Andrea Laurence

Tres años después - Por un escándalo


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quedado allí mismo con Jared y Sabine, pero no los vio por ninguna parte.

      Miró la hora en el móvil y comprobó que había llegado un poco pronto. Para hacer tiempo, se puso a revisar su correo electrónico, para ver si Roger, el dueño de Exclusivity Jetliners, le había escrito. Al parecer, su hijo, Paul, se oponía a sus planes de vender la compañía y tenía la intención de convertirse en su nuevo director. Y Roger estaba pensándoselo.

      El sonido de la risa de un niño sacó a Gavin de sus pensamientos. Al levantar la cabeza hacia allí, vio a Jared jugando con su madre bajo la sombra de un gran árbol.

      Guardándose el móvil en el bolsillo, se dirigió hacia allí. Sabine estaba agachada junto a su hijo, vestida con pantalones beis y una blusa corta. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y una gran mochila roja.

      Jared estaba jugando con uno de sus camiones en el barro. Al parecer, el pequeño había sido capaz de encontrar el único charco que había en el parque en un día tan caluroso. Estaba agachado descalzo, metiendo su juguete en el barro, y reía feliz cada vez que se salpicaba la camiseta. Estaba sucio y contento como un cerdito.

      El primer impulso de Gavin fue agarrar a su hijo y sacarlo del barro de inmediato. Debía de haber un baño en algún sitio para lavarlo. Pero, cuando vio la sonrisa de Sabine, cambió de idea. A ella no le preocupaba ni lo más mínimo que se manchara.

      Su madre se hubiera puesto histérica si lo hubiera visto jugando con la tierra, pensó Gavin. Su niñera lo habría bañado de pies a cabeza al momento. Después, le habrían dado un sermón sobre su actitud y habrían despedido a la niñera por no haberlo impedido a tiempo.

      Jared lanzó otro camión al charco y el agua los salpicó a Sabine y a él. Lo único que ella hizo fue echarse a reír y limpiarse con la mano el barro del brazo.

      Era increíble, se dijo Gavin, sintiendo deseos de ensuciarse también.

      –Ah, hola –saludó Sabine al verlo allí parado. Se miró el reloj–. Siento haberte hecho esperar. Hemos llegado pronto y Jared no quería perderse la oportunidad de jugar en un charco como este –se excusó, levantándose.

      –No pasa nada –aseguró él, mientras Sabine sacaba unas toallitas húmedas y una camiseta limpia.

      –De acuerdo, compañero. Es hora de ir al zoo con Gavin.

      –¡Sí! –exclamó el niño con entusiasmo.

      –Dame tus camiones –pidió la madre, y los guardó en una bolsa de plástico. Luego, lo limpió con las toallitas, le cambió de camiseta y le ayudó a ponerse los zapatos, que habían dejado a un lado del charco–. ¡Perfecto! –dijo, y le chocó la mano.

      Gavin la contempló admirado. No solo permitía a su hijo mancharse, sino que estaba completamente preparada para ello.

      –Estamos listos –indicó ella, tomando al pequeño en sus brazos.

      Gavin sonrió al ver una pizca de barro en la mejilla de Sabine.

      –Aún no –dijo él y, sin pensar, le limpió la cara con el pulgar. En cuanto la tocó, sintió que algo cambiaba entre ellos.

      Sabine abrió mucho los ojos y dejó escapar un pequeño gemido de sorpresa. También el cuerpo de él reaccionó. La deseaba, no podía negarlo. El tiempo que habían pasado separados no había cambiado aquella poderosa atracción. De hecho, parecía haberla amplificado más, si es que eso era posible.

      La noche anterior, en casa de Sabine, había tenido que besarla. No había sido capaz de irse sin probarla una vez más. Y, cuando lo había hecho, había sido como abrir las puertas de una esclusa. Por eso, había tenido que irse. Si se hubiera quedado un minuto más, no habría podido contenerse.

      Su relación era complicada. No era tan tonto como para volverse a apegar a ella. Incluso era demasiado pronto para retomar las relaciones íntimas. Por el momento, lo que necesitaba era mantener las distancias, tanto en el aspecto sentimental como físico.

      Entonces, ¿por qué estaba parado como un bobo en medio de Central Park, sujetándole el rostro entre las manos? Debía de ser masoquista, se reprendió a sí mismo.

      –Esto… tenías un poco de barro –murmuró, y dejó caer la mano, antes de acabar haciendo alguna tontería en público. Para distraer su atención, miró a Jared–. ¿Estás preparado para ver los monos?

      –¡Sí! –respondió el niño, aplaudiendo.

      Compraron las entradas y se sumergieron en el zoo. Visitaron a los leones marinos, los pingüinos y los pumas. A cada momento, Gavin disfrutaba de ver a su hijo tan contento.

      –¿Venís mucho por aquí? –preguntó él, apoyado en la barandilla que había ante la zona de los monos–. Parece que a Jared le encanta.

      –Es la primera vez. Estaba esperando a que fuera un poco mayor. Esta me pareció una oportunidad perfecta.

      Gavin estaba sorprendido. Había creído que se había perdido la primera vez de su hijo en muchas cosas pero, al parecer, no había sido así.

      –También es mi primera vez –reconoció él.

      –¿Llevas toda la vida viviendo en Nueva York y nunca has venido al zoo? –preguntó ella, arqueando las cejas con incredulidad.

      –En realidad, no he vivido aquí toda la vida. Mi familia vivía aquí, pero yo me pasaba casi todo el tiempo en el extranjero.

      –¿Ni siquiera las niñeras te traían al zoo?

      –No. A veces, me traían al parque a jugar o a pasear, pero nunca al zoo. No estoy seguro de por qué. Mi internado hizo una excursión a Washington D. C. en una ocasión. Visitamos el Museo Smithsonian y el Zoo Nacional. Yo debía de tener catorce años. Sin embargo, nunca había venido a este.

      –¿Y nunca has ido a una granja escuela?

      Gavin rio al pensarlo.

      –Claro que no. Mi madre no habría soportado la idea de que tocara a los cerdos o a las vacas. Nunca he tenido mascotas de niño.

      Sabine arrugó la nariz.

      –Bueno, pues hoy será tu primer día. Luego, iremos a la zona de niños y Jared y tú podréis tocar a las cabras.

      ¿Cabras? Gavin no estaba seguro de querer hacer eso.

      –Quizá podemos empezar por algo más pequeño –propuso Sabine, adivinando su reticencia–. Puedes acariciar un conejo. Hay sitios donde lavarse las manos después. Te prometo que no te pasará nada.

      Gavin rio. Lo estaba tratando como si fuera un niño pequeño que necesitara ánimos para hacer algo nuevo. No estaba acostumbrado a que lo trataran así.

      Cuando iban de camino a ver los conejos, le sonó el móvil. Era Roger. Tenía que responder.

      –Perdona un momento –se disculpó él.

      Ella frunció el ceño, pero asintió.

      –Llevaré a Jared al baño mientras tanto.

      Tras responder, Gavin se pasó diez minutos calmando las preocupaciones de Roger. No quería perder esa oportunidad. Adquirir su empresa de jets privados era una manera de cumplir su sueño de la infancia. Ansiaba poder pilotar uno de ellos a algún destino lejano. Estaba decidido y no iba a dejar que el hijo de Roger se interpusiera.

      Todavía estaba hablando por teléfono cuando Sabine regresó, con cara de pocos amigos.

      –Casi he terminado –le susurró él, tapando el aparato con la mano–. Puedo hablar mientras caminamos.

      Ella se dio media vuelta y empezó a andar con Jared. Él los siguió de cerca, aunque no pudo evitar distraerse con la conversación. Cuando, al fin, colgó, Jared había terminado de dar de comer a los patos y estaba persiguiendo a uno de ellos.

      Sabine lo observaba jugar con los ojos llenos de amor. Eso era algo que Gavin