Rebecca Winters

Fruto prohibido


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      ¿Y cómo podía ser su madre una mujer que había estudiado solo la primaria, que había vivido toda su vida sin aspirar a nada, obligada a asistir a misa todas las semanas y cosiendo vestidos para las personas ricas?

      Por lo que le había dicho su padre, ella había sido una muchacha muy bonita que tenía numerosos pretendientes, pero tuvo la mala suerte de enamorarse de un hombre que quería ser monje.

      Todo aquello carecía de sentido para Andre. Seguramente, así se sentirían muchos niños cuando descubren la identidad de sus progenitores.

      Se secó el rostro con una toalla y notó su barba incipiente. Tenía que afeitarse, ya que iba a verse con la señorita Mallory a las nueve. Una vez que diera el visto bueno a su artículo, tomaría un taxi para el aeropuerto.

      Por muy bien que se hubieran portado los hermanos con él, no dejaba de ser un extraño allí, y ya era hora de marcharse.

      Había pensado que le gustaría volar hasta Los Ángeles y desde allí, viajar a Alaska, lugar que siempre había deseado conocer. En su estado de ánimo, le apetecía ver las soleadas aguas del océano Pacífico.

      Después de vestirse, salió a reunirse con los hermanos en los campos de labranza. Eran las cinco y ellos ya estaban trabajando. Tres o cuatro horas de trabajo físico le vendrían bien a su estado de ánimo, mejor que un libro. Al menos, así no tendría que pensar.

      Durante sus numerosos viajes, Andre había conocido a muchas mujeres misteriosas y exóticas. E incluso había llegado a relacionarse con varias de ellas, pero desde que había llegado a ese monasterio, no había vuelto a pensar en ninguna, salvo en esa señorita Mallory. Aunque seguramente era solo porque sabía que tenía que ver el artículo.

      Cuatro horas después, la mujer entraba en la tienda de regalos con una carpeta debajo del brazo. Andre descubrió disgustado que había estado esperando ansioso la llegada de ella y que su pulso se había acelerado nada más verla.

      Ella no era la mujer más bella que hubiera conocido nunca, pero tenía algo diferente. Incluso bajo la luz tenue que los alumbraba, rebosaba salud.

      –Buenos días –dijo ella con una voz ronca, que lo conmovió internamente.

      –Señorita Mallory, puede dejar la carpeta en el mostrador –dijo, despejándola de objetos.

      –Como puede ver, una foto del padre Ambrose abre el artículo. Lo conseguimos gracias a los archivos de la iglesia católica.

      –Debe de ser como de hace veinte años. Estaba muy guapo con el hábito. Ha sido usted muy amable al permitirnos hacer este reportaje. Me gustaría regalar al monasterio las galeradas. Así podré… así la revista podrá agradecerle el tiempo que nos ha prestado.

      Andre se fijó en el rostro bronceado y los ojos azules de su padre. Solo una mirada a ese joven monje borró de su mente la imagen del hombre que había muerto en sus brazos.

      La señorita Mallory estaba en lo cierto.

      Su padre había sido un hombre muy guapo. Se veía que había sido alto y tenía un aire distinguido. De pronto, el corazón de Andre se vio inundado por un inesperado orgullo filial.

      Ella lo miró con una expresión preocupada en sus ojos verdes.

      –¿Está usted bien?

      Él se aclaró la garganta.

      –Sí –respondió, agradecido por el regalo que aquella mujer le había hecho.

      –Por favor… –dijo ella después de dudar un momento–. Lea tranquilamente el artículo. Yo iré a dar un paseo mientras tanto.

      Él agradeció que lo dejara solo. Una vez que ella se marchó, leyó el artículo, maravillado por el trabajo que aquella mujer había hecho. Las fotos reflejaban perfectamente la calma y belleza que emanaban de la iglesia y sus alrededores.

      Un gran dolor lo invadió al pensar que su padre no podría disfrutar de ese magnífico tributo a su vida y a su contribución al monasterio.

      Estaba tan ensimismado al terminar de leer el artículo, que ni siquiera se dio cuenta de que la señorita Mallory había regresado hasta que notó el aroma de su perfume.

      –¿Le gustaría cambiar alguna cosa? ¿O quizá no esté de acuerdo con algo? –le preguntó, mirándolo a los ojos.

      –No. Estoy seguro de que al abad le hubiera encantado.

      –Me alegro. Después de que lo publiquemos, traeré copias para todos los hermanos.

      «Pero yo ya no estaré aquí», pensó Andre.

      –Seguro que se pondrán muy contentos.

      –Bueno, no quiero entretenerlo más. Y además, tengo que volver a mi despacho. Así que… Adiós.

      Cerró la carpeta y se la volvió a poner debajo del brazo. Él se fijó en su cuerpo sensual, cubierto por un traje de color amarillo.

      Así que, debido al nudo que se le formó en la garganta, ni siquiera pudo responderla. Se limitó a quedarse allí, quieto, como si ese mostrador le sirviera de refugio.

      Bueno, así tendría una cosa menos de la que acordarse.

      A Andre no le gustaba nada Salt Lake y no pensaba volver nunca.

      Fran debería estar preparando su viaje. Iba a cubrir la gira del coro Lake Mormon Tabernacle por Los Ángeles y Australia, pero llevaba unos días impaciente porque saliera el número de julio. Aquella noche se la había pasado en vela, esperando a que amaneciera para llevar ejemplares de la revista a los hermanos del monasterio.

      Después de su última visita al lugar, había decidido que enviaría las copias por correo. Le parecía lo más sensato, después de los sentimientos que cierto monje había despertado en ella.

      Aunque había algo en su interior que le impedía hacerlo de ese modo.

      «Tengo que ver a ese monje por última vez. Tengo que verlo».

      Su madre se quedaría muy sorprendida si se enterase de aquello. Incluso ella misma se sentía sorprendida por su comportamiento.

      Si se enterara el pastor de su iglesia, diría que aquello era obra del enemigo y que este atacaba donde uno era más vulnerable. Se lo había oído decir muchas veces desde el púlpito, pero nunca se lo había tomado en serio.

      Y tampoco quería hacerlo en esos momentos, pero estaba segura de que no era correcto ir a visitar de nuevo al monje.

      «Usted no es la primera mujer curiosa que ha venido, intrigada por nuestra decisión de permanecer célibes. Sin duda a alguien como usted, esto le puede parecer incomprensible».

      Fran siempre se sonrojaba cuando se sentía avergonzada por algo. Así que al recordar las palabras de él, no pudo evitar sonrojarse.

      Aquel monje parecía conocerla mejor que ella misma y lo más humillante era que iba a regresar a la escena del crimen. Y parecía que iba en busca de más de lo mismo. Quizá fuera por masoquismo o, simplemente, porque quería atraer la atención de ese monje célibe.

      Aunque había más de cien hermanos en el monasterio, ella solo llevó un par de docenas de ejemplares. No era necesario llevar una copia para cada uno, ya que a los monjes no se les permitía tener posesiones personales. Pero sí quería que tuvieran suficientes ejemplares como para que todos pudieran leer el reportaje e incluso quizá quisieran poner alguno de exposición en la tienda de regalos.

      Al llegar al monasterio, vio que había varios coches aparcados fuera, así como un autocar de turistas.

      Frunció el ceño. No había pensado en que pudiera haber nadie delante cuando ella hiciera entrega de los ejemplares.

      «Lo que quieres es estar a solas con él».

      «Eres una estúpida, Francesca Mallory».

      Salió del coche y se encaminó a la entrada de la capilla,