era difícil no sucumbir ante esos mismos estragos producidos por el paso del tiempo. Todo seguía en pie, pero por alguna parte cojeaban. Grandes edificios que permanecían abandonados, solares y casas vacías, antiguas construcciones ya en desuso. De nuevo, el pueblo parecía estar fuera del mapa, un no lugar que se evadía por la frontera, en la línea divisoria que separa una mitad de otra, como si alguien partiera en dos trozos un papel y arrojara a la basura uno de los bordes que se descuelga de la página.
No recuerdo el día exacto que vi por primera vez el antiguo ayuntamiento. Debo tener anotada la fecha, pero carece de importancia. Mis días en Portbou se confunden, forman parte de un todo que se va encadenando, como una enredadera que cubre nuestra memoria y la convierte en un algo único, continuado, sin fechas ni días exactos.
El antiguo ayuntamiento es hoy un edificio semiabandonado, ni siquiera en ruinas. Conserva su estructura como por inercia. A pocos pasos, hay un panel medio oxidado en el que se explica que será rehabilitado, pero la placa donde se inscribe el proyecto se ha ido borrando y apenas pude distinguir en qué consistía exactamente esa rehabilitación. El presupuesto sí que aparece con letras visibles: 20000 euros. En algún lado podemos leer que en un futuro ese edificio se trasformará en un centro de investigación sobre Walter Benjamin. Hay una imagen de cómo quedará tras las reformas. La fachada principal se conservará en su mayor parte y se tratará de ampliar los laterales y la zona trasera, con nuevas ventanas abiertas a la montaña. Sin embargo, las subvenciones, aunque prometidas, nunca llegan. Siempre se posponen.
En lugar de rehabilitarlo se optó por construir un edificio muy distinto, en otro lugar. El nuevo ayuntamiento es diametralmente opuesto al antiguo: una mole de cemento y hormigón levantada en uno de los extremos del paseo marítimo, llena de ventanas perfectamente alineadas, con esa geometría insulsa de los edificios racionalistas, como les ocurre a casi todos los edificios que idearon los arquitectos rusos durante la dictadura. No se trata de una construcción de grandes dimensiones, pero verlo ahí, enclavado entre el mar y la montaña, es un himno al mal gusto, un ejemplo de ese vicio por edificar lo que sea y como sea que tanto ha perjudicado a buena parte de la costa española, sobre todo en su vertiente mediterránea. En el fondo, ese edificio no es más que la constatación de un hecho: aunque resulte paradójico, sale más barato construir algo nuevo que rehabilitar lo antiguo.
Mientras escribo esto, me ha venido a la mente una película de Éric Rohmer. No lo pensé cuando estaba frente al nuevo ayuntamiento, pero me parece un paralelismo bastante oportuno. La película de Rohmer se llama El árbol, el alcalde y la mediateca. Pienso en ella ahora porque ahí se narra un caso semejante: la posibilidad de construir un gran centro cultural en lugar de aprovechar para ese fin algunos de los edificios abandonados que aún se mantenían en pie, en un pueblo del norte de Francia. Una mediateca con todas las comodidades para el visitante: teatro, salas de proyecciones, aparcamientos, biblioteca. Daba igual que el uso no amortizara del todo la inversión. Lo importante era situar al pueblo en el mapa, y un edificio viejo no llamaría la atención a sus vecinos de la capital. Las ayudas se destinaban a construir algo nuevo, no para rehabilitar lo que ya estaba edificado.
Esa es la trampa. Poco importa que no se cumplan las expectativas iniciales. Lo que urge es dejar una impronta en el paisaje, una huella que permita pasar a la posteridad, aunque no beneficie en nada al pueblo ni mejore la vida de sus habitantes. En el fondo, no es más que la mísera megalomanía que invade a muchos políticos cuando descubren que pueden manejar las arcas públicas sin que ocurra nada. Absolutamente nada. Además, siempre cuentan con la socorrida muletilla de mal llamado progreso, y quienes se oponen a sus planes, por muy delirantes que sean, se les incluye inmediatamente en el grupo de los reaccionarios, de los miopes, de los nostálgicos, ese grupo de gente que antepone su visión anticuada de las cosas y se niega a vislumbrar un futuro innovador mucho más atractivo. Con ese planteamiento, los visionarios del progreso tienen carta blanca para hacer y deshacer lo que les venga en gana. Malversaciones, contratos ilegales, favores devueltos, cláusulas, presupuestos inflados, tejemanejes, chanchullos, desmanes. Una potente maquinaria a la que es muy difícil poner freno. Por eso, pasado el tiempo nos encontramos con edificios que ya no sirven para nada. Construcciones faraónicas que nadie emplea, que son el triste recuerdo de una forma de operar demasiado habitual entre quienes confunden lo público y el beneficio privado. Simplemente basta con un breve paseo por nuestras propias ciudades. No creo que debamos invertir demasiado tiempo en encontrar ese tipo de lugares inútiles, vacíos, inservibles, mastodónticos. Edificios que componen el tejido de una ciudad y la convierten en un espacio mucho más vulnerable.
Todos los lugares arrastran su propia culpa. O dicho de otra forma: todos los lugares cuentan con sus propios culpables. Ciudades, pueblos, distritos, barrios, todos ellos emprenden su particular travesía por el desierto, a la búsqueda de un poco de agua. Un oasis en medio de la nada que les enseñe cómo revivir lentamente, cómo levantarse de nuevo sin que vuelvan a salir mal parados. La historia de las ciudades se resume en su acierto o en su torpeza para saber recuperarse. En su capacidad de reinvención. Sólo así seremos capaces de averiguar si todo lo que tenemos frente a nosotros es una lejanía que regresa y se sitúa a nuestra altura, como un horizonte que se abre y dilata el mundo, o es simplemente un acontecer vacío, hueco, sin relato alguno.
Por eso conviene mirar detenidamente lo que nos parece desubicado: un bloque de edificios en donde nunca ha vivido nadie, un complejo cultural sin actividad alguna, un nuevo ayuntamiento al lado del mar en el que parece haber sido arrojado todo el cemento del mundo.
XI
Esperé hasta el uno de noviembre para visitar el cementerio. Supongo que esa demora fue el resultado de una especie de superstición literaria. Pensaba que una visita justo ese día me iba a permitir sumar una mayor intensidad a lo que pudiera encontrarme una vez que estuviese dentro. Imagino que así fue, porque conservo un buen número de notas en mi cuaderno.
Las vistas de la bahía eran cada vez más espectaculares a medida que avanzaba por el camino que bordea la montaña. Me detenía de vez en cuando y miraba lo que quedaba bajo mis pies: el paseo marítimo, la combinación de viejas y nuevas construcciones, las pequeñas embarcaciones varadas en la costa, la torre de la iglesia. Veía un pueblo sitiado por las últimas montañas del Pirineo y por el mar que comenzaba a ensancharse hacia Francia.
No me cuesta traer de vuelta ese escenario. Apenas necesito revisar las notas o las fotos que debí tomar mientras subía. Es algo que consigo actualizar en el presente sin excesiva dificultad. Hay lugares que se nos quedan fuertemente grabados en nuestra memoria, una serie de imágenes que guardamos en nuestro interior y nos acaban sirviendo como fe de vida. Cerramos los ojos y eso que vemos nos desplaza a otro sitio distinto, un recuerdo que reaparece con tal intensidad que, por un momento, logra separarnos del punto exacto donde nos encontramos, como si hubiéramos cobrado el don de la ubicuidad. Eso es lo que sucede cuando mezclamos memoria e imaginación. Las imágenes se disparan con tanta fuerza que conseguimos estar en todas partes. Aunque sea por una mínima fracción de tiempo.
En Portbou no hay solo un cementerio, sino dos. Uno religioso y otro laico. Me lo había comentado Xavier, a quien conocí una tarde en la terraza del Juventus, uno de los pocos hoteles, si no el único, que abre en invierno. Se encuentra en una pequeña calle, aunque en el callejero aparece como avenida. Frente a él, un solar abandonado que sirve de aparcamiento. La avenida desemboca en el paseo marítimo, como casi todas las calles del pueblo.
Xavier fue una de las primeras personas con las que hablé en Portbou. Era un hombre jovial, amable, empático. Para alguien que viaja solo y que intenta trazar una composición del lugar en el que se encuentra ese tipo de reuniones son casi una bendición. Se trata de un favor mutuo, porque siempre hay quien desea explicarte cosas que, sin un interlocutor entregado, acabarían por olvidarse. Un trato justo y una transacción muy sencilla a la que suele prestarse quien elije viajar sin compañía alguna. La conversación fluye con facilidad, de manera extremadamente natural, con la seguridad de estar explicando algo que al otro le parece indispensable. Todo cuenta, cualquier mínimo detalle, cualquier recuerdo. Todo es un material valioso, porque cada evocación, por insignificante que parezca, tiene una importancia superlativa. Cada dato que se añade o cada evocación que se trae de vuelta nos sirven