los rosales durante largo tiempo descuidados por Edna, plantados a cada lado de las escaleras del porche. Cuando los vio, estaban llenos de malas hierbas y casi marchitos por la falta de agua y fertilizantes. Sin molestarse en pedir permiso, buscó unos guantes y herramientas en el cobertizo y se pasó horas podando, cavando, acarreando agua desde el pozo y rastrillando el abono del corral. Hasta el momento, los rosales la habían recompensado con nuevos brotes y un buen número de capullos todavía verdes. Si Edna había notado el cambio, no le había comentado nada al respecto. Pero al menos no se había quejado.
Al atravesar el pasillo, se miró en el espejo de marco dorado. Durante la última semana, Priscilla le había entregado tres de sus vestidos. Ese día Hannah había escogido uno ligero, de cuadros, con tonos pastel de rosa y azul. En ese momento se detuvo para mirar a la elegante joven del espejo, con la melena recogida en lo alto de la cabeza. ¿Era ella realmente? Con cada día que pasaba, estaba menos y menos segura.
Llevaba cerca de una semana sin ver a su familia. Sólo en ese momento, mientras evocaba cada rostro querido, tomó conciencia de lo mucho que los había echado de menos. Decidió que iría a verlos ese mismo día. La granja de los Gustavson no estaba lejos: treinta minutos por el atajo que tanto le gustaba. Edna probablemente agradecería su ausencia de la casa durante unas horas.
Alegre por la perspectiva de la visita, se dirigió a toda prisa a la cocina para avisar a Gretel.
Judd esperaba en una boscosa loma, montado sobre Black Jack, su gran potro negro. Hacía sol y el aire perfumado de los pinos era claro y limpio con el cristal. Abejas y mariposas volaban de flor en flor.
Oteó el horizonte salpicado de cumbres cubiertas de nieve. La naturaleza había sido generosa aquel año. Las nieves del invierno habían sido abundantes, lo mismo que la lluvia de primavera. Habría comida y agua de sobra tanto para las vacas como para la fauna salvaje. En el verde arroyo que se distinguía colina abajo, el ganado pastaba en la hierba de verano. Los terneros de primavera retozaban al sol. El ganado estaría bien por lo menos hasta el otoño… de manera que se le habían acabado las excusas para quedarse en la montaña. Había llegado el momento de recoger a los hombres y regresar al rancho.
No tenía ganas de volver. Allí, a cielo abierto, se sentía mejor, como si se estuviera curando. Las sangrientas pesadillas que lo acosaban en casa habían desaparecido. Sólo el recuerdo del angelical rostro de Hannah y sus inocentes ojos azules lo perseguían en sueños. Hannah, la esposa a la que no podía permitirse tocar.
Allí, separados por el tiempo y la distancia, casi se sentía a salvo. Pero Judd sabía que, tan pronto como la viera, el diablo empezaría a susurrarle al oído. El deseo de tocarla, de rozarla con el hombro o de acariciarle una mejilla sería irresistible. Y detrás de aquellos simples deseos anidaba la tentación: yacer despierto en su cama por las noches, oyéndola al otro lado de la pared, imaginándosela en sus brazos…
Hannah no lo amaba, se recordó. Pertenecía en corazón, cuerpo y alma a Quint. Se había prometido a sí misma que la devolvería, intacta, a su verdadero marido. Hasta que llegara ese día, Judd sería su guardián, el valedor de un sagrado encargo. Un encargo que estaba decidido a no traicionar.
Poniendo su montura al paso, empezó a descender hacia el arroyo. Ya era hora de llamar a los hombres, recoger el campamento y regresar.
Ya casi había llegado cuando oyó un sonido que le encogió el corazón: el frenético mugido de un ternero en problemas. Recorrió con la mirada la llanura verde: en un principio no vio nada raro. Pero luego se volvió hacia el extremo más alejado del arroyo, donde la tierra había cedido para formar un empinado barranco. El ternero debía de haberse despeñado.
Atravesó la llanura al galope. No había nadie cerca, así que tendría que encargarse él del ternero. Sólo esperaba que no se viera en la necesidad de tener que matarlo, si acaso estaba herido y no tenía cura.
Una vez al borde del barranco, desmontó. Desde algún lugar del fondo, el ternero seguía mugiendo lastimosamente. Y ahora se le había unido la madre, que echaba de menos a su pequeño. Maldiciendo entre dientes, sacó su revólver y disparó tres tiros al aire. Era la señal convenida para pedir ayuda a sus hombres. El ternero de cuatro meses pesaría tanto como un hombre adulto y estaría enloquecido de miedo. Si tenía que descender por aquel barranco para intentar salvarlo, era mejor que lo supieran los demás.
Tumbándose sobre el borde, se estiró todo lo posible. Ahora sí que podía ver al ternero. Un pino había detenido su caída ladera abajo. Desde allí había sus buenos quince metros hasta el fondo del barranco.
El animal se retorcía impotente. En cualquier momento podría liberarse, o romperse alguna rama del pino, con lo que el animal se precipitaría a una muerte segura. No había tiempo para esperar ayuda. Tenía que lanzarle una cuerda ya.
Corrió a su caballo y recogió el lazo trenzado que llevaba en la silla. Mientras lo desenrollaba, buscó con la mirada un lugar donde asegurarlo. En el arroyo no había más que unos pocos árboles jóvenes. Sólo una roca redonda, arrastrada hasta allí por algún alud de invierno, parecía lo suficientemente sólida como para resistir el peso del ternero.
Aseguró la cuerda a la roca con dos vueltas y un nudo de seguridad. Luego, con el lazo en la mano, regresó al borde del barranco.
El ternero seguía allí, mugiendo de terror. Judd lo enlazó con facilidad, pero sabía que eso no sería suficiente. El peso del animal tirando de la cuerda provocaría su estrangulamiento. Necesitaba lanzarle una segunda cuerda alrededor del cuerpo. Y para eso tendría que bajar por el barranco.
Suspiró de alivio cuando oyó un grito seguido del galope de un caballo. Era Al Macklin, el capataz. En seguida se hizo cargo de la situación: lanzó a Judd una segunda cuerda y aseguró el otro extremo a su silla.
Judd se enrolló el lazo a la cintura, dejando cuerda suficiente para atar al ternero.
—Aguántala —le dijo al viejo capataz—. Cuando lo tenga atado, te aviso.
—Lleva cuidado.
Judd empezó a descender. La grava cedía bajo sus botas. Una lluvia de guijarros cayó al fondo del barranco. Procuró no mirar hacia abajo.
El animal se revolvía de terror, apretándose el lazo en torno al cuello. Sin tiempo que perder, Judd se colgó de la segunda cuerda y se columpió para alcanzarlo por detrás. Mientras hacía un lazo con el otro extremo y apretaba el nudo, no pudo evitar que el ternero le coceara las costillas.
Desde donde estaba, oyó llegar a las demás.
—¡Listo! —gritó—. ¡Súbenos!
El nudo que acababa de hacer se tensó, impidiendo que el animal se estrangulara y tirando de él al mismo tiempo.
Pero entonces el suelo se hundió bajo sus pies. El ternero soltó un mugido de terror mientras la grava se deshacía. Judd tuvo la sensación de que la cuerda le partía el cuerpo en dos. Y de repente todo se volvió negro.
Seis
Hannah caminaba encorvada por los campos, como aplastada por el sol de la tarde en un cielo sin nubes. No soplaba la menor brisa. Incluso los insectos habían callado.
La visita a su familia la había deprimido. Los pequeños se habían quedado mirando cohibidos su ropa lujosa, como si fuera una desconocida. Su padre había murmurado un simple saludo antes de retirarse al chiquero para reparar unas tablas. Su madre, ocupada con la colada, había rechazado su oferta de ayuda:
—Por el amor de Dios, no puedo consentir que te estropees ese precioso vestido.
La frase le había dolido. Hannah se habría puesto con gusto uno de sus viejos vestidos para visitar a su familia, pero Edna se los había dado a Gretel para que hiciera trapos con ellos. Aquella ropa nueva era lo único que tenía.
Sólo Annie había parecido verdaderamente contenta de verla. Mientras batía la mantequilla en el porche, la había acribillado a preguntas sobre su nueva vida. ¿Cómo