la tomaba de la mano y esperaba a que apareciera el sacerdote, Maudelle comenzó a confesarse. Él había oído hablar del arrepentimiento en el lecho de muerte, pero hasta entonces jamás había pensado seriamente en ello. No, hasta que su tía le reveló ciertos secretos que le había ocultado hasta entonces.
La confesión de su tía hizo que la vida de Andre diera un brusco giro, llevándolo, además, a Salt Lake City, en Utah. Un lugar remoto que habían elegido los primeros mormones en su expansión hacia el oeste en 1840.
Andre amaba tanto el mar que el verse rodeado por el gran desierto de Salt Lake resultó un verdadero castigo para él. Aunque solo iba a ser una situación temporal y pronto volvería a su trabajo.
Por momentos, casi dudaba de seguir estando vivo. Solo la fragancia de los melocotones le recordaban poderosamente su mortalidad. Y, por supuesto, ese monje que yacía enfermo en su severa celda al otro lado del santuario. Un monje conocido por todos como el abad. El padre biológico de Andre. Había nacido sesenta y seis años antes y tenía sangre inglesa y francesa en sus venas.
Según el padre Joseph, el abad llevaba diez años sufriendo ataques de neumonía y la enfermedad lo había dejado en un estado muy frágil.
Cuando Andre entró en la celda, su padre se volvió hacia él.
–¿Le has enseñado el monasterio a la periodista?
–No, le dije que estarías mejor dentro de una semana. Te has pasado toda la vida construyendo este monasterio, así que deberías ser tú quien relatara su historia.
Su padre levantó la mano.
–Yo no he hecho nada. Todo ha sido obra de Dios, hijo.
–Lo que tú digas, padre. De todos modos, esperaremos a que te recuperes y seas tú quien se lo enseñe a la periodista.
–No creo que pueda hacerlo.
–No digas tonterías –replicó Andre. Perder al padre que acababa de encontrar finalmente era un golpe demasiado duro para él–. He llamado a una ambulancia para que venga a recogerte. Tienes que ir a un hospital.
–No –el anciano trató de incorporarse–. No quiero ir a ningún hospital. Nunca me gustaron.
Algo que Andre debía de haber heredado de él.
Pero había más cosas.
–Ahora tú eres mi único consuelo. Acércate. Es una alegría poder hablar con mi hijo. Eres un regalo divino que me llega en el último momento de mi vida.
Eso debía de ser mentira.
La repentina aparición de Andre en el monasterio diez días antes, diciendo que era el hijo del abad, había causado un gran impacto. Andre estaba convencido de que la neumonía se había agudizado por su culpa.
Le daba igual que su padre lo negara. Andre sabía la verdad. Él era el responsable del estado actual del anciano y eso le causaba un gran sufrimiento.
–No tienes la culpa de nada, hijo mío. De hecho, eres una víctima y mi corazón sufre sabiendo que has vivido sin una verdadera familia a tu alrededor. Si hay un dedo acusador, debería señalarme a mí por haber hecho el amor con tu madre antes de consagrarme como monje. Ha sido la cosa más egoísta que jamás haya hecho.
Andre echó la cabeza hacia atrás.
–Según la tía Maudelle, mi madre te tentó, a pesar de tus negativas.
–Maudelle era la hermana mayor de tu madre. Ella no se casó jamás, ni siquiera conoció a ningún hombre. Los celos que sentía por tu madre la hicieron decir cosas desagradables. No creas sus acusaciones. Un hombre no puede ser tentado si él no lo quiere, hijo mío. Tú has vivido en el mundo y sabes que es cierto.
Andre lo sabía perfectamente.
–Tu madre era de procedencia francesa y era una mujer muy guapa. Tu pelo oscuro y tus ojos negros me recuerdan a ella –el hombre sollozó brevemente–. Aunque siempre había querido servir a Dios, la amaba también a ella, y si me hubiera dicho que estaba embarazada, nos habríamos casado. Quizá una parte de mí estaba esperando que así fuera. Le conté que me iban a enviar a Utah, pero ella se quedó callada. Nunca volví a verla ni a tener noticias suyas. Así que nunca me enteré de que había muerto a consecuencia del parto.
Grandes lágrimas se derramaron por sus mejillas.
–Así que no te equivoques, Andre –continuó con voz ronca–. Tu madre no era ninguna egoísta. No me confesó su estado porque sabía que yo deseaba consagrarme a Dios. Y tía Maudelle hizo algo todavía más altruista. A pesar de sus celos, te crio y te convirtió en un hombre maravilloso.
–Pero ni siquiera me bautizó con tu apellido, padre.
–Eso no fue culpa suya. Estoy seguro de que tu madre lo decidió así para no ensuciar el nombre de mi familia. ¿No lo entiendes? Quisieron protegerme. Pero Benet es un apellido muy bonito. Es el de tu madre y tienes que sentirte orgulloso de llevarlo. !Oh Andre¡ No merezco tanta alegría, pero estoy seguro de que Dios recompensará a Maudelle por haberte criado como si fueras su hijo.
El anciano miró a Andre con ternura.
–Estoy muy orgulloso de ti. Has viajado, has hecho muchas cosas diferentes, hablas otros idiomas y has estudiado en la universidad. También sé que has invertido tu dinero inteligentemente. Ningún hombre pediría un hijo mejor. ¡Me gustaría que todo el mundo supiera que eres hijo mío!
–No hace falta, padre. Nadie tiene por qué saberlo. Nunca quise traerte la vergüenza.
–¿Vergüenza? –dijo verdaderamente enfadado–. ¡No lo entiendes! ¿Por qué iba a esconder algo tan milagroso como mi propia carne a los hermanos con los que he trabajado todos estos años? Les he dicho que cuando yo me haya ido, tú podrás quedarte aquí el tiempo que quieras. Esta puede ser tu casa siempre que así lo desees.
El anciano respiraba fatigadamente.
–Yo no he sido un hombre de mundo. No puedo dejarte una tienda o una granja. No tengo nada. Pero puedo darte un lugar tranquilo donde reposar a solas y meditar. Creo que solo te falta una cosa para ser un gran hombre. Pienso que lo has aprendido todo menos el significado de la vida. Quizá ese lo encuentres aquí algún día y luego sabrás disfrutar de la paz que has estado evitando durante tanto tiempo.
Andre, maravillado por la sabiduría de su padre, tomó la frágil mano que se tendía hacia él. Cuando oyó el sollozo de su padre, no pudo evitar estremecerse y llorar con él.
–¿Andre? –susurró el anciano poco después–. Sé lo que hay en tu corazón. Aparte de la confusión y la rabia que puedas sentir contra mí, tu madre y tu tía Maudelle, sé que tienes preguntas que hacerme. Yo trataré de contestarlas lo mejor posible, pero debes prometerme algo a cambio. ¡Prométeme que no dejarás que tu vida se guíe por la rabia y la amargura de ahora en adelante!
Su padre le estaba pidiendo un imposible, pero en aquella situación no pudo hacer otra cosa que prometer lo que creía que no iba a poder cumplir.
Fran no podía creerse que estuvieran ya a mediados de mayo. El viernes era la fecha límite para entregar los artículos que saldrían en julio y todavía tenía que ir a Clarion para visitar a algunos de los descendientes de los primeros judíos que se asentaron allí.
–Por la línea dos, Fran.
–No puedo en este momento, Paula.
–Pero el hombre ha llamado ya cinco veces.
–¿Cómo se llama?
–No me lo ha dicho.
–De acuerdo.
A Fran no le gustaba que la gente no dejara su nombre para que los pudiera llamar después. Debían de creerse que tenía tiempo para estar todo el día contestando al teléfono.
–Aquí la señorita Mallory.
–Por