Alexandre Dumas

El conde de montecristo


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una palabra. Pruébalo, Danglars, yo he respondido de ti, dile que no es necesario que Dantés muera. Por otro lado, muy triste sería que muriese Dantés; es un buen muchacho; le quiero mucho, mucho; ¡a tu salud, Dantés! ¡A tu salud!

      Fernando se levantó dando muestras de impaciencia.

      -Dejadle -dijo Danglars deteniendo al joven-. ¿Quién le hace caso? Además, no va tan desencaminado: la ausencia separa a las personas casi mejor que la muerte. Suponed ahora que entre Edmundo y Mercedes se levantan de pronto los muros de una cárcel; estarán tan separados como si los dividiese la losa de una tumba.

      -Sí, pero saldrá de la cárcel -dijo Caderousse, que con la sombra de juicio que aún le quedaba se mezclaba en la conversación-; y cuando uno sale de la cárcel y se llama Edmundo Dantés, se venga.

      -¿Qué importa? -murmuró Fernando.

      -Además -replicó Caderousse-, ¿por qué han de prender a Dantés si él no ha robado ni matado a nadie?…

      -Cállate -dijo Danglars.

      -No quiero -contestó Caderousse-; lo que yo quiero que me digan es por qué habían de prender a Dantés; yo quiero mucho a Dantés; ¡a tu salud, Dantés, a tu salud!

      Y se bebió otro vaso de vino.

      Danglars observó en los ojos extraviados del sastre el progreso de la borrachera, y volviéndose hacia Fernando, le dijo:

      -¿Comprendéis ya que no habría necesidad de matarle?

      -Desde luego que no, si pudiéramos lograr que lo prendiesen. Pero ¿por qué medio… ?

      -Como lo buscáramos bien -dijo Danglars-, ya se encontraría. Pero ¿en qué lío voy a meterme? ¿Acaso tengo yo algo que ver… ?

      -Yo no sé si esto os interesa -dijo Fernando cogiéndole por el brazo-; pero lo que sí sé es que tenéis algún motivo de odio particular contra Dantés, porque el que odia no se engaña en los sentimientos de los demás.

      -¡Yo motivos de odio contra Dantés!, ninguno, ¡palabra de honor! Os vi desgraciado, y vuestra desgracia me conmovió; esto es todo. Pero desde el momento en que creéis que obro con miras interesadas, adiós, mi querido amigo, salid como podáis de ese atolladero.

      Y Danglars hizo ademán de irse.

      -No -dijo Fernando deteniéndole-, quedaos. Poco me importa que odiéis o no a Dantés; pero yo sí le odio; lo confieso francamente. Decidme un medio y lo ejecuto al instante… , como no sea matarle, porque Mercedes ha dicho que se daría muerte si matasen a Dantés.

      Caderousse levantó la cabeza que había dejado caer sobre la mesa, y mirando a Fernando y a Danglars estúpidamente:

      -¡Matar a Dantés… ! -dijo- ¿Quién habla de matar a Dantés? ¡No quiero que le maten… !, es mi amigo… esta mañana me ofreció su dinero… , del mismo modo que yo partí en otro tiempo el mío con él… ¡No quiero que maten a Dantés… ! , no… , no…

      -Y ¿quién habla de matarle, imbécil? -replicó Danglars-. Sólo se trata de una simple broma. Bebe a su salud -añadió llenándole un vaso-, y déjanos en paz.

      -Sí, sí, a la salud de Dantés -dijo Caderousse apurando el contenido de su vaso-; a su salud… a su salud… a su…

      -Pero ¿el medio… ?, ¿el medio? -murmuró Fernando.

      -¿No lo habéis hallado aún?

      -No, vos os encargasteis de eso.

      -Es cierto -repuso Danglars-, los franceses tienen sobre los españoles la ventaja de que los españoles piensan y los franceses improvisan.

      -Improvisad, pues -dijo Fernando con impaciencia.

      -Muchacho -dijo Danglars-, trae recado de escribir.

      -¡Recado de escribir! -murmuró Fernando.

      -Puesto que soy editor responsable, ¿de qué instrumentos me he de servir sino de pluma, tinta y papel?

      -¿Traes eso? -exclamó Fernando a su vez.

      -En esa mesa hay recado de escribir -respondió el mozo señalando una inmediata.

      -Tráelo.

      El mozo lo cogió y lo colocó encima de la mesa de los bebedores.

      -¡Cuando pienso -observó Caderousse, dejando caer su mano sobre el papel- que con esos medios se puede matar a un hombre con mayor seguridad que en un camino a puñaladas! Siempre tuve más miedo a una pluma y a un tintero, que a una espada o a una pistola.

      -Ese tunante no está tan borracho como parece -dijo Danglars-. Echadle más vino, Fernando.

      Fernando llenó el vaso de Caderousse, observándole atentamente, hasta que le vio, casi vencido por ese nuevo exceso, colocar, o más bien, soltar su vaso sobre la mesa.

      -Conque… -murmuró el catalán, conociendo que ya no podía estorbarle Caderousse, pues la poca razón que conservaba iba a desaparecer con aquel último vaso de vino.

      -Pues, señor, decía -prosiguió Danglars-, que si después de un viaje como el que acaba de hacer Dantés tocando a Nápoles y en la isla de Elba, le denunciase alguien al procurador del rey como agente bonapartista…

      -Yo le denunciaré -dijo vivamente el joven.

      -Sí, pero os harán firmar vuestra declaración, os carearán con el reo, y aunque yo os dé pruebas para sostener la acusación, eso es poco; Dantés no puede permanecer preso eternamente; un día a otro tendrá que salir, y en el día en que salga, ¡desdichado de vos!

      -¡Oh! Sólo deseo una cosa -dijo Fernando-, y es que me venga a buscar.

      -Sí, pero Mercedes os aborrecerá si tocáis el pelo de la ropa a su adorado Edmundo.

      -Es verdad -repuso Fernando.

      -Nada, si nos decidimos, lo mejor es coger esta pluma simplemente, y escribir una denuncia con la mano izquierda para que no sea conocida la letra -contestó Danglars; y esto diciendo, escribió con la mano izquierda y con una letra que en nada se parecía a la suya acostumbrada, los siguientes renglones, que Fernando leyó a media voz:

      Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una misiva para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen, prendiéndole, porque la carta se hallará sobre su persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.

      -Está bien -añadió Danglars-. De este modo vuestra venganza tendría sentido común, y de lo contrario podría recaer sobre vos mismo, ¿entendéis? Ya no queda sino cerrar la carta, escribir el sobre -y Danglars hizo como decía-: Al señor procurador del rey, y asunto concluido.

      -Sí, asunto concluido -exclamó Caderousse, quien con los últimos resplandores de su inteligencia había escuchado la lectura, y comprendiendo por instinto todas las desgracias que podría causar tal denuncia; sí, negocio concluido; pero sería una infamia.

      Y alargó el brazo para coger la carta.

      -Por supuesto -dijo Danglars, apartándole la mano-, lo que digo no es más que una broma; y soy el primero que sentiría mucho que le sucediese algo a Dantés, a ese bueno de Dantés. Vamos, ¡no faltaba más… ! -y cogiendo la carta, la estrujó entre los dedos, y la tiró a un rincón.

      -¡Muy bien! -exclamó Caderousse-. Dantés es mi amigo, y no quiero que le hagan ningún daño.

      -¿Quién diablos piensa en hacerle daño? A lo menos no seremos ni Fernando ni yo -dijo Danglars levantándose y mirando al joven, cuyos ojos estaban clavados en el papel delator tirado en el suelo.

      -En tal caso -replicó Caderousse-, que nos den más vino, quiero beber a la salud de Edmundo y de la bella Mercedes.

      -Bastante