Por otro lado, como también observaba Pablo VI en la carta Altissimi cantus, citando precisamente la carta a Cangrande: «El fin de la Comedia es, en primer lugar, práctico y transformador. Su propósito no es solo ser poéticamente hermosa y moralmente buena, sino que, en buena parte, es cambiar radicalmente al hombre y llevarle del desorden a la sabiduría, del pecado a la santidad, de la miseria a la felicidad, de la contemplación aterradora del infierno a la contemplación beatificante del paraíso».5
En resumen, la condición que pone Dante para entrar en su obra es que seamos leales con nosotros mismos, con el deseo de felicidad y de bien que mueve la vida de cada uno. Es como si nos dijese: «Estáis hechos así, ¡sed leales! Sed leales con vosotros mismos. Yo os echo una mano, estoy encantado de acompañaros, porque ya he realizado este recorrido y he vuelto para atrás para cogeros de la mano y ayudaros a caminar».
Mi aventura con Dante dio un giro de forma totalmente imprevisible en 2001, cuando uno de mis hijos, debido a que tenía una evaluación sobre la Comedia, me reprochó amablemente: «Papá, tu les enseñas Dante a tus alumnos, hablas sobre él con un montón de gente, pero a nosotros no nos cuentas nada». Así que el domingo me senté con mis hijos y un par de amigos suyos alrededor de una mesa para hablarles de Dante. El domingo siguiente, vinieron el doble de participantes, el siguiente, otra vez el doble: gradualmente, el círculo se fue ampliando hasta superar las doscientas personas. En un momento determinado, se unieron algunas madres, con cierta curiosidad y puede que un poco incrédulas de que sus hijos fuesen realmente a un encuentro sobre Dante; y fueron estas madres las que me pidieron que también leyera con ellas la Divina comedia. De esta manera, nació un ciclo de encuentros bajo el lema «Dante para las amas de casa», cuyos textos se convirtieron en un libro, Alla ricerca dell’io perduto (En busca del yo perdido, ndt.), que tuvo una difusión mucho mayor de la esperada; y, entonces, me empezaron a invitar a que hablara sobre Dante por toda Italia y, más adelante, también en el extranjero.
Entre tanto, en algunos de esos doscientos chicos había crecido la pasión, algunos de ellos habían empezado a estudiar Humanidades en la universidad y, en 2005, dieron vida a Centocanti, una asociación de jóvenes, algunos estudiantes y otros no, que compartían el amor por la Comedia. Al principio, el estatuto de la asociación preveía simplemente que cada uno de los socios se supiera un canto de memoria, de manera que la asociación misma fuese una especie de Divina comedia viviente; con el tiempo, les pedí a algunos de ellos que fueran en mi lugar a los encuentros a los que me invitaban, que eran demasiado numerosos para responder a todos yo solo. Y, de esta manera, empezaron a ir a colegios, centros culturales y plazas a proponer esa nueva forma de leer a Dante que habíamos aprendido juntos. Además, nació la exigencia de quedar regularmente para realizar un trabajo más sistemático, en el que participaron también algunos estudiosos ilustres —quiero remarcar de forma especial la atención y el afecto con los que nos ha acompañado el profesor Umberto Motta, actualmente profesor de Literatura italiana en la universidad de Friburgo (Suiza)—, de los que evidentemente aprendí muchísimo.
Como es natural, con el tiempo, los chicos han crecido, muchos de ellos son profesores, padres de familia, sus obligaciones se han multiplicado y la asociación se ha disuelto. Sin embargo, con algunos sigo manteniendo una amistad profunda, mientras que en la enseñanza su pasión por Dante ha seguido desarrollándose y, por lo tanto, acrecentando también su competencia.
Finalmente, en 2014, quedé con Gabriele Dell’Otto, ilustrador de fama internacional, autor, entre otras cosas, de distintas portadas de Marvel, que, tras asistir a un par de encuentros, me enseñó una ilustración que representaba a Dante en la «selva oscura». Enseguida nos hicimos amigos y, en un momento dado, Gabriele me dijo: «¿Por qué no hacemos una edición completa de la Comedia? Tú la comentas y yo la ilustro». Me parecía una locura, pero a él no. Así que reuní a algunos de los chicos de Centocanti, les propuse la idea y su respuesta fue unánime: «Si lo haces, nosotros te apoyamos».
Es una tarea que hace «palpitar las venas y el pulso».6 Pero lo intentamos. Empezamos a vernos regularmente, formulamos hipótesis y nos repartimos las tareas. Cada uno asumía el riesgo de sugerir la clave de lectura de un canto, después, lo volvíamos a mirar juntos; del diálogo nacían nuevas claves, nuevas sugestiones, y, poco a poco, el comentario se fue haciendo más profundo y rico. En este trabajo también participó Dell’Otto, dentro de lo que sus compromisos le permitían, y sus ilustraciones salían del encuentro de su genio con la lectura que estábamos desarrollando; juntos decidimos que los dibujos tenían que ayudar al lector a ensimismarse con lo que Dante ve, no a ilustrar los relatos que escucha. De esta manera, la obra que ha ido tomando forma poco a poco es el fruto de una amistad, de un trabajo común, de una compañía para la vida que va más allá del objetivo de escribir una introducción a la Comedia. Y precisamente por eso me atrevo a esperar que estos textos e imágenes, nacidos de la vida, puedan hablarle a la vida de cada lector.
Volviendo al principio, esta edición de la Comedia, al igual que toda mi historia con Dante, es un intento claro y simple: el de restituir el corazón de su mensaje al lector común, a la gente sencilla.
Con la humilde ambición de insertarme en la tradición inaugurada en 1373 por los florentinos, cuando presentaron una petición a los priores de la ciudad pidiendo que:
A favor de la mayor parte de los ciudadanos de Florencia que para sí, para los demás ciudadanos deseosos de aspirar a las virtudes y también para sus hijos y descendientes que quisieran ser instruidos en el libro de Dante, a través del que incluso quien no ha estudiado también puede ser educado para huir de los vicios y adquirir las virtudes y una bonita elocuencia, con suma reverencia se os suplica a vosotros, reverendos priores [etcétera, sigue la enumeración entera de los notables del concejo] que os ocupéis de proveer y de hacer aprobar solemnemente que se escoja a un hombre de valía y sabio [no es mi caso], bien docto en la ciencia de esta clase de poesía, por el tiempo que deseéis, si bien no mayor de un año, para que lea el libro vulgarmente conocido como «El Dante» en la ciudad de Florencia para todos los que lo deseen escuchar todos los días no festivos en un ciclo de lecciones continuo, como se suele hacer en estos asuntos.7
Nótese que se trata de una solicitud realizada por el pueblo, no por los profesores de la época: son los ciudadanos comunes que, «deseosos de aspirar a las virtudes» —como si dijeran: «queremos que nos ayudéis a ser mejores, más hombres, más verdaderos»—, piden «ser instruidos en el libro de Dante, a través del que incluso quien no ha estudiado también puede ser educado para huir de los vicios y adquirir las virtudes». La solicitud fue aprobada y el encargo se le confió a Giovanni Boccaccio, que durante esas lecturas dio a la obra de Dante el nombre que la consagra para siempre: Divina comedia.
Recientemente, durante un viaje a América Latina, me pasó una cosa que sirve como confirmación impresionante de hasta qué punto es verdad que Dante también habla para los que no han estudiado. En Venezuela conocí a una mujer, casi analfabeta, que para conseguir un título de estudios había tenido que hacer, entre otras cosas, un trabajo sobre Dante. Nunca había oído su nombre, pero empezó a leerlo y se apasionó. Ahora va siempre con una edición baratísima de la Divina comedia en el bolsillo.
La Venezuela de ahora es un país al borde del abismo, desde el amanecer, fuera de las tiendas se forman largas filas de mujeres que esperan encontrar algo de pan, patatas, algo para alimentar a sus hijos. También esa mujer se pone en la cola y, durante la espera interminable, saca su Comedia y empieza a leerla y a explicársela a las personas que tiene a su alrededor. Cuando le pregunté por qué, me respondió más o menos esto: «Es necesario el alimento del cuerpo, pero también lo es el alimento del alma». En esta tradición que va desde Boccaccio hasta hoy también se sitúa mi intento: que Dante vuelva al pueblo, a quien no lo ha estudiado, para que cada uno pueda «ser educado para huir de los vicios y adquirir las virtudes», es decir, para ser ayudado a vivir feliz. A mis chicos y a mí nos ha hecho mucho bien tratar de compartir estos años de lectura y de amistad. ¡Espero que también lo sea para otros! Los lectores dirán si lo hemos conseguido.
1 Paraíso XVII, vv. 58-60.
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