Once
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Capítulo Uno
San Francisco, California, 11 de febrero
Cuando pasó de página y leyó el titular, Cal Jeffords sintió como si le hubiesen pegado una bofetada: «Dos años después, la viuda y el dinero siguen sin aparecer».
Cal soltó un improperio y estrujó la hoja del periódico. Lo último que necesitaba era que le recordasen que hacía ya dos años del suicidio de su socio y mejor amigo, Nick.
Más que el titular, lo que le había enfurecido había sido la foto de archivo que acompañaba el artículo, en la que se veía a Nick con su esposa, Megan. Eso era lo que había hecho que le hirviese la sangre: el recuerdo de aquella mujer, tan hermosa como una estrella de cine, con su ropa de firma, y la espantosa falta de humanidad que la había hecho capaz de robar a una fundación benéfica y luego dejar a su marido para que cargase con la culpa.
Con un gruñido de frustración, arrojó el periódico a la papelera. No tenía la menor duda de que todo aquello había sido cosa de Megan, pero dos años después el cómo y el porqué seguían atormentándolo. ¿Habría coaccionado a Nick para que la obedeciera?
¿Podría ser que el tren de vida que llevaban debido a los caros gustos de Megan hubiese llevado a su amigo a desviar todo ese dinero de la fundación benéfica de J-COR? ¿O lo habría hecho la propia Megan y habría obligado a su marido a cargar con la culpa? Ocasiones no le habían faltado para desviar el dinero, e incluso había hallado indicios de que lo había hecho.
Sin embargo, el día después de que el escándalo se hiciese público, encontró a Nick desplomado sobre la mesa de su despacho, con la pistola con la que se había quitado la vida aún en la mano.
Tras el funeral, Megan se había esfumado, y el dinero robado, que estaba destinado a aliviar el sufrimiento de los refugiados del Tercer Mundo, jamás se había recuperado.
No hacía falta ser un genio para atar los cabos. Incapaz de permanecer sentado por más tiempo, Cal se levantó y fue hasta el ventanal. Desde su despacho, que estaba en el piso veintiocho del edificio de J-COR, había una vista magnífica de la bahía y del Golden Gate. Más allá, se extendía el Pacífico hasta perderse en el horizonte.
Megan estaba por ahí, en alguna parte. La imaginaba en algún paraíso lejano, viviendo como la mujer de un sultán con los millones que le había robado a su fundación.
Sin embargo, aunque había supuesto un golpe para los recursos con los que contaba la fundación para sus proyectos humanitarios, no era la pérdida de ese dinero lo que le molestaba. Lo que le enfurecía era que alguien hubiese tenido la indecencia de llevarse un dinero que estaba destinado a hacer llegar comida, agua potable y medicamentos a lugares donde reinaba la miseria más absoluta.
Y el que Megan no se hubiera retractado de sus actos la hacía aún más despreciable. Podría haber devuelto el dinero, y él no le habría hecho ninguna pregunta. Y si de verdad fuera inocente, como le había asegurado, podría haberse quedado y ayudarle a encontrar el dinero.
Pero en vez de eso se había dado a la fuga, lo cual no había hecho más que reafirmar a Cal en la certeza de que era culpable. No habría huido si no hubiera tenido algo que ocultar. Y era endiabladamente hábil ocultando sus huellas. Ninguno de los detectives privados a los que había contratado había logrado dar con ella.
Sin embargo, él no era un hombre que se rindiese fácilmente. Algún día la encontraría; y cuando lo hiciese, de una manera u otra, Megan Rafferty pagaría por lo que había hecho.
–Señor Jeffords…
Cal se volvió al oír su nombre. Su secretaria se había asomado a la puerta abierta del despacho.
–Está aquí Harlan Crandall, y dice que necesita hablar con usted. ¿Tiene tiempo, o prefiere que le dé cita para otro día?
–No, dígale que pase.
Crandall era el último en la larga lista de detectives privados que había contratado para averiguar el paradero de Megan. Hasta la fecha no había dado muestras de que fuera a obtener mejor resultados que sus predecesores, pero si se había presentado allí sin pedir cita tal vez tuviese alguna información que darle.
El detective, bajo y calvo, entró con un portafolios ajado de cuero bajo el brazo.
–Siéntese, señor Crandall –le dijo Cal, haciendo él otro tanto–. ¿Tiene noticias para mí?
–Eso depende –Crandall soltó el portafolios sobre la mesa, lo abrió y extrajo una carpetilla–. Me contrató para que buscara a la señora Rafferty. ¿Sabe usted su nombre de soltera?
–Por supuesto, y usted también debería haberlo averiguado; es Cardston, Megan Cardston.
Crandall asintió y se subió las gafas.
–En ese caso puede que sí tenga algo para usted: mis fuentes han dado con ella, y está trabajando como enfermera voluntaria para su fundación.
Cal frunció el ceño.
–Eso es imposible; tiene que haber algún error.
–Bueno, eso puede decidirlo usted mismo echándole un vistazo a estos documentos –dijo el detective, tendiéndole la carpeta.
Cal la abrió y se encontró con varias fotocopias de solicitudes de viaje y listados de personal. Sin embargo, lo que llamó su atención fue una fotografía borrosa en blanco y negro.
Cal se quedó mirándola. La Megan que recordaba llevaba el largo cabello platino en un elegante recogido, lucía pendientes de diamantes y un maquillaje perfecto. Incluso en el funeral de su marido parecía una estrella de Hollywood, excepto por los ojos enrojecidos.
La mujer de la foto parecía más delgada y algo mayor. Llevaba gafas de sol y una camisa de color caqui. Tenía el cabello corto y castaño claro, y no iba maquillada. Tras ella, de fondo, no había nada excepto el cielo.
Cal escrutó la firme línea de la mandíbula, la nariz aristocrática, los sensuales labios… El rostro de Megan estaba grabado a fuego en su mente, y aun con los ojos cerrados habría sabido que era la mujer de la fotografía.
Sabía que había trabajado como enfermera quirúrgica antes de casarse con Nick, pero le costaba creer que la mujer de la fotografía fuese de verdad la mujer que llevaba buscando dos largos años. Solo había un modo de asegurarse.
–¿Dónde se tomó esta fotografía? –inquirió–. ¿Dónde está ahora esta mujer?
Crandall retiró el portafolios de la mesa y lo volvió a cerrar.
–En África.
Arusha, Tanzania, 26 de febrero
Megan agarró el cuerpo resbaladizo del recién nacido y le dio una palmada en las nalgas. Nada. Le dio otra palmada, más