Andrea Laurence

Tres años después - Por un escándalo


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es lo más importante ahora mismo –indicó ella, volviendo la mirada hacia Jared.

      Cuando un empleado del zoo sujetó un conejo para que pudiera acariciarlo, el pequeño sonrió a su madre.

      –Conejo, mami –dijo el niño, imitando los movimientos del pequeño animal.

      Ella tenía razón, pensó Gavin. Tenía que implicarse al cien por cien. Jared se lo merecía. Y Sabine, también.

      El domingo por la mañana, alguien llamó a la puerta temprano. Sabine estaba haciendo tortitas para desayunar, mientras Gavin jugaba con sus piezas de construcción. El domingo no tenían nada que hacer, no había clase ni ella tenía que trabajar. Por eso, los dos estaban en pijama.

      Sorprendida, encontró a Gavin en la entrada. Todavía más raro le pareció verlo con vaqueros y una camiseta. Y le sentaban bien. Le resaltaban los músculos y se ajustaban a su cuerpo en los sitios adecuados, pensó, haciéndosele la boca agua.

      Después, se dio cuenta de que llevaba en la mano una bolsa de pinturas y un lienzo blanco.

      –Gavin. No esperaba verte a estas horas de la mañana –dijo ella al fin. Lo cierto era que había pensado que no volvería a verlo hasta conocer los resultados de la prueba de paternidad.

      –Lo sé. Quería daros una sorpresa.

      Sin mucha confianza, Sabine lo dejó entrar.

      –Hola, campeón –saludó Gavin a Jared.

      El niño corrió a su lado y, juntos, se dirigieron al salón simulando ser dos aviones. Jared terminó en el sofá, riendo mientras su padre le hacía cosquillas.

      Era bueno que a su hijo le gustara Gavin, pensó ella. Sin embargo, no podía evitar preocuparse. ¿Podía contar con él durante los próximos dieciséis años? No estaba segura, pero más le valía a Gavin no estropearlo.

      –Estaba haciendo tortitas –anunció ella, dirigiéndose de nuevo a la cocina–. ¿Has desayunado?

      –Eso depende –contestó él, haciendo una pausa en la batalla de cosquillas–. ¿Qué llevan las tortitas?

      –Arándanos.

      –No, no he desayunado –replicó, sonriendo, y dejó que Jared volviera a jugar con sus piezas de construcción–. Ahora vuelvo, campeón.

      Gavin la siguió a la cocina, que era muy pequeña para los dos. Sin éxito, ella intentó ignorar su cercanía y lo bien que le sentaban aquellos vaqueros. Sin poder evitarlo, se le endurecieron los pezones debajo del pijama.

      –¿Qué te trae por aquí?

      –Quería compensaros por lo de ayer –contestó él, viéndola doblar una tortita con un puñado de arándanos.

      Sabine intentó no sacar conclusiones apresuradas. No le gustaba que él decepcionara a Jared y, luego, por sentirse culpable, tratara de compensarlo haciendo grandes cosas.

      –¿Y eso cómo es?

      –He visto en el periódico que el Circo de la Gran Manzana está aquí. He comprado entradas para esta tarde.

      Justo lo que Sabine había pensado. Ella no tenía problema con ir al circo, pero él no se lo había pedido. No había llamado para preguntarle si tenían planes. ¿Y si a Jared no le gustaran los payasos? Había comprado las entradas sin más, dando por hecho que harían lo que él había planeado. Sin embargo, al menos, él estaba intentando poner de su parte, se recordó a sí misma.

      –Seguro que a Jared le gusta. ¿A qué hora tenemos que salir?

      –Bueno, eso es parte de la sorpresa. Tú te quedas.

      –¿Qué quieres decir?

      –He comprado entradas para Jared y para mí. Pensé que te gustaría disfrutar de tiempo libre. Te he comprado pinturas nuevas.

      En vez de sentirse emocionada y agradecida, Sabine no pudo evitar preocuparse. No le gustaba que Gavin se llevara a su hijo sin ella. ¿Y si el pequeño se empachaba? ¿Y si se asustaba? ¿Sabía Gavin que su hijo todavía se hacía pipí encima algunas veces?

      –No creo que sea buena idea.

      –¿Por qué no? Dijiste que querías que me implicara.

      –Ha pasado menos de una semana, Gavin. Has pasado un par de horas con él, pero ¿estás preparado para cuidarlo un día entero? –preguntó ella, y le puso un par de tortitas en el plato a Jared, junto a unos pedazos de plátano que había cortado.

      –¿Crees que no podré hacerlo?

      Ella suspiró, vertió un poco de sirope de arándanos en el plato y sirvió un vaso de leche. Colocó el desayuno del pequeño en la mesita de su trona y lo llamó. Cuando el niño estuvo sentado, se volvió hacia Gavin, que seguía parado en la puerta de la cocina, con aspecto irritado.

      –No lo sé. No sé si puedes hacerlo o no. Ese es el problema. No nos conocemos lo suficiente todavía.

      Cruzándose de brazos, Gavin se apoyó en la puerta. Sin querer, a Sabine se le fueron los ojos hacia su musculoso pecho.

      –Sí nos conocemos, muy bien –discrepó él con un brillo malicioso en los ojos.

      –Tu habilidad para hacerme llegar al orgasmo no tiene nada que ver con si puedes o no ocuparte de un niño pequeño –replicó ella, mirándolo a los ojos.

      Al escuchar la palabra orgasmo, Gavin tragó saliva.

      –No estoy de acuerdo. Las dos cosas requieren atención y anticiparse a las necesidades de la otra persona. No creo que sea distinto si necesitan beber agua, un juguete o satisfacción sexual.

      A Sabine se le había quedado la boca seca. Él sonrió.

      –¿Y si lo que necesita es que le cambien el pañal? ¿Y si le das demasiado algodón dulce y vomita en el asiento de tu lujoso Mercedes? Eso no es tan sexy.

      El brillo de deseo en los ojos de él desapareció. Era difícil mantener la excitación con aquellas imágenes, reconoció ella. Por eso llevaba tanto tiempo sin salir con nadie.

      –Deja de intentar asustarme –le reprendió él–. Sé que no es fácil cuidar a un niño. Pero solo serán unas horas. Puedo hacerlo. ¿Me dejas que lo haga por ti, por favor?

      –¿Por mí? ¿No deberías hacerlo por tu hijo?

      –Claro que lo hago por él. Pero, para poder mantener una relación con mi hijo, tú tienes que confiar en mí. Te lo devolveré esta noche, bien alimentado, bien cuidado y, si puede ser, limpio. Pero tú tienes que poner de tu parte y dejarme intentarlo. Disfruta de tu tarde libre. Pinta algo bonito. Ve a hacerte la pedicura.

      Sabine tuvo que admitir que sonaba bien. No había tenido una tarde para sí misma desde el día del parto. No tenía familia para que cuidara a Jared y solo podía permitirse pagar a Tina para ir a dar sus clases de yoga. No había tenido ni un día solo para relajarse. Y para pintar…

      En silencio, continuó haciendo tortitas.

      ¿Toda una tarde para sí misma?

      Quiso aceptar, pero no podía dejar de preocuparse.

      Lo más probable era que todo fuera bien. Además, si Jared volvía a casa cubierto de vómito rosa, tampoco iba a ser el fin del mundo. Después de todo, el circo estaba pensado para niños de su edad y no podía ser peligroso.

      Minutos después, le tendió a Gavin su plato con tortitas.

      –De acuerdo. Podéis ir. Pero quiero que te mantengas en contacto conmigo para saber cómo está. Y si pasa algo…

      –Te llamo de inmediato –la interrumpió Gavin–. ¿Verdad?

      No iba a resultarle fácil a Sabine compartir a Jared con otra persona. Pero