Elizabeth Lane

Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje


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      –Lo entiendo, pero durante los siguientes nueve días tu única responsabilidad es relajarte y pasarlo bien. Dejémosle la organización a Harris; para eso le pago.

      –¿Y tú qué sacas de esto?

      Por el respingo que dio Cal, parecía que no se había esperado esa pregunta. Al ver que no respondía, Megan se dispuso a entrar en el bungalow, pero antes de que pudiera cruzar el umbral, Cal le puso una mano en el brazo y le dijo:

      –Todavía es temprano. Sentémonos un rato aquí en el porche. Te traeré una manta por si te da frío.

      –Gracias.

      Megan se sentó en el banco del porche a esperarlo y, momentos después, Cal regresó con una manta ligera de lana, lo bastante grande como para taparlos a los dos cuando se sentó a su lado.

      Megan se sintió abrumada por su proximidad; siempre había encontrado a Cal intimidante como un león. Había algo en él que mermaba la confianza que tenía en sí misma.

      –Antes me has hecho una pregunta –dijo Cal.

      El corazón a Megan le dio un vuelco.

      –Es verdad. No me debes nada, Cal, y no hay motivo para que tengas ninguna deferencia conmigo. De hecho, tengo la sensación de que aún me culpas de la muerte de Nick, así que… ¿por qué invertir tu tiempo y tu dinero en este safari? Por eso te lo pregunto; ¿qué esperas sacar tú de esto?

      Cal se movió en el asiento.

      –Quizá poner paz en mi conciencia; o al menos obtener algunas respuestas. No he conseguido superar la muerte de Nick. Durante años fue mi mejor amigo, y creía que lo conocía, pero parece que estaba equivocado. Quiero pasar página, pero para eso necesito comprender a Nick, entender qué lo llevó a suicidarse. Necesito verlo a través de tus ojos.

      Megan tragó saliva. Tal y como había imaginado, no le había preguntado directamente por el dinero, pero hablar de aquello hacía que le aflorasen emociones dolorosas. Y sabía que era ella quien había sacado el tema, pero, aunque habían pasado dos años, aún no se sentía preparada para hablar de su matrimonio.

      –No creo que pueda ayudarte –le dijo–; cuando se descubrió el desvío de fondos y Nick se quitó la vida para mí fue un golpe, igual que para ti.

      –¿Y has podido pasar página?

      Megan se quedó pensando cómo responder a aquella pregunta. Su modo de afrontar la muerte de Nick había sido huir, pero el pasado seguía ahí, como una cicatriz imborrable, y ahora Cal quería reabrir la herida y hurgar en ella.

      –Quizá podamos ayudarnos el uno al otro –insistió él–. Creo que hablar nos haría bien a los dos.

      –¿Hablar sobre Nick? –Megan sacudió la cabeza–. Si eso es lo que quieres de mí, has venido hasta aquí para nada; todavía me resulta demasiado doloroso hablar de él.

      Cal alzó la vista hacia el cielo estrellado, y Megan estudió en silencio su perfil: la nariz aristocrática, la barbilla cuadrada, que le daba un aire de obstinación.

      –Bueno, pues si no quieres hablar de él, ¿por qué no me hablas de ti? –insistió Cal–. No sé mucho de ti, excepto que eres enfermera. ¿Dónde te criaste?

      Incluso hablar de su infancia era algo duro para ella, pero sabía que Cal no se iba a dar por vencido.

      –Crecí en Arkansas, en un pueblo del que ni siquiera habrás oído hablar.

      Cal la miró y enarcó una ceja.

      –Nunca lo hubiera imaginado. No tienes acento sureño.

      –Nací en Chicago y viví allí hasta los seis años. Mis padres murieron en un accidente de coche en Nochevieja. El conductor que los embistió iba borracho y no tenía seguro.

      –Lo siento; debió ser muy duro para ti.

      –Mi abuela se hizo cargo de mí, y se ocupó de criarme educándome «en la rectitud moral», como le gustaba decir. Era una buena mujer, y su intención era buena, pero estaba anclada en el siglo pasado y era muy estricta. Me pegaba con una vara cuando hacía algo mal, porque decía que así alejaba de mí al diablo, me hacía aprender de memoria largos pasajes de la Biblia, y todos los domingos me hacía ir a misa con ella a escuchar al pastor predicar furioso sobre el fuego del Infierno y la condena de las almas pecadoras.

      –Cielos –murmuró Cal.

      –Éramos tan pobres que llevábamos ropa de la caridad que nos daban en la iglesia, pero mi abuela tenía su casa en propiedad, junto con el terreno sobre el que se alzaba, y cuando murió, a mis diecisiete años, de un infarto, los recibí en herencia. Los vendí para pagarme los estudios en la universidad y nunca miré atrás.

      –Y así fue como te hiciste enfermera, a imagen y semejanza de la abnegada Florence Nightingale.

      Cal había dicho aquello en un tono sarcástico, pero teniendo en cuenta la vida de derroche que habían llevado Nick y ella, no podía culparlo por la imagen que tenía de ella.

      –Bueno, al principio tenía mis sueños idealistas respecto a qué iba a hacer con mi título de enfermería –le dijo–, pero para cuando acabé los estudios no me quedaba un centavo, y el trabajo mejor pagado que pude encontrar fue en la consulta privada de un cirujano plástico de San Francisco.

      –Ya. Y apuesto a que el buen doctor no contrataba a enfermeras feas.

      –¿Cómo puedes decir algo tan horrible? –lo increpó Megan, reprimiendo un impulso de pegarle una bofetada.

      Ya había dejado caer la máscara –no tenía ningún interés en conocerla mejor–, y volvía a tratarla de esa forma despectiva, como había hecho antes de la muerte de Nick.

      –Hacía bien mi trabajo –le espetó–. Pero sí, teníamos que proyectar una determinada imagen: ir bien peinadas, maquilladas, llevar uniformes entallados… ¿Y sabes qué? Me daba igual. Después de haberme vestido durante años con ropa de segunda mano, resultaba agradable poder comprarme mi propia ropa y tener dinero para ir a una peluquería o hacerme la manicura. Aprendí muchas cosas de las mujeres que iban allí a operarse o a hacerse retoques: dónde comprar ropa buena, cómo vestirme con elegancia. Algunas incluso me invitaban a sus fiestas benéficas, y así fue como conocí a Nick. Y ya conoces el resto de la historia.

      –Sí. Cenicienta fue al baile, conoció al apuesto príncipe, y vivieron felices por siempre jamás… o lo que fuera que pasó en realidad.

      La ira prendió en Megan como una llama en un reguero de gasolina. Había intentado ser paciente y sincera con él para que Cal le pagase con sarcasmo y desprecio. Se volvió hacia él iracunda.

      –Ahora me toca a mí hacer las preguntas, Cal Jeffords –le dijo–. ¡Yo no robé ese dinero!, ¡ni maté a Nick! ¡No he hecho nada inmoral o ilegal! ¿Con qué derecho te crees a juzgarme? ¿Qué he hecho para que me odies de esa manera?

      –¿Odiarte? ¡Maldita sea, Megan, lo único que quiero es comprender qué pasó y comprenderte a ti? ¿Por qué tienes que hacerlo todo tan difícil?

      –Eres tú el que hace que todo sea difícil –le espetó ella–. No has venido aquí a pasarlo bien; has venido porque quieres algo de mí. ¿Por qué no eres sincero conmigo por una vez para variar? ¿A qué estás jugando?

      Cal maldijo entre dientes, la agarró por los hombros, atrayéndola hacia sí, y sus ojos se clavaron un instante en los de ella antes de que tomara sus labios con un beso violento, demoledor.

      El ardor del beso de Cal sacudió a Megan, y la invadió una sensación tan intensa, tan abrumadora, que no habría sabido decir si era placentera o no. El pulso se le disparó al tiempo que el pánico se apoderó de ella, y llevada por aquel miedo sin sentido, empezó a golpear a Cal con los puños, angustiada.

      Los