Susan Mallery

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una cantidad de dinero importante para pagar a May?

      –A lo mejor –respondió May lentamente, sin confiar demasiado en sus propias cuentas–. Por lo menos el suficiente como para demostrarle a la jueza que voy en serio. No sé cómo van a ir las ventas, pero con que funcionen la mitad de bien de lo que espero, creo que sí.

      –Ese descubrimiento nos ayudará a ganar tiempo –Charlie asintió–. Con el rancho lleno de expertos investigando, la jueza no querrá dictar sentencia –sonrió–. Sí, ¡esto podría funcionar!

      Heidi contuvo la respiración.

      –Suena bien, pero no sé si soy capaz de hacerlo. Es mentir. O algo peor. Es un fraude. ¿Qué ocurrirá si la jueza lo averigua? Primero, Glen le roba doscientos cincuenta mil dólares a May y ahora yo me dedico a falsificar pinturas. Va a pensar que somos una familia de delincuentes.

      –Lo único que necesitas es tiempo para conseguir el dinero que tienes que devolverle a May –le recordó Annabelle–. No le vas a quitar nada a nadie. Solo pretendes conservar lo que es tuyo. Además, de esa forma vendrán turistas a la ciudad. Será bueno para todos.

      Heidi no estaba segura. No terminaba de gustarle la idea, pero no se le ocurría ninguna alternativa. Por lo que ella intuía, a la jueza le gustaría tanto el proyecto de Rafe que la dejaría sin sus tierras. Al fin y al cabo, desde el punto de vista local, una urbanización sería más beneficiosa que sus cabras.

      –No quiero perder mi casa –susurró. El cuerpo entero le dolía–. No puedo. Este rancho es lo que he querido durante toda mi vida.

      –No lo vas a perder –respondió Charlie–. Nosotras te ayudaremos.

      –Yo puedo ponerme a investigar –se ofreció Annabelle– Puedo conseguir ejemplos de otras pinturas Máa-zib. Así estaremos preparadas en el caso de que quieras seguir adelante con esto.

      Heidi suspiró.

      –Muchas gracias. A las dos. Tengo que pensar en ello. No estoy muy segura. Quiero salvar mi casa, no me queda otra opción. Pero no estoy segura de que esta sea la mejor forma de hacerlo.

      –No quiero ser mala ni nada parecido, pero no te quedan otras muchas opciones –señaló Charlie.

      –Lo sé. Dadme un par de días para pensar en ello.

      Buscaría otra alternativa. Y si no podía encontrarla, utilizaría aquel plan.

      –Tú piensa –respondió Annabelle–. Yo me pondré a ello y a lo mejor empiezo incluso a preparar algunos bocetos para las pinturas. Las mujeres de esa tribu eran muy sofisticadas para su tiempo, así que estamos hablando de algo más que de unas pinturas esquemáticas. ¿Qué tal van tus capacidades artísticas?

      –Digamos que tengo las básicas. Antes solía dibujar, pero la verdad es que hace años que no lo hago.

      Heidi tenía la sensación de que había estado viviendo de esperanzas durante demasiado tiempo. Esperar, desear y soñar. Cuando se había enterado de lo que había hecho Glen, la había aterrado la posibilidad de perderlo todo. Poco a poco, después de conocer a May y a Rafe, había ido bajando la guardia. Ese había sido su error. Rafe era un hombre despiadado. Conseguía todo lo que quería sin dejar que nada se interpusiera en su camino. Ella tendría que ser tan fuerte y decidida como él. Tenía demasiadas cosas que perder.

      Heidi regresó al rancho justo después de la comida. Esperaba poder escaparse a su habitación durante un par de horas para estar a solas. Necesitaba pensar en el plan que le habían propuesto sus amigas. Ella siempre había sido una persona honesta y no le parecía bien engañar a toda una ciudad. Pero tenía el presentimiento de que si confiaba en que fuera el sistema el que se hiciera cargo de la situación, sus cabras y ella terminarían en la calle. Al fin y al cabo, May era la parte perjudicada en todo aquello.

      Cuando llegó al rancho, vio un enorme camión aparcado fuera de la casa. Pero tanto los letreros como los dibujos dejaban claro que May no había comprado más llamas. ¿Habría muerto definitivamente la cocina? ¿Estaría May reparándola?

      Heidi entró en el vestíbulo y encontró a May vigilando a dos hombres que cargaban una cocina de acero inoxidable completamente nueva. Tenía seis quemadores relucientes y un horno suficientemente grande como para asar un pavo de diez quilos.

      En cuanto vio a Heidi, May juntó las manos con un gesto de emoción.

      –¡Ya estás aquí! Esperaba que se hubieran ido antes de que llegaras. Pero supongo que todavía sigue siendo una sorpresa, ¿verdad?

      May la miró con expresión culpable y complacida al mismo tiempo.

      –No soportaba tener que volver a cocinar en ese horno y Glen me dijo que el pastel de carne es su comida favorita. Espero que no te importe que haya seguido adelante con mi idea. Supongo que debería haber preguntado.

      Heidi estudió atentamente a la madre de Rafe. Vio esperanza y preocupación en sus ojos oscuros, advirtió un ligero temblor en la comisura de sus labios. No, era imposible que May estuviera al tanto de lo que Rafe se proponía. Se negaba a creer lo contrario. Era una persona abierta y generosa. Unas cualidades que su hijo no había heredado de ella.

      –La cocina es preciosa. Estoy emocionada –le aseguró Heidi.

      –¿De verdad? –May corrió hacia ella y la abrazó–. Pues es un alivio. Tenía miedo de que pudieras enfadarte. Pero cuando veo un electrodoméstico, soy incapaz de controlarme.

      Condujo a Heidi a la cocina. Los hombres terminaron de instalarla, May firmó el recibo y los hombres se marcharon.

      Acarició entonces los mandos de la cocina con un gesto casi reverencial.

      –Piensa en todo lo que podremos cocinar. Lo primero que haré será una tarta de fresas. ¿Has visto las fresas que venden en la granja que hay de camino al pueblo? Son enormes y están deliciosas. Primero tendré que preparar la base para que pueda enfriarse. Miró el reloj de la pared.

      –Tengo el tiempo justo.

      En ese momento se abrió la puerta de atrás y entró Rafe.

      –Mamá, tendrás que dejar de darnos este tipo de sorpresas –avanzó hacia el interior–. Cocina nueva, ¿eh?

      –¿No te parece maravillosa?

      Heidi se concentró en controlar su respiración. Si se concentraba en inhalar y en expirar, a lo mejor dejaba de ser tan consciente de que Rafe estaba a su lado. O de su tamaño. O de, cómo, a pesar de todo, se descubría a sí misma deseando acariciarle.

      Las imágenes de la noche anterior invadieron su cerebro. Los recuerdos sensoriales cosquilleaban en sus dedos, recordándole el tacto de su piel. Podía respirar su esencia, sentir la sensualidad de aquellos besos que habían derrumbado sus defensas.

      Sin pretenderlo, le dirigió una mirada fugaz. Rafe le guiñó el ojo y le dirigió una sonrisa de complicidad. Una sonrisa que insinuaba intimidad y conexión. Heidi era incapaz de decidir si tenía ganas de llorar o de gritar. El dolor batallaba con el enfado. Pero antes de que cualquiera de aquellos sentimientos hubiera ganado la partida, llegó otra camioneta enorme a la casa.

      –¿Qué otra cosa has pedido? –preguntó Rafe, mientras salía de la cocina.

      –Nada –May le siguió–. Solo la cocina. Esta semana no tiene que venir ningún animal.

      ¿Significaría eso que la semana siguiente sí lo haría? Heidi no se molestó en preguntar. Sinceramente, no quería saberlo.

      Salió tras ellos y vio a un hombre rodeando la camioneta de la que acababa de bajar para acercarse al remolque de caballos que arrastraba. Era un remolque de lujo, con aire acondicionado, calefacción y mucha ventilación.

      El hombre le resultaba familiar. Era alto, de pelo oscuro y con una complexión muy parecida a la de Rafe. En el tiempo que tardó May en gritar y correr hacia él, Heidi le reconoció por las fotos que había en el cuarto de estar. Shane Stryker había