Alexandre Dumas

El conde de montecristo


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he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.

      -Sí -respondió Dantés-, bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis escrito esta obra.

      -Vedlas -dijo Faria.

      Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y coma el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando con la mirada por el cuarto el instrumento con que había sido cortado.

      -¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.

      El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.

      Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.

      -En cuanto a la tinta -dijo Faria-, ya sabéis cómo me la proporciono; sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.

      -Pero lo que más me admira -dijo Dantés- es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.

      -Disponía también de las noches -respondió el abate.

      -¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?

      -No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.

      -¿De qué modo?

      -De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mirad mi luz.

      Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.

      -Pero ¿y el fuego?

      -He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretexto de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me concedieron.

      Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.

      -Y esto no es todo -prosiguió Faria-, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.

      En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.

      Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.

      Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.

      -¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?

      -Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.

      -Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?

      -No, que yo las cosía.

      -¿Con qué?

      -Con esta aguja.

      Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.

      -Sí -prosiguió Faria-, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.

      Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.

      -¿En qué pensáis? -le preguntó el abate con una sonrisa, creyendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admiración.

      -Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozando de libertad?

      -Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descubrir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electricidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.

      -Yo no sé nada -contestó Dantés humillado por su ignorancia-, casi todas las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!

      El abate se sonrió.

      -¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?

      -Sí.

      -Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?

      -La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.

      -Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.

      -Sin embargo -repuso Dantés-, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.

      -¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?

      -Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por mi padre y por Mercedes.

      -Veamos, contadme vuestra historia -dijo Faria, cerrando su escondrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.

      Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:

      -Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?

      -A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!

      -No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filosofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumerario. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado muere, el