacional, vacío, y creo que por eso tuvo que nacer Internet y por eso tuvo que nacer Facebook, porque había demasiada gente como yo, que ya no vivía en ningún sitio, y Facebook fue nuestra tierra prometida, el lugar que todos estábamos esperando sin saberlo.

      Y también este lugar, este hotel abandonado y clandestinamente ocupado por una empresa llamada ICE (Investigation on Cryogenesis and Eternity) podría muy bien llenar sus habitaciones con toda aquella gente, quiero decir que, en cierto modo, este lugar puede ser una consecuencia lógica de todo aquello, y que me gustaría pasar por los pasillos, despertar al resto de compañeros, preguntarles, ahora mismo, qué han escrito, qué están escribiendo, por qué están aquí. Me gustaría sacarlos de sus camas y proponerles un cambio de habitación: cada uno de nosotros en una de las habitaciones con balcón sin balaustrada. Cada uno de nosotros en su propio trampolín, contándonos nuestras vidas absurdas a gritos, de balcón a balcón, hasta que todo se derrumbe.

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