Alexandre Dumas

El conde de montecristo


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el procurador del rey o el juez de instrucción?

      -El sustituto.

      -¿Era joven o viejo?

      -Joven, como de veintisiete a veintiocho años.

      -No estaría corrompido aún; pero ya podía tener ambición -dijo el abate-. ¿Que tal se portó con vos?

      -Más bien amable que severo.

      -¿Se lo contasteis todo?

      -Todo.

      -¿Y cambió de maneras durante el interrogatorio?

      -Cuando leyó la denuncia, parecióme que sentía mi desgracia.

      -¿Vuestra desgracia?

      -Sí.

      -¿Estabais seguro de que era vuestra desgracia lo que le apenaba?

      -Por lo menos me dio una prueba muy grande de su simpatía hacia mí.

      -¿Cuál?

      -Quemó el único documento que podía comprometerme.

      -¿Qué documento? ¿La denuncia?

      -No, la carta.

      -¿Estáis seguro?

      -Lo vi con mis propios ojos.

      -La cuestión varía. Este hombre puede ser más perverso de lo que vos creéis.

      -¡Me hacéis estremecer! -dijo Dantés-. ¿No estará poblado el mundo sino de tigres y cocodrilos?

      -Sí, con la diferencia de que los tigres y cocodrilos de dos pies son más temibles que los otros. ¿Conque decís que quemó la carta?

      -Sí, diciéndome por añadidura: «Ya lo veis, ésta es la única prueba que existe contra vos, y la destruyo.»

      -Muy sublime es esa conducta para ser natural.

      -¿De veras?

      -Estoy seguro. ¿A quién iba dirigida esa carta?

      -Ál señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13, en París.

      -¿Y no sospecháis que el sustituto pudiera tener interés en que desapareciese esa carta?

      -Quizá, porque diciéndome que por mi interés lo hacía, me obligó a jurarle dos o tres veces que a nadie hablaría de la carta, ni menos de la persona a quien iba dirigida.

      -¡Noirtier! ¡Noirtier! -murmuró el abate-. Yo he conocido un Noirtier en la corte de la antigua reina de Etruria, un Noirtier que había sido girondino en tiempo de la revolución. ¿Cómo se llama el sustituto de que habéis hablado?

      -Villefort es su apellido.

      El abate se echó a reír a carcajadas. Dantés lo miraba estupefacto.

      -¿De qué os reís?

      -¿Veis ese rayo de luz? -le preguntó Faria.

      -Sí.

      -Pues todo está tan claro como ese rayo transparente. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre joven! ¿Conque era muy bondadoso el magistrado?

      -Sí.

      -¿De modo que el digno sustituto quemó la carta?

      -Sí.

      -¿De modo que el honrado abastecedor del verdugo os hizo jurar que a nadie hablaríais de Noirtier?

      -Sí.

      -Pues ese Noirtier, ¡qué pobre ciego sois! Ese Noirtier, ¿no sabéis quién era? Ese Noirtier era su padre.

      Un rayo caído a sus pies, que abriera la boca del infierno, para tragárselo, habría causado a Edmundo menos impresión que aquellas palabras inesperadas. Como un loco recorría la habitación, sujetándose la cabeza con las manos por temor de que estallara.

      -¡Su padre! ¡Su padre! -exclamaba.

      -Sí, su padre, que se llama Noirtier de Villefort -repuso el abate. Entonces un resplandor vivísimo iluminó la inteligencia del preso. Todo lo que hasta entonces le había parecido oscuro, se le apareció con la mayor claridad. Las bruscas alteraciones de Villefort durante el interrogatorio, la carta quemada, el juramento que le exigió, el tono casi de súplica el magistrado, que en vez de amenazar parecía que suplicase, todo le vino a la memoria. Profirió un grito, vaciló un instante como si estuviera borracho y lanzándose al agujero que conducía a su calabozo, exclamó:

      -¡Oh!, necesito estar a solas para pensar en todo esto.

      Y al llegar a su calabozo se arrojó sobre la cama, donde le halló por la noche el carcelero, sentado, con los ojos fijos, las facciones contraídas, e inmóvil y mudo como una estatua. Durante aquellas horas de meditación que habían corrido para él unos segundos, tomó una resolución terrible a hizo un juramento atroz.

      Una voz sacó a Edmundo de sus reflexiones, era la del abate Faria, que habiendo recibido también la visita del carcelero, venía a convidar a Edmundo a comer. Su calidad de loco, y en particular de loco divertido, le proporcionaba algunos privilegios, como eran un pan más blando y una copa de vino los domingos. Precisamente aquel día era domingo, y el abate brindaba a su joven compañero la mitad de su pan y su vino.

      Dantés le siguió. Se había serenado su rostro; pero al recobrar su ordinario aspecto le quedaba un no sé qué de sequedad y firmeza, que demostraba una resolución invariable. El abate le miró fijamente.

      -Siento -le dijo el abate- el haberos ayudado en vuestras averiguaciones de ayer y haberos dicho lo que os díje.

      -¿Por qué?

      -Porque he engendrado en vuestro corazón un sentimiento que antes no abrigaba: la venganza.

      Dantés se sonrió y dijo:

      -Hablemos de otra cosa.

      Contemplóle el abate un momento todavía, y bajó tristemente la cabeza. Después, como Dantés le había exigido, se puso a hablar de otra cosa. El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñanza, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revelaban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían horizontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los navegantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.

      -Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí -le dijo una vez-. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.

      El abate se sonrió.

      -¡Ay, hijo mío! -le contestó-. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siempre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.

      -¡Dos años! -exclamó Dantés-. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?

      -En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.

      -Pero ¿no se puede aprender la filosofía?

      -La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.

      -Veamos -dijo Dantés-. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.

      -Todo -contestó el abate.

      En