Elizabeth Lane

Novia prestada - En la batalla y en el amor


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otro gruñido. No podría culpar a la pobre chica si salía corriendo para su casa y no volvía a dirigirle la palabra.

      Hannah seguía concentrada en la tarea que tenía entre manos: el corte cuidadoso de la tela, el concienzudo proceso de limpieza y desinfección de los bordes de la herida de Judd. Según las instrucciones del desinfectante, no sería necesario coser el tajo, sino apretárselo bien fuerte con un vendaje.

      Una vez cortada la tela, apartó el tejido del pantalón y del calzoncillo. Sólo en ese momento advirtió el elocuente bulto que tensaba su bragueta. El estómago le dio un vuelco. Lo mismo le había sucedido a Quint cuando hicieron algo más que besarse… Era, por esa misma razón, una especie de señal de alarma para que se apartara. Demasiado bien recordaba lo que había ocurrido el día en que no lo hizo…

      Pero se trataba de Judd. Y, desde luego, no se estaban besando. Por lo que sabía, ni siquiera le gustaba. La confusión la embargaba. ¿Cómo podía una mujer que había concebido un hijo saber tan poco sobre los hombres?

      —Hannah, ¿te encuentras bien?

      La voz de Judd interrumpió sus reflexiones. Hannah bajó la mirada al mantel todo manchado de sangre, ruborizada como la grana. Era lo único que podía hacer para no soltar las tijeras y salir corriendo de la habitación.

      —Eh… —se aclaró la garganta—. Parece que tienes ganas de dejarlo. Siéntate y descansa. Ya has hecho suficiente.

      —No… no pasa nada. Ya casi he terminado —balbuceó. Quizá si ignoraba lo evidente, podría continuar. Reaccionar a lo que acababa de ver los avergonzaría a los dos. Escurrió el trapo en la palangana y continuó limpiando la herida.

      Con el dorso de la mano, le rozó el abultamiento de la bragueta. Judd dio un respingo.

      —Basta ya —gruñó—. Déjalo ya y siéntate.

      —Yo sólo…

      —¡Siéntate, maldita sea! ¡Es una orden!

      La estaba fulminando con la mirada. Hannah dejó caer el trapo en la palangana.

      —Muy bien. Tú sigue sangrando. Ya veremos si…

      El rumor de unas voces los alertó. Hannah oyó el relincho de un caballo seguido de unos pesados pasos en el porche. Las rodillas le flaquearon de puro alivio. El doctor Marlin Fitzroy acababa de llegar.

      Segundos después entraba en la habitación. Era un hombre corpulento, de mediana edad, calvo y con un bigote amarillo que le daba un aspecto de morsa. Examinó las heridas de Judd con movimientos rápidos y seguros. Una furtiva mirada le confirmó a Hannah que el abultamiento de sus tejanos había desaparecido.

      —Habría podido usted ganarse la vida como enfermera, señora Seavers —la felicitó el médico—. Ha hecho un trabajo excelente. Lo único que me queda por hacer es coserle la herida de la pierna y vendarle las costillas. Luego haremos que los hombres lo acuesten en su cama.

      Hannah se ruborizó ante aquel sorprendente elogio. Sólo en ese momento, mientras se apartaba de la mesa, tomó conciencia de lo agotaba que estaba. Se le doblaban las piernas. La araña de cristal se balanceaba sobre su cabeza. El rostro del médico se disolvía y reaparecía ante sus ojos.

      —Ya me encargo yo —le dijo el médico—. Está muy pálida. ¿Por qué no pasa al salón y se tumba un poco en el sofá?

      Aquéllas fueron las últimas palabras que oyó Hannah antes de que se hundiera en la oscuridad más absoluta.

      Hannah abrió los ojos. Lo primero que vio fue el techo del salón. Conforme se despertaba, se dio cuenta de que estaba en el sofá con uno de los cojines bordados de Edna debajo de la cabeza y una toalla bajo sus zapatos. Por un instante la casa le pareció fantasmalmente silenciosa.

      Sólo cuando intentó sentarse escuchó el murmullo de unas voces masculinas al otro lado de la puerta cerrada que daba al comedor. Se quedó paralizada.

      —Ya sé que no es asunto mío, Judd, pero parece que tu mujer se encuentra sometida a una gran presión… ¿Está bien? —quien hablaba era el doctor Fitzroy.

      —Bueno, es que está… —Judd masculló una maldición—. Ni una palabra a nadie, ¿entendido? Usted es nuestro médico, así que tiene que saberlo. Hannah está esperando un hijo.

      —Entiendo.

      Hubo un silencio. Hannah cerró los ojos y permaneció muy quieta, con el pulso acelerado.

      —De unos cuatro meses. Haga cálculos.

      Siguió otro momento de silencio.

      —Tú volviste a casa en marzo, y Quint se marchó ese mismo día. Así que deduzco que el padre es…

      —El niño es un Seavers, parte de nuestra familia. Lo demás no es asunto de nadie.

      —Tomaste una decisión que te honra. Dios… ¿lo sabe Quint?

      —Le hemos escrito a la estafeta general de Skagway, pero no hemos recibido una sola línea suya. No tenemos manera de saber si ha recibido alguna carta nuestra… o incluso si aún sigue vivo.

      —¿Así que es posible que tampoco sepa lo de tu madre?

      —De haber recibido noticias nuestras, Quint se habría puesto inmediatamente en camino. Creo que es la esperanza de volver a ver a su chico lo que aún la mantiene con vida.

      —Entonces sólo podemos rezar para que reciba esas cartas. Examinaré de paso a Edna antes de bajar al pueblo.

      —Estará en su habitación. Si ya ha tomado su medicina para el dolor, puede que tenga que despertarla.

      —Eso déjamelo a mí.

      En el silencio que siguió, Hannah permaneció mirando al techo. Evidentemente, el estado de Edna era más grave de lo que había creído. ¿Por qué nadie le había dicho una sola palabra?

      —Voy a ver cómo está tu esposa —anunció el médico—. Luego veremos cómo te subimos arriba.

      Hannah cerró los ojos para hacerse la dormida. La alfombra del salón amortiguó el ruido de los pasos del doctor. Lo oyó acercarse al sofá y detenerse delante de ella. Luego escuchó sus pasos alejándose hacia el vestíbulo.

      Sintiéndose una estúpida, se quedó en el sofá, todavía haciéndose la dormida. Judd seguía en la habitación contigua: si se levantaba para marcharse, seguro que la oiría. Era una situación absurda en la que ella misma se había metido. Pero la manera menos incómoda de salir de ella era quedarse allí y terminar la siesta. Los cojines eran cómodos, la tarde calurosa y soñolienta. Y ella necesitaba descansar más, ya que el bebé le estaba consumiendo las fuerzas.

      Se llevó una mano al vientre: su bebé. El bebé de Quint. Ya había llegado a amar a aquella diminuta criatura.

      Empezaron a pesarle los párpados. Su cuerpo empezó a hundirse en una oscura niebla. Con un suspiro, poco a poco fue se fue quedando dormida.

      Las campanadas del reloj de péndulo la despertaron con un sobresalto. Abrió los ojos. ¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo había dormido?

      Todavía aturdida, se levantó. Una rendija de luz intentaba abrirse paso entre los oscuros cortinajes. A juzgar por la posición del sol, debía de ser media tarde. Habría dormido una hora, quizá, no más.

      Se llevó las manos a la espalda, dolorida, y se tocó la piel magullada, descubierta por el roto del vestido, allí donde se había herido con el alambre de espino. Tenía el corpiño sucio de sangre y de barro. Mientras contemplaba las manchas rojas, lo recordó todo: las heridas de Judd, el proceso de cura, el inquietante abultamiento de sus tejanos…

      Abrió la puerta que comunicaba con el salón. La mesa estaba vacía, sin mantel. Sobre su pulida superficie se distinguían las leves marcas que había dejado la camilla. Pero Judd no estaba.

      Procedente de la cocina, oyó un