hábitos y costumbres de la madre patria, del mismo modo que su idioma.
Es preciso que nuestros lectores nos sigan a través de la única calle de este pueblecito, y entren con nosotros en una de aquellas casas, a cuyo exterior ha dado el sol el bello colorido de las hojas secas, común a todos los edificios del país, y cuyo interior pule una capa de cal, esa tinta blanca, único adorno de las posadas españolas.
Una bella joven de pelo negro como el ébano y ojos dulcísimos como los de la gacela, estaba de pie, apoyada en una silla, oprimiendo entre sus dedos afilados una inocente rosa cuyas hojas arrancaba, y los pedazos se veían ya esparcidos por el suelo. Sus brazos desnudos hasta el codo, brazos árabes, pero que parecían modelados por los de la Venus de Arlés, temblaban con impaciencia febril, y golpeaba de tal modo la tierra con su diminuto pie, que se entreveían las formas puras de su pierna, ceñida por una media de algodón encarnado a cuadros azules.
A tres pasos de ella, sentado en una silla, balanceándose a compás y apoyando su codo en un mueble antiguo, hallábase un mocetón de veinte a veintidós años que la miraba con un aire en que se traslucía inquietud y despecho: sus miradas parecían interrogadoras; pero la mirada firme y fija de la joven le dominaba enteramente.
-Vamos, Mercedes -decía el joven-, las pascuas se acercan, es el tiempo mejor para casarse. ¿No lo crees?
-Ya te dije cien veces lo que pensaba, Fernando, y en poco lo estimas, pues aún sigues preguntándome.
-Repítemelo, te lo suplico, repítemelo por centésima vez para que yo pueda creerlo. Dime que desprecias mi amor, el amor que aprobaba tu madre. Haz que comprenda que te burlas de mi felicidad; que mi vida o mi muerte no son nada para ti… ¡Ah, Dios mío, Dios mío!, haber soñado diez años con la dicha de ser tu esposo, y perder esta esperanza, la única de mi vida.
-No soy yo por cierto quien ha alimentado en ti esa esperanza con mis coqueterías, Fernando -respondió Mercedes-. Siempre te he dicho: «Te amo como hermano; pero no exijas de mí otra cosa, porque mi corazón pertenece a otro. ¿No te he dicho siempre esto?
-Sí, ya lo sé, Mercedes -respondió Fernando-; hasta el horrible atractivo de la franqueza tienes conmigo. Pero ¿olvidas que es ley sagrada entre los nuestros el casarse catalanes con catalanes?
-Te equivocas, Fernando, no es una ley, sino una costumbre; y, créeme, no debes de invocar esta costumbre en tu favor. Has entrado en quintas. La libertad de que gozas la debes únicamente a la tolerancia. De un momento a otro pueden reclamarte tus banderas, y una vez seas soldado, ¿qué harías de mí, pobre huérfana, sin otra fortuna que una mísera cabaña casi arruinada y unas malas redes, herencia única de mis padres? Hace un año que murió mi madre, y desde entonces, bien lo sabes, vivo casi a expensas de la caridad pública. Tal vez me dices que te soy útil, para partir conmigo tu pesca, y yo la acepto, Fernando, porque eres hijo del hermano de mi padre, porque nos hemos criado juntos, y porque además sé que te disgustarías si la rehusase. Pero sé muy bien que ese pescado que yo vendo, y ese dinero que me dan por él, y con el cual compro el estambre que luego hilo, no es más que una limosna, y como tal la recibo.
-¿Y eso qué importa, Mercedes? Pobre y sola como vives, me convienes más que la hija del naviero más rico de Marsella. Yo quiero una mujer honrada y hacendosa, y ninguna como tú posee esas cualidades.
-Fernando -respondió Mercedes con un movimiento de cabeza-, no puede responder de ser siempre honrada y hacendosa, la que ama a otro hombre que no sea su marido. Confórmate con mi amistad, porque te repito que esto es todo lo que yo puedo prometerte. Yo no ofrezco sino lo que estoy segura de poder dar.
-Sí, sí, ya lo comprendo -dijo Fernando-; soportas con resignación tu miseria, pero te asusta la mía. Pero, oye, Mercedes, si me amas probaré fortuna y llegaré a ser rico. Puedo dejar el oficio de pescador; puedo entrar de dependiente en alguna casa de comercio, y llegar a ser comerciante.
-Tú no puedes hacer nada de eso, Fernando. Eres soldado, y si permaneces en los Catalanes todavía es porque no hay guerra; sigue con tu oficio de pescador, no hagas castillos en el aire, y confórmate con mi amistad, pues no puedo dar otra cosa.
-Pues bien, tienes razón, Mercedes, me haré marinero, dejaré el trabajo de nuestros padres que tú tanto desprecias, y me pondré un sombrero de suela, una camisa rayada y una chaqueta azul con anclas en los botones. ¿No es así como hay que vestirse para agradarte?
-¿Qué quieres decir con eso? No lo comprendo…
-Quiero decir que no serías tan cruel conmigo, si no esperaras a uno que usa el traje consabido. Pero quizás él no te es fiel, y aunque lo fuera, el mar no lo habrá sido con él.
-¡Fernando! -exclamó Mercedes-, ¡te creía bueno, pero me engañaba! Eso es prueba de mal corazón. Sí, no te lo oculto, espero y amo a ese que dices, y si no volviese, en lugar de acusarle de inconstancia, creería que ha muerto adorándome.
Fernando hizo un gesto de rabia.
-Adivino tus pensamientos, Fernando, querrás vengar en él los desdenes míos… querrás desafiarle… Pero ¿qué conseguirás con esto? Perder mi amistad si eres vencido, ganar mi odio si vencedor. Créeme, Fernando: no es batirse con un hombre el medio de agradar a la mujer que le ama. Convencido de que te es imposible tenerme por esposa, no, Fernando, no lo harás, te contentarás con que sea tu amiga y tu hermana. Por otra parte -añadió con los ojos preñados de lágrimas-, tú lo has dicho hace poco, el mar es pérfido: espera, Fernando, espera. Han pasado cuatro meses desde que partió… ¡cuatro meses, y durante ellos he contado tantas tempestades!…
Permaneció Fernando impasible sin cuidarse de enjugar las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Mercedes, aunque a decir verdad, por cada una de aquellas lágrimas hubiera dado mil gotas de su sangre… , pero aquellas lágrimas las derramaba por otro. Púsose en pie, dio una vuelta por la cabaña, volvió, detúvose delante de Mercedes, y con una mirada sombría y los puños crispados exclamó:
-Mercedes, te lo repito, responde, ¿estás resuelta?
-¡Amo a Edmundo Dantés -dijo fríamente Mercedes-, y ningún otro que Edmundo será mi esposo!
-¿Y le amarás siempre?
-Hasta la muerte.
Fernando bajó la cabeza desalentado; exhaló un suspiro que más bien parecía un gemido, y levantando de repente la cabeza y rechinando los dientes de cólera exclamó:
-Pero, ¿y si hubiese muerto?
-Si hubiese muerto… ¡Entonces yo también me moriría!
-¿Y si te olvidase?
-¡Mercedes! -gritó una voz jovial y sonora desde fuera-. ¡Mercedes!
-¡Ah! -exclamó la joven sonrojándose de alegría y de amor-; bien ves que no me ha olvidado, pues ya ha llegado.
Y lanzándose a la puerta la abrió exclamando:
-¡Aquí, Edmundo, aquí estoy!
Fernando, lívido y furioso, retrocedió como un caminante al ver una serpiente, cayendo anonadado sobre una silla, mientras que Edmundo y Mercedes se abrazaban. El ardiente sol de Marsella penetrando a través de la puerta, los inundaba de sus dorados reflejos. Nada veían en torno suyo: una inmensa felicidad los separaba del mundo y solamente pronunciaban palabras entrecortadas que revelaban la alegría de su corazón.
De pronto Edmundo vislumbró la cara sombría de Fernando, que se dibujaba en la sombra, pálida y amenazadora, y quizá, sin que él mismo comprendiese la razón, el joven catalán tenía apoyada la mano sobre el cuchillo que llevaba en la cintura.
-¡Ah! -dijo Edmundo frunciendo las cejas a su vez-; no había reparado en que somos tres.
Volviéndose en seguida a Mercedes:
-¿Quién es ese hombre? -le preguntó.
-Un hombre que será de aquí en adelante tu mejor amigo, Dantés, porque lo es mío, es mi primo, mi hermano Fernando, es decir, el hombre a quien después de ti amo más en la tierra.