Alexandre Dumas

El conde de montecristo


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Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó-, tanto os recé, que confié que me oyeseis. ¡Dios mío!, después de haberme quitado la libertad en vida… ¡Dios mío!, después de haber hecho renunciar al reposo de la muerte… ¡Dios mío!, que me habéis devuelto al mundo… ¡Dios mío! ¡Apiadaos de mí, no me dejéis morir entregado a la desesperación!

      -¿Quién es el que habla de Dios y se desespera? -murmuró una voz, que como salida del centro de la tierra, llegaba a Edmundo opaca, por decirlo así, y con un acento sepulcral.

      Erizáronsele los cabellos y retrocedió, aunque estaba de rodillas.

      -¡Ah! -dijo-, oigo la voz de un hombre.

      Ya hacía cuatro o cinco años que Edmundo no hablaba sino con el carcelero, y para los presos el carcelero no es un hombre, es una puerta viva que se aumenta a la puerta de encina, es una barra de carne sujetada a los hierros de su ventana.

      -En nombre del cielo, quienquiera que seáis el que habló, imploro que sigáis hablando, aunque vuestra voz me asuste: ¿quién sois?

      -¿Y vos, quién sois? -le preguntó la voz.

      -Un preso desdichado -respondió Edmundo, que no tenía ningún inconveniente en responder.

      -¿De dónde sois?

      -Francés.

      -¿Os llamáis?

      -Edmundo Dantés.

      -¿Vuestra profesión?

      -Marino.

      -¿Cuánto tiempo hace que estáis preso?

      -Desde el 28 de febrero de 1815.

      -¿Cuál es vuestro delito?

      -Soy inocente.

      -Pero ¿de qué os acusan?

      -De haber conspirado para que volviera el emperador.

      -¿El emperador no está ya en el trono?

      -Abdicó en Fontainebleau en 1814, y fue desterrado a la isla de Elba. Pero ¿desde cuándo estáis vos aquí que ignoráis todo esto?

      -Desde 1811.

      Dantés se estremeció; aquel hombre estaba preso cuatro años antes que él.

      -Está bien: no cavéis más -dijo la voz muy aprisa-. Decidme solamente: ¿a qué altura está vuestra excavación?

      -Al nivel del suelo.

      -¿Y cómo puede ocultarse?

      -Con mi cama.

      -¿No os han mudado la cama desde que estáis preso?

      -Nunca.

      -¿Adónde cae vuestro calabozo?

      -A un corredor.

      -¿Y el corredor?

      -Al patio.

      -¡Ay! -murmuró la voz.

      -¡Dios mío! ¿Qué ocurre? -preguntó Dantés.

      -Que me equivoqué; que lo imperfecto de mi croquis me engañó; que la falta de compás me ha perdido, pues una línea equivocada en mi croquis equivale en realidad a quince pies. He creído que esta pared que nos separa era la muralla.

      -Pero entonces hubierais salido al mar.

      -Era lo que yo quería.

      -¿Y si lo hubieseis logrado?

      -Nadaría hasta llegar a una de esas islas que rodean al castillo de If, la isla de Daume o la de Tiboulen, o la costa, y me hubiera salvado.

      -¿Habríais podido nadar tanto?

      -Dios me habría dado fuerzas. Ahora todo está perdido.

      -¿Todo?

      -Sí, tapad muy bien ese agujero, no trabajéis más, no os ocupéis en nada, y esperad que yo os avise…

      -¿Quién sois? Decidme quién sois, por lo menos.

      -Soy… soy el número 27.

      -¿Desconfiáis de mí? -le preguntó Dantés.

      Y creyó oír por toda respuesta una risa amarga.

      -¡Oh! Soy buen cristiano -exclamó en seguida, adivinando instintivamente que aquel hombre pensaba abandonarle-. Os juro por Cristo que primero consentiré que me maten, que dejar entrever a vuestros verdugos y a los míos un átomo de la verdad; pero, en nombre del cielo, no me privéis de vuestra presencia, no me privéis de vuestra voz, porque, os lo juro, me van abandonando ya las fuerzas… porque me estrellaría contra la pared y tendríais que reprocharos mi muerte.

      -¿Qué edad tenéis? Vuestra voz parece la de un joven.

      -No sé mi edad a punto fijo, como no sé el tiempo que he pasado aquí. Solamente sé que iba a cumplir diecinueve años cuando me prendieron en 1815.

      -No ha cumplido aún veintiséis años -murmuró la voz. A esa edad el hombre no es traidor todavía.

      -¡Oh! No, no, os lo juro -repitió Dantés-. Os lo dije, consentiré que me despedacen antes que haceros traición.

      -Hicisteis bien en hablarme, hicisteis bien en rogarme, porque ya iba yo a trazar otro plan y a separarme de vos. Pero vuestra edad me tranquiliza; esperadme, que me reuniré con vos.

      -¿Cuándo?

      -Antes calcularé nuestros recursos: dejad a mi cargo el avisaros.

      -Pero no me abandonaréis, no me dejaréis solo, ¿verdad? Os vendréis a reunir conmigo o consentiréis en que vaya a reunirme con vos. Huiremos juntos, y si no podemos huir, hablaremos, vos de las personas a quienes améis, yo de aquellas a quienes amo. Vos debéis de amar a alguien.

      -Estoy solo en el mundo.

      -Entonces me amaréis a mí. Si sois joven seré vuestro amigo; si viejo, vuestro hijo. Mi padre debe de contar ahora setenta años, si aún vive; yo sólo amaba a él y a una joven llamada Mercedes. Estoy seguro de que mi padre no me ha olvidado; pero ella… sabe Dios si aún piensa en mí. Os amaré como amaba a mi padre.

      -Está bien -dijo el preso-. Hasta mañana.

      Aunque pocas, el acento de estas palabras convenció a Dantés, que sin hacer ninguna pregunta más se levantó, y tomando para ocultar los escombros las mismas precauciones de otros días, volvió a arrimar su cama a la pared. Desde aquel instante se entregó en cuerpo y alma a su felicidad: ya no estaría solo, quizás iba a ser libre; y lo peor que podría sucederle, si seguía preso, era tener un compañero, y como es sabido, la prisión en compañía es sólo media prisión. Las quejas exhaladas en común son casi oraciones; las oraciones en común son casi himnos de gratitud.

      Dantés no hizo en todo el día más que pasear de un extremo al otro de su calabozo, saltándosele el corazón de júbilo, júbilo que en algunos intervalos le ahogaba. Sentábase en la cama, apretándose el pecho con las manos, y al menor ruido que se oía en el corredor lanzabase hacia la puerta; porque una o dos veces le pasó por su imaginación la idea horrible de que le separasen de aquel hombre, a quien ya amaba aún sin conocerle. Entonces tomó una resolución: si el carcelero separaba su cama de la pared, y veía la excavación, y se inclinaba para examinarla, él le asesinaría al punto con la baldosa en que colocaba el cántaro de agua.

      Le condenarían a muerte, bien lo sabía; pero ¿no iba él a morir de fastidio y desesperación cuando aquel ruido milagroso le volvió a la vida?

      A la noche volvió el carcelero. Dantés estaba acostado, porque le parecía que así ocultaba mejor la excavación. Con ojos muy extrañados debió de mirar sin duda al inoportuno carcelero, porque éste le dijo:

      -Vamos, ¿vais a volveros loco otra vez?

      Dantés no respondió, porque temía que lo conmovido de su acento le delatase. El carcelero se fue, moviendo la cabeza. Al llegar la noche creyó