de la adquisición evolutiva del lenguaje y, desde allí, el pensamiento, la razón, la imaginación y otras funciones, hace lo mismo con la información que recibe, siendo el “software” de lo que somos; por ello es “programable”.
El nacimiento inmaduro, propio de lo humano, abre el camino biológico de esta programación que, en términos más suaves, denominamos socialización. O sea, la adquisición de la normatividad social a la cual somos arrojados, y la coconstrucción de la persona que seremos en vínculo con el semejante u otro.
En este proceso nos constituimos en quienes seremos siendo.
La pulsión de vida, tendencia al desarrollo vital o tendencia actualizante, es lo propio de lo vivo en tanto compele a la búsqueda de aquellos elementos que favorezcan vivir y el alejamiento de todo aquello que atente contra el seguir vivos.
Lo que facilita la vida es sentido como bueno; lo contrario es lo malo. En los humanos, esta tendencia o pulsión existe por el hecho de ser seres vivos, pero, con el correr de la maduración y la adquisición de la noción de sí mismo, o conciencia de sí, o yo, o mí (aquí valen las distintas nominaciones), esto último regula intermediando esta búsqueda o alejamiento; por eso en lo humano lo denominamos autoactualizante.
Los animales regulan instintivamente la expresión de la pulsión vital; los seres humanos, atravesados por el lenguaje y la percepción, metabolizamos los estímulos y emprendemos respuestas variables, tanto sea en concordancia con la cultura a la que pertenecemos y a sus valores, como a la conformación personal individual que cada uno de nosotros va siendo.
Por ello, los animales poseen un cúmulo de respuestas posibles en cada especie y, en estado natural, no se observan demasiadas diferencias entre los individuos que la comparten.
Como incluimos la valoración social/cultural/epocal que influye en lo personal, los seres humanos construimos respuestas diversas, entre ellas las conductas creativas e inesperadas que hacen a la esencia de lo que somos: seres libres que, como nos legó Jean-Paul Sartre, “estamos condenados a elegir”. Lo propiamente humano se destila en el metabolismo de la información, al constituir desde ella saltos cualitativos que construyen el pensamiento y la cultura. Sin embargo, la esencia de ese funcionar sigue siendo la disposición para recibir, el procesamiento cerrado de la información –dependiente de nuestra conformación– y la respuesta en conductas concretas.
Cuando hablamos de conductas, debemos aclarar que no nos referimos a los simples comportamientos, que tanto estudió y habló el conductismo inaugurado por JB Watson, o la reflexología de la escuela rusa, es decir aquello que es observable. Por conductas entendemos toda expresión de lo humano, sean comportamientos, sueños, actos creativos, la imaginación, el pensamiento, la memoria, etc. Si a esta intelección le sumamos la idea de que todo lo que somos y hacemos es resultado de una evolución, siendo a través de ella concomitante a la necesidad de sobrevivir, podemos decir que toda conducta es una acción destinada a seguir vivos. Desde allí propongo interpretarla y comprenderla.
Seguir vivos es, en nuestra existencia, la posibilidad de crecer, desarrollarnos y desplegarnos.
Partimos de una inicial inserción como embrión en el vientre de nuestra madre, allí recibimos todo lo necesario, y lo que excretamos se incluye en el cuerpo de ella. Al nacer, nuestro organismo está disponible al respirar, y poco al ingerir alimentos, así como buscar afecto.
Allí empezamos a captar lo que es bueno y lo que es malo, siendo lo primero lo que sentimos que nos hace bien y lo segundo lo que el organismo percibe como nocivo.
En principio, esta captación la determinan nuestros reflejos incondicionados, por ejemplo el de succión y la mirada de búsqueda del semejante. Poco después nuestro organismo –sistema cerrado– nos envía información acerca de lo que necesitamos, y lo solicitamos, estando a expensas de un adulto que pueda registrar nuestro pedido y, obviamente, proveernos de ello. Somos en un principio seres “necesitantes” –buscadores de contacto para sobrevivir– al igual que cualquier otro mamífero desarrollado, en particular nuestros primos hermanos los primates.
Desde lo primario que somos en un principio emergen gestos naturales, propios de la especie, estos se entraman en los regulados por la normatividad social del mundo adulto al cual fuimos lanzados en esta vida. Lo que se llama “el socius”, ese locus donde residen las costumbres, los sistemas de creencias, los hábitos, la moral. En ese proceso vamos incorporando lo que Humberto Maturana nominó como “lenguajear”. El gesto normatizado y aprendido en la convivencia se va haciendo lenguaje, palabras que luego se integran como un idioma “materno”.
No es casual, obviamente, esta manera de llamarlo. Todo va fluyendo en la interacción de nuestro sistema con “EL” sistema que se nos impone, y desde una mismidad corporal preperceptual, el organismo se hace urdimbre, se integra, e incorpora ese “hablar” con sus semejantes, a los cuales ha reconocido por “imprinting”, como todo animal, que toma imagen, olor, sonido, tacto, y reconoce a su propia especie.
Es así que, en un pasaje paulatino, con límites indiferenciados, con bordes difusos, como membrana permeable, se va constituyendo nuestro ser en el mundo, y lo que es un deseo organísmico se va haciendo consciente. El ser hablados y hablantes va integrando poco a poco la mismidad y la yoicidad, y nos ampliamos al ser seres deseantes, que subsume a lo necesitante.
De un “nene quiere”, hablando en tercera persona –desde un otro para autorreferirse– pasamos poco a poco a un “yo quiero”. Estamos a la vez en el mundo, y con nuestro organismo disponible al ingreso y egreso de materia e información, siempre filtrada por el sistema cerrado que somos.
Por otra parte, ya habíamos adquirido el registro de las tres vivencias básicas, la alegría, la tristeza y el miedo, que se registran a nivel corporal, como resultado de la satisfacción o no de nuestras necesidades y la percepción del riesgo. Las tres nos permiten sobrevivir.
La alegría como resultado del estar satisfecho, del logro; la tristeza como consecuencia de la no satisfacción, del fracaso; el miedo para detectar los peligros y defenderse.
Todo deriva de allí.
Toda conducta lleva en sí lo bueno lo malo lo alegre lo triste.
Lo bueno y alegre potencia, brinda energía para adelante, para salir, para existir.
Lo malo y triste quita energía, dificulta ir hacia, “problematiza” el existir.
El miedo nos cuida.
Estamos ante vivencias básicas, emociones elementales, que luego, al constituirse en sentimientos (emociones significadas por el lenguaje), hacen a lo humano.
El “hardware” brinda el dato en sí y lo hace hecho neuronal, el “software”, simboliza, significa ese hecho, y le da la forma que se hace sentimiento, razonamiento, o cualquier otra ecuación significante para la persona que está percibiendo –sumando a la prepercepción originaria–.
Desde aquí podemos repensar las distintas cuestiones que hacen a la psicología una ciencia de la conducta (en el sentido que antes se aclaró).
Toda producción psíquica humana es resultado de este funcionar del cuerpo en general y de la mente en particular, sea consciente o no.
Lo consciente, no como la conciencia, sino en el sentido de tener acceso a datos que se nos brindan en un darnos cuenta de lo que estamos “produciendo” como hecho propio de uno mismo. Lo no consciente como aquello que acontece o sucede, y de lo cual no estamos al tanto en el instante, pero podemos deducirlo desde una reflexión posterior, como entramado en las conductas que hemos producido.
Aquí empieza la intelección que hacemos los profesionales del mundo “psi”. Podemos empezar a diagramar ideas acerca de la salud, la anormalidad, y enfermedad o anormalidades mentales y psíquicas, las primeras neuronales, las segundas psíquicas en sí mismas.
En principio, con las primeras estamos ante nociones de las neurociencias; de allí las palabras de enfermedad y salud mental.
Las segundas, acerca del malestar o bienestar en el desarrollo personal.
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