Rebecca Winters

Fruto prohibido


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falta de caridad, pero él había sido muy grosero con ella.

      –¿Sí?

      –Me lo merezco.

      La respuesta hizo que Fran cerrara los ojos con fuerza. Desde luego, ese hombre no correspondía con la idea que ella tenía de un monje.

      –Si el abad se ha recuperado lo suficiente como para hacer la entrevista, debería usted hablar con Paul Goates. Es asunto suyo.

      –Me han dicho que está de vacaciones. Si sigue interesada en el artículo, venga hoy al monasterio.

      La comunicación se cortó.

      Ella se quedó con el auricular pegado a la oreja unos segundos y luego dio un grito de frustración antes de colgar.

      –Venga hoy al monasterio –repitió, imitando la voz.

      ¿Quién se creía que era ese hombre?

      –¿Hablando sola otra vez, Frannie? Ya sabes lo que eso significa –Le espetó Paul.

      Ella se giró en la silla.

      –¿Qué haces aquí?

      El periodista rubio y bajito parpadeó.

      –Pues creo que trabajo aquí.

      –Pero si me acaban de decir que estás de vacaciones.

      –¿Sí? ¿Por fin me ha dado Barney unos días libres? ¿Ahora que estamos tan cerca de la fecha de entrega de los artículos? Esto es nuevo.

      –Ese monje del monasterio acaba de llamar para decirme que tenía que ir a hacer la entrevista hoy mismo, ya que tú no podrías hacerla debido a que estabas fuera.

      –Estaba. Ayer –replicó Paul con una sonrisa–. Es evidente que ese monje quiere verte otra vez. Si tú no puedes imaginarte lo difícil que debe de ser para ellos ver a una mujer guapa, yo sí que puedo.

      Paul se equivocaba. Al monje en cuestión no le gustaban las mujeres. Lo sabía de primera mano.

      –Pues no pienso volver allí. Es tu artículo, Paul.

      –Oh, vamos. Dale una alegría al pobre hombre –el periodista le guiñó un ojo–. Además, hoy tengo que ir al Museo de los Dinosaurios para tomar fotos de los fósiles de brontosaurio que acaban de encontrar. Y no te olvides de que ya has tomado fotos del exterior del monasterio. Y son fabulosas, a propósito. Sobre todo, las que has tomado de las montañas con el gran angular.

      –Muchas gracias –musitó, preocupada por el repentino cambio de planes.

      Casi le daba miedo volver a ver a ese monje, aunque en el fondo la había fascinado. La había hecho sentir cosas nuevas a las que no sabía poner nombre. Además, la entrevista sería con el abad.

      En cuanto al monje, rezaría para no tener que hablar con él. Y si por casualidad se encontraban, fingiría no verlo.

      Pero una hora después, tuvo que retractarse de sus palabras cuando descubrió que la estaba esperando en el aparcamiento del monasterio. Antes de apagar el motor, notó que su nivel de adrenalina había subido poderosamente.

      El monje abrió la puerta del conductor y tomó el bolso con las cámaras. Fran se sonrojó violentamente al notar que el monje miraba sus piernas largas y torneadas donde el vestido se le había subido. Salió rápidamente del coche, observando que él iba vestido de la misma manera que la última vez.

      Fran no se había dado cuenta en su primera visita de lo moreno que estaba él. La luz de la tienda era muy débil. Pero a la luz del sol, se notaba que pasaba muchas horas al aire libre. Fran no pudo evitar contener el aliento al observar su bello rostro y su cuerpo duro y musculoso. Avergonzada, apartó los ojos.

      –Debe de haber rebasado el límite de velocidad para llegar tan pronto, señorita Mallory.

      –Tengo mucha prisa. Esta parada es una de las varias que tengo que hacer durante el día de hoy, pero supongo que para usted ese es otro de mis pecados.

      –¿Otro?

      –Me imagino que habrá hecho una larga lista.

      –¿Por qué iba a hacerlo? –preguntó, cerrando la puerta del coche.

      –¿Está el abad esperando? –quiso saber, ignorando la pregunta.

      –No, murió cuatro días después de su visita.

      –No entiendo por qué no me lo ha dicho cuando me ha llamado –replicó enfadada.

      –¿Por qué? Su muerte seguramente no significa nada para usted y de todas las maneras conseguirá su artículo.

      Ella se volvió hacia el monje con los puños cerrados.

      –¿Cómo puede decirme eso? Paul me contó que por teléfono el abad parecía una persona encantadora. Estaba deseando conocerlo y me apena mucho su muerte.

      –Acepto la reprimenda.

      Fran tragó saliva. No era una disculpa sólida, pero era evidente que el monje jamás había desarrollado ninguna habilidad social.

      –Creo que fue abad aquí durante treinta años. Me imagino que los monjes lo echarán mucho de menos.

      –Seguro que sí.

      –Se burla de mí.

      El monje se encogió de hombros con un gesto elegante.

      –Para nada. Al contrario. Lo echaré de menos más de lo que usted cree –contestó.

      Quizá la muerte del abad lo hubiera entristecido de verdad, pensó Fran. ¿No había leído en algún sitio que los monjes y monjas se suponía que no llegaban a encariñarse con nadie? En opinión de Fran, una persona tenía que ser bastante inhumana para que eso fuera cierto.

      –El padre Ambrose me pidió que hiciera yo la entrevista en su lugar.

      Allí pasaba algo extraño que Fran no entendía. Pero no sentía ningún deseo de indagar más.

      –Este artículo podría servir para honrar su memoria.

      –Hábleme de la revista para la cual trabaja, señorita Mallory.

      –Es una publicación mensual que trata de mostrar lo que es Utah al resto del mundo. Se hacen reportajes sobre lugares de interés, de historia, religión, industria, lugares de ocio y sobre personas en particular.

      –¿Y qué interés tiene la historia de este monasterio?

      –Bueno, estamos interesados no solo por la Utah de hoy en día. También nos gustaría indagar sobre el pasado de la región. Según tengo entendido, este monasterio data de 1860, aunque el primer edificio, hecho de madera, fue quemado durante una huelga de los trabajadores de la zona. Y parece ser que el monasterio se convirtió en una comunidad aislada del exterior hasta la llegada del abad Ambrose, cien años después. Él convirtió el lugar en un santuario para todos aquellos que lo quieran visitar.

      –Me impresiona que sepa usted tanto sobre el lugar. Le sugiero que hagamos la entrevista mientras damos un paseo por el huerto.

      Por primera vez, él parecía no estar a la defensiva, y eso contribuyó a que ella se pudiera relajar al fin.

      –Si le parece bien, grabaré la conversación.

      Él asintió mientras caminaba a grandes zancadas. Ella tenía que andar muy deprisa para poder seguir su paso.

      –¿Fue idea de él lo del huerto?

      –Sí, y lo de las colmenas también. Con la miel blanca que hacía el abad consiguieron suficientes ingresos como para mantener la comunidad sin necesidad de recibir dinero del exterior. Incluso, se pudo comprar más tierras de cultivo.

      –¿De dónde sacó la receta?

      –El abad se crió en Louisiana. Allí tenía un amigo, cuya madre cocinaba para una familia rica de la zona. Según parece, el abad se fijó