Kira Sinclair

Un corazón rebelde


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bien y no era el momento de empezar a discutir con ella.

      –Tienes todo el tiempo del mundo para decidir qué quieres hacer. Sé que tu padre te ha ofrecido un puesto dentro de la empresa, y a los dos nos encantaría que aceptaras, pero ni él ni yo esperamos que tomes esa decisión ahora mismo. Tómate tu tiempo. Disfruta de la libertad.

      Stone asintió. No tenía valor para decirle que no le interesaba unirse a Anderson Steel. La empresa se llamaba así por el abuelo de su madre. En una época en la que pocas eran las mujeres que podían ocupar puestos de responsabilidad en los negocios, sus padres habían ocupado los cargos de gerente y vicepresidente desde mucho antes de que él naciera.

      Siempre le había maravillado su capacidad para trabajar juntos todo el día y seguir tan enamorados. Él era lo más importante para ellos, pero nunca había sentido esa profunda conexión. De hecho, nunca había deseado entrar en la empresa, aunque diez años antes no se le habría ocurrido pensar que deseaba tomar otro camino. Sin embargo, en aquel momento… perder diez años de libertad te hacía replantearte hasta la decisión más simple de tu vida.

      Ya no le interesaba cumplir con lo que se esperaba de él, en particular en lo referido a participar en Anderson Steel, pero el problema era que aún no tenía otro camino. Aún.

      Ya cruzaría ese puente más tarde. Los problemas, de uno en uno.

      No había puesto el pie en el último peldaño de la escalera cuando la música suave que se deslizaba por el salón de baile cesó, y todas las miradas de la sala aterrizaron en él.

      No tenía ni idea de lo que estarían viendo o pensando y, francamente, no le importó. Bueno, no exactamente. Había una persona que sí le importaba, aunque no debería.

      Había sentido su presencia nada más entrar ella en el salón, pero iba a hacer cuanto pudiera por ignorarla, al igual que iba a ignorar miradas y susurros.

      Piper Blackburn permanecía en la zona menos iluminada del salón y, a pesar de la copa de Merlot que se había tomado, seguía sintiendo la garganta seca y áspera.

      No podía apartar la mirada de él, como tampoco podía controlar el temblor de las manos. Mejor dejar a un lado la copa, no se le fuera a caer. Lo último que quería era llamar su atención. O mejor dicho: no quería llamarla aún. Tenía que estar más tranquila antes de enfrentarse a él. Antes de dar rienda suelta a la frustración acumulada durante diez años, al dolor, a la culpa.

      Cerró los ojos y respiró hondo varias veces, empleando las técnicas de relajación que enseñaba a sus pacientes. Cuando se sintió un poco más centrada, los abrió de nuevo, e inmediatamente perdió lo conseguido, pues Stone seguía en su línea de visión, alto, fuerte y guapo como el mismo demonio. Estaba parado, como desafiando a quienes lo escrutaban.

      Parecía distinto, pero no podía esperar otra cosa. Diez años en la cárcel cambiarían a cualquiera, ¿no? Lo veía más grande. No más alto, porque con veinte años ya medía más de metro ochenta, pero sí más musculado, con más volumen. Más duro, no solo en cuerpo, sino en actitud. El muchacho que ella conocía se movía con gracia, y esa gracia seguía presente, pero era como si su exterior de seda cubriese un interior de puro acero.

      Un brote de risa histérica siguió a su propio chiste. Interior de acero para el hijo de los magnates del acero. Tenía que controlarse si quería que el discurso en el que había estado trabajando saliera como tenía planeado. Lo contrario la cabrearía sobremanera.

      Aquella noche era la vuelta de Stone a la sociedad y la libertad, pero al mismo tiempo era también el cierre de una etapa, la última pieza que ella necesitaba para dejar atrás el pasado de una vez por todas.

      Los murmullos se recuperaron poco a poco. La gente comenzó de nuevo a moverse. Alguien se abrió paso entre los asistentes para propinarle una palmada en la espalda a Stone y darle la bienvenida. Durante casi una hora, Piper permaneció en la parte más alejada, viéndole saludar a personas que conocía de toda la vida con una expresión vacía. No sonrió, ni rio. Se mostró solo educado y confiado, remoto e inalterable.

      Era distinto, y la culpa era suya.

      Sin embargo, no por ello iba a dejar de hacerle las preguntas para las que llevaba diez años esperando una respuesta.

      Aguardó a que llegase su momento y, cuando lo vio acercarse a su madre para decirle unas palabras al oído y encaminarse después a la escalera, supo que era ahora o nunca.

      Respiró hondo y echó a andar pegada a la pared, evitando la escalera principal que Stone había utilizado en favor de otra más pequeña, reservada al personal de servicio. Aquella casa le era tan familiar como si fuera suya. Puede que incluso más. La conocía de cabo a rabo. La había explorado con el hombre que intentaba escapar de la fiesta organizada en su honor.

      Escapar de ella. Pero ya se había cansado de que la ignorase.

      La pesada puerta de madera que cerraba el paso al final de la escalera daba a un tranquilo corredor, y llegó justo a tiempo de ver cómo se cerraba la puerta de la biblioteca que había al otro extremo. Tendría que haberse imaginado que iría allí, al lugar en el que tantas horas habían pasado juntos. La estancia llena de felicidad y buenos recuerdos.

      De niños, se sentaban sobre la alfombra ante la enorme chimenea y reían leyéndose historias de las más rocambolescas aventuras. De adolescentes, acomodados en los sofás, hacían los deberes y fantaseaban con el futuro. La vida era entonces tan increíble, estaba tan llena de posibilidades… Hasta que, de pronto, dejó de estarlo.

      Ni siquiera aquel doloroso recuerdo logró evitar que abriera la puerta y entrase. Las palabras que durante tanto tiempo había practicado se arremolinaron en su cabeza mientras cerraba y apoyaba la espalda en la puerta.

      Una luz cálida que provenía de varios apliques de pared bañaba la estancia en dorado. Stone estaba de pie ante el ventanal curvo, de espaldas a ella, y sin darse la vuelta, dijo:

      –Me preguntaba hasta cuándo ibas a esperar.

      El timbre de su voz acabó de desatar el nerviosismo que amenazaba con apoderarse de ella, y sintió una corriente eléctrica recorrerle la piel. Era así de simple y así de complicado. La reacción que experimentaba ante aquel hombre llevaba años siendo un embrollo de emociones en conflicto.

      Se sentía tan congelada como uno de aquellos cisnes de hielo que adornaban el bufé de abajo cuando Stone giró la cabeza para atravesarla con la mirada. Su expresión remota fue como una patada en el vientre.

      Imbécil… Habían pasado demasiado juntos para que la mirara con la misma expresión desapasionada y vacía que había dedicado a todos los demás. Se merecía más de él.

      De pronto echó a andar con paso decidido hacia él. Todas las palabras que había practicado se ordenaron detrás de los labios, dispuestas a salir.

      Stone se volvió, parado con las piernas abiertas y las manos apretadas.

      Cómo deseaba abofetearlo, escuchar el sonido del impacto de su mano en la mejilla, pero no lo hizo. Aun estando enfadada, seguía alegrándose de verlo al fin.

      La velocidad que había ganado la empujó contra él, y rodeándolo con los brazos, lo apretó contra sí. Calor, felicidad y arrepentimiento se le clavaron en el vientre, y cerró los ojos. Era maravilloso poder abrazarlo.

      Hasta que se dio cuenta de que él no se había movido. Seguía teniendo los puños apretados y los brazos a lo largo del cuerpo.

      Se separó e intentó interponer algo de espacio.

      –Lo siento.

      –¿Qué sientes?

      –Acabo de ver a un par de docenas de personas a las que les importas un comino revolotear a tu alrededor como si fueses Cristo redivivo mientras, en silencio, las condenaba por ser hipócritas y falsas.

      –Entonces, ya somos dos –replicó él, y un brillo que duró apenas una décima de segundo hizo resucitar sus ojos castaños.

      –Y