Alfonso López Quintás

Infierno - Divina comedia de Dante Alighieri


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23, Beatriz piensa que Dante ya se ha purificado lo suficiente para resistir la fuerza de la luz que inunda el paraíso, y lo invita a contemplarla abiertamente a ella. «Abre los ojos y mírame como soy: cosas has visto ya que deben haberte acostumbrado a resistir la viveza de mi resplandor» (Canto 23, 46-48).

      Pero pronto le hace ver que muy por encima de su grandeza se hallan las figuras egregias de Jesús y María: «¿Por qué mi faz te enamora de tal modo que no te vuelves hacia el bello jardín que bajo los rayos de Cristo florece? Aquí está la rosa en la que el Verbo divino se hizo carne; aquí están los lirios por cuyo perfume se torna al buen camino» (ibid., 70-75).

      Rodeado de cantos bellísimos y envuelto en una luz cegadora se hizo presente el arcángel Gabriel, que pronunció estas palabras: «Yo soy el amor angélico, que difundo la alta gloria que nace del vientre que fue albergue de nuestro anhelado Bien, y seguiré girando, Reina del Cielo, mientras sigas a tu Hijo, y hagas divina, con tu estancia, la esfera suprema» (ibid., 103-108). Seguidamente, todos los brillantes seres celestes hicieron resonar el nombre de María. «Después permanecieron ante mí cantando Regina coeli tan dulcemente que nunca he olvidado aquel placer (ibid., 110, 127).

      Cuando San Pedro pone a prueba los conocimientos teológicos de Dante, este expone muy sintéticamente la doctrina de la Trinidad, y concluye: «Este es el principio, esta es la centella que se convierte después en llama viva y, como estrella en el cielo, brilla en mí» (Canto 24, 145-147).

      Después de hablar el Canto 24 de la virtud de la fe, y el 25 de la virtud de la esperanza, S. Juan Evangelista —«el águila de Cristo», Canto 26, 52— examina a Dante de la virtud de la caridad o el amor a Dios, y de los motivos que le han llevado hasta el Altísimo. Dante declara que su alma se dirige a Dios con gran fervor porque todas las fuentes de conocimiento lo llevan hacia el «Supremo Bien, la fuente de la felicidad de cuantos habitan el paraíso» (ibid., 7, 16). Pues «el bien, en cuanto bien, en cuanto se lo conoce, enciende el amor, y este amor es tanto mayor cuanto mayor es la bondad que lleva en sí» (ibid., 28-30). Y oí que san Juan me decía: «Por la inteligencia humana y de acuerdo con la autoridad divina, guarda para Dios el mayor de tus amores. Pero dime aún si sientes que otros lazos te atraen hacia Él, de modo que declares con cuántos dientes te muerde este amor» (ibid., 46-50).

      Dante contesta: «Todos aquellos estímulos que puedan hacer que mi corazón se vuelva hacia Dios han contribuido a mi caridad,16 pues la existencia del mundo y la existencia mía, la muerte que Él sufrió para que yo viva y la esperanza que todo fiel —como yo— abriga me sacaron del mar del falso amor y me llevaron a la playa del amor verdadero. Por eso, las ramas que adornan todo el huerto del hortelano eterno las amo tanto cuanta es la perfección que Él les comunica. Apenas callé, un dulcísimo canto resonó por el cielo, y mi dama decía con los demás: «¡Santo, santo, santo!» (ibid., 55-69).

      En ese momento, Beatriz consiguió devolver la luz a los ojos de Dante «con el rayo de sus ojos, que resplandecían a más de mil millas» (ibid., 76-78). Ya en plenas facultades, Dante se ve como embriagado17de júbilo al contemplar cómo «todo el Paraíso canta el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Lo que veía me parecía una sonrisa del universo, pues mi embriaguez entraba por los oídos y por los ojos. ¡Oh gozo! ¡Oh inefable alegría! ¡Oh vida colmada de amor y de paz!» (Canto 27, 1-2).

      Este gozo desbordante se ve amenguado al oír una severa crítica al afán de enriquecimiento de algunos miembros de la Iglesia (ibid., 19ss).

      La importancia del movimiento

      La bienaventurada Beatriz procura grabar a fuego en el corazón de Dante que todo en el cielo es movimiento, en medida directamente proporcional al amor. Le insta a fijarse en «un punto que irradiaba luz tan viva que los ojos por ella iluminados han de cerrarse ante tan intensa claridad. (…) Mi dama, que me veía dudoso y suspenso, me dijo: “De aquel punto dependen el cielo y la naturaleza toda. Mira aquel círculo que más cerca de él está, y sabe que su movimiento es tan veloz por el ardiente amor de que está movido”» (Canto 28, 16-18, 40-45).

      Obsérvese cómo, a los ojos del autor, el movimiento que caracteriza a la vida celeste es suscitado por el amor. El amor inspira el orden. Dante se lamenta de que en el mundo reine más bien el desorden (ib., 46-48). Y Beatriz le advierte: «Comprende lo que te voy a decir si quieres quedar satisfecho y aguza tu ingenio en torno a ello. (…) Este círculo que arrastra consigo todo el otro universo corresponde al círculo en que más se ama y más se sabe (…); y aquí podrás ver la admirable relación que, de más a menos y de mayor a menor, hay en cada cielo con su inteligencia motriz» (ibid., 61-62, 70-78).

      San Bernardo y la devoción a María

      En el Canto 31, el coro de los bienaventurados —«milicia san ta que Cristo hizo esposa por el vínculo de su sangre»— aparece representado en forma de una «cándida rosa» (Canto 31, 1-3).18 Cuando se volvió hacia Beatriz para hacerle unas preguntas, vio que en su lugar se hallaba un anciano de aspecto dulce y alegre, el abad san Bernardo. Le indicó que ella lo había llamado, y ahora se hallaba «en el trono que sus méritos le han deparado» (ibid., 64-69).

      Dante aprovecha la ocasión para reconocer que a ella le debe cuando ha visto y vivido y, sobre todo, su libertad interior. Y le ruega que conserve en él la magnificencia de sus dones, de modo que su alma, que ella ha sanado, le sea grata cuando se separe del cuerpo (ibid., 88-91). Y agrega: «Así oré, y aquella que parecía tan lejana sonrió mirándome, y después se volvió hacia la eterna fuente. Y el santo anciano dijo: “Para que acabes perfectamente tu camino, al que me han conducido tus ruegos y el amor santo, vuela con los ojos por este jardín, pues el mirarlo te preparará la vista para subir hasta el rayo divino. Y la Reina del cielo, a la que amo ardientemente, nos otorgará toda su gracia, porque yo soy su fiel Bernardo» (ibid., 91-102).

      El santo muestra a Dante el orden en que se hallan los santos en el paraíso y le insta a que se fije en el rostro de María. «Contempla ahora el rostro que a Cristo se asemeje más, pues solo su claridad te puede disponer para ver a Cristo. Y vi llover sobre ella tanta alegría —irradiada por las almas santas, creadas para volar por aquella altura— que nada de lo que había visto antes me produjo tanta admiración ni mostró con Dios tanta semejanza» (Canto 32, 85-87).

      Esto le inspiró la siguiente oración: «Virgen madre, (…) eres tan grande y tan poderosa que el que desea una gracia y no recurre a ti quiere que su deseo vuele sin alas. (…) En ti la misericordia, la piedad, la magnificencia se reúnen con toda la bondad que se pueda encontrar en la criatura. Quien, desde el más profundo abismo del universo, ha visto hasta llegar aquí las existencias espirituales una a una te suplica la gracia de poder elevarse con los ojos más arriba, hasta la felicidad suprema. (…) Mira a Beatriz, que con los Bienaventurados junta sus manos secundando mi ruego» (Canto 33, 1-39).

      La visión extática de Dante

      Su oración fue oída, y Dante pide al Altísimo que le dé luz para transmitir al menos un destello de su gloria a las generaciones futuras, de modo que, al recordar en sus versos algo de lo que le manifestó, adquieran una idea cabal de su grandeza (ibid., 67-75). «En sus profundidades vi que se contiene, ligado por el amor en un todo, lo que por el universo está esparcido. (…) Así mi mente, toda en suspenso, miraba fija, inmóvil y atenta, y siempre por el mirar sentíase encendida. Aquella luz causa tal efecto que apartarse de ella para mirar otra cosa no es posible que se consienta jamás, porque el bien, que es objeto de la voluntad, está todo en ella, y fuera de ella es defectuoso lo que allí es perfecto» (ibid., 85-105).

      Termina el autor su poema con esta confesión:

      Aquí desfalleció mi elevada fantasía,

      mas ya mi deseo y mi voluntad eran impulsados

      —al modo como se hace girar una rueda—

      por el amor que mueve el sol y las demás estrellas.19

      La brillantez inefable de las imágenes

      La Divina comedia es una obra tanto para leer como