Alexandre Dumas

El conde de montecristo


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      -¡Oh! -dijo con voz ronca-, ¿quién sabe si esto será el resultado de la broma de que hablabais ayer, Danglars? En ese caso, desgraciado de vos, porque es muy triste broma por cierto.

      -Ya viste que rompí aquel papel -balbució Danglars.

      -No lo rompiste; lo arrugaste y lo arrojaste a un rincón.

      -¡Calla! Tú estabas borracho.

      -¿Qué es de Fernando?

      -¡Qué sé yo! Habrá tenido que hacer. Pero en vez de ocuparte de él, consolemos a esos pobres afligidos.

      Efectivamente, durante la conversación, Dantés había dado la mano sonriendo a sus amigos, y después de abrazar a Mercedes, se había entregado al comisario, diciendo:

      -Tranquilizaos, pronto se reparará el error, y probablemente no llegaré a entrar en la cárcel.

      -¡Oh!, seguramente -dijo Danglars, que, como ya hemos dicho, se acercaba en este momento al grupo principal.

      Dantés bajó la escalera precedido del comisario de policía y rodeado de soldados. Un coche los esperaba a la puerta, y subió a él, seguido de los soldados y del comisario. La portezuela se cerró, y el carruaje tomó el camino de Marsella.

      -¡Adiós, Dantés! ¡Adiós, Edmundo! -exclamó Mercedes desde el balcón, adonde salió desesperada.

      El preso escuchó este último grito, salido del corazón doliente de su novia como un sollozo, y asomando la cabeza por la ventanilla del coche, le contestó:

      -¡Hasta la vista, Mercedes!

      Y en esto desapareció por uno de los ángulos del fuerte de San Nicolás.

      -Esperadme aquí -dijo el naviero-; voy a tomar el primer carruaje que encuentre: corro a Marsella, y os traeré noticias suyas.

      -Sí, sí, id -exclamaron todos a un tiempo-; id, y volved pronto.

      A esta segunda marcha siguió un momento de terrible estupor en todos los que se quedaban. El anciano y Mercedes permanecieron algún tiempo sumidos en el más profundo abatimiento; pero al fin se encontraron sus ojos, y reconociéndose por dos víctimas heridas del mismo golpe, se arrojaron en brazos uno de otro.

      En todo este tiempo, Fernando, de vuelta a la sala, bebió un vaso de agua y fue a sentarse en una silla.

      La casualidad hizo que Mercedes, al desasirse del anciano, cayese sobre una silla próxima a aquélla donde él se hallaba, por lo que Fernando, por un movimiento instintivo, retiró hacia atrás la suya.

      -Ha sido él -dijo Caderousse a Danglars, que no perdía de vista al catalán.

      -Creo que no -respondió Danglars-; es demasiado tonto. En todo caso, suya es la responsabilidad.

      -Y del que se lo aconsejó -repuso Caderousse.

      -¡Ah! Si fuese uno responsable de todo lo que inadvertidamente dice…

      -Sí, cuando lo que se dice inadvertidamente trae desgracias como ésta.

      Mientras tanto, los grupos comentaban de mil maneras el arresto de Dantés.

      -Y vos, Danglars -dijo una voz-, ¿qué pensáis de este acontecimiento?

      -Yo -respondió Danglars- creo que traería algo de contrabando en El Faraón

      -Pero si así fuera, vos lo sabríais, Danglars; ¿no sois vos el responsable?

      -Sí, pero no lo soy sino de lo que viene en factura. Lo que sé es que traemos algunas piezas de algodón, tomadas en Alejandría en casa de Pastret, y en Esmirna en casa de Pascal: no me preguntéis más.

      -¡Oh!, ahora recuerdo -murmuró el pobre anciano al oír esto-, ahora recuerdo… Ayer me dijo que traía una caja de café y otra de tabaco.

      -Ya lo veis -dijo Danglars-, eso será sin duda; durante nuestra ausencia, los aduaneros habrán registrado El Faraón y lo habrán descubierto.

      Casi insensible hasta el momento, Mercedes dio al fin rienda suelta a su dolor.

      -¡Vamos, vamos, no hay que perder la esperanza! -dijo el padre de Dantés, sin saber siquiera lo que decía.

      -¡Esperanza! -repitió Danglars.

      -¡Esperanza! -murmuró Fernando; pero esta palabra le ahogaba; sus labios se agitaron sin articular ningún sonido.

      -¡Señores! -gritó uno de los invitados que se había quedado en una de las ventanas-; señores, un carruaje… ¡Ah! ¡Es el señor Morrel! ¡Valor! Sin duda trae buenas noticias.

      Mercedes y el anciano saliéronle al encuentro, y reuniéronse con él en la puerta: el señor Morrel estaba sumamente pálido.

      -¿Qué hay? -exclamaron todos a un tiempo.

      -¡Ay!, amigos míos -respondió Morrel moviendo la cabeza-, la cosa es más grave de lo que nosotros suponíamos…

      -Señor -exclamó Mercedes-, ¡es inocente!

      -Lo creo -respondió Morrel-; pero le acusan…

      -¿De qué? -preguntó el viejo Dantés.

      -De agente bonapartista.

      Aquellos de nuestros lectores que hayan vivido en la época de esta historia recordarán cuán terrible era en aquel tiempo tal acusación. Mercedes exhaló un grito, y el anciano se dejó caer en una silla.

      -¡Oh! -murmuró Caderousse-, me habéis engañado, Danglars, y al fin hicisteis lo de ayer. Pero no quiero dejar morir a ese anciano y a esa joven, y voy a contárselo todo.

      -¡Calla, infeliz! -exclamó Danglars agarrando la mano de Caderousse-, ¡calla!, o no respondo de ti. ¿Quién te dice que Dantés no es culpable? El buque tocó en la isla de Elba; él desembarcó, permaneciendo todo el día en Porto-Ferrajo. Si le han hallado con alguna carta que le comprometa, los que le defiendan, pasarán por cómplices suyos.

      Con el rápido instinto del egoísmo, Caderousse comprendió lo atinado de la observación, miró a Danglars con admiración, y retrocedió dos pasos.

      -Esperemos, pues -murmuró.

      -Sí, esperemos -dijo Danglars-; si es inocente, le pondrán en libertad; si es culpable, no vale la pena comprometerse por un conspirador.

      -Vámonos, no puedo permanecer aquí por más tiempo.

      -Sí, ven -dijo Danglars, satisfecho al alejarse acompañado-; ven, y dejemos que salgan como puedan de ese atolladero.

      Tan pronto como partieron, Fernando, que había vuelto a ser el apoyo de la joven, cogió a Mercedes de la mano y la condujo a los Catalanes. Los amigos de Dantés condujeron a su vez a la alameda de Meillán al anciano casi desmayado.

      En seguida se esparció por la ciudad el rumor de que Dantés acababa de ser preso por agente bonapartista.

      -¿Quién lo hubiera creído, mi querido Danglars? -dijo el señor Morrel reuniéndose a éste y a Caderousse, en el camino de Marsella, adonde se dirigía apresuradamente para adquirir algunas noticias directas de Edmundo por el sustituto del procurador del rey, señor de Villefort, con quien tenía algunas relaciones-. ¿Lo hubierais vos creído?

      -¡Diantre! -exclamó Danglars-, ya os dije que Dantés hizo escala en la isla de Elba sin motivo alguno, lo cual me pareció sospechoso.

      -Pero ¿comunicasteis vuestras sospechas a alguien más que a mí?

      -Líbreme Dios de ello, señor Morrel -dijo en voz baja Danglars-; bien sabéis que por culpa de vuestro tío, el señor Policarpo Morrel, que ha servido en sus ejércitos, y que no oculta sus opiniones, sospechan que lamentáis la caída de Napoleón, y mucho me disgustaría el causar algún perjuicio a Edmundo o a vos. Hay ciertas cosas que un subordinado debe decir a su principal, y ocultar cuidadosamente a los demás.

      -¡Bien! Danglars, ¡bien! -contestó el naviero-, sois