Álex Chico

Un final para Benjamin Walter


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de algo parecido a la esperanza.

      XVI

      El Comodoro cerró, así que tuve que trasladarme al único hotel que permanecía abierto en esas fechas, el Juventus. Me instalé en una habitación de la tercera planta. El alojamiento era algo más modesto que el Comodoro. Perdí un baño individual, pero gané un balcón con mejores vistas. Si me inclinaba sobre la barandilla, podía ver parte de la playa.

      Ahí solía coincidir con Xavier, en la terraza del Juventus, frente al solar que servía de aparcamiento improvisado para coches. A veces sólo nos saludábamos y otras podíamos estarnos la tarde entera charlando. Por aquel entonces, mi estancia en Portbou sólo perseguía un único objetivo: escribir un artículo sobre las últimas horas de Walter Benjamin. Un texto que salió publicado poco después en Quimera, la revista para la que trabajo desde hace algunos años. Lo escribí allí mismo en su mayor parte. Tenía notas suficientes como para comenzar a redactarlo, así que decidí no posponerlo demasiado. Pensaba que esa localización podría ayudarme, como si trabajar sobre el terreno me permitiera una cierta fluidez que debía aprovechar antes de volver a casa. Cuando regresé a Barcelona nuevamente, llevaba conmigo ese texto prácticamente acabado. Quizás añadí alguna cosa una vez que estuve de vuelta. Detalles sin importancia, cuestiones formales, correcciones de estilo, estructura del texto… Poco más. El artículo se tituló Un tal Benjamin Walter y salió publicado durante los primeros meses de 2015.

      La historia podía haber acabado ahí. Mi idea de viajar a Portbou y escribir sobre todo eso se había resuelto moderadamente bien. De alguna forma, podía pensar que esa deuda había quedado saldada. Sin embargo, hubo algo que descubrí mientras terminaba de dar forma a ese artículo. Descubrí que mi primer propósito había cambiado, se había trasformado en otra cosa ligeramente distinta. En el texto que se publicó, esa especie de viraje sólo aparece insinuado entre la acumulación de datos y descripciones diversas. Está oculto en la crónica de aquellos paseos por el pueblo en busca de algún rastro que pudiera aclararme lo que sucedió realmente. Cuando volví a casa y comencé a releer lo que había escrito, recuerdo que aquel texto me pareció un palimpsesto que escondía, a su vez, un texto bajo la superficie del papel. Por eso añadí unas pocas líneas antes de concluirlo. Estas: «Fui en busca de un escritor y me acabé encontrando un pueblo. Más aún: acudí al pasado sin saber que sólo me estaba desplazando hacia el presente. Ese tipo de presente que nos asalta de improviso, en un instante y en un lugar concretos, y sobre el que planeamos su propia memoria, como un aura». Eso es lo que añadí. De alguna forma, lo que trataba de explicar, o de explicarme a mí mismo al menos, era que aquel viaje a Portbou no sólo había consistido en contrastar unos pocos datos, sino que la historia se había desplazado de tal manera que había conseguido implicar al propio territorio. Es más, llegado a un punto esa geografía que creía secundaria comenzaba a ocupar un papel esencial en todo lo que yo pudiera escribir sobre el tema, como si lo que rodeaba al suceso tuviera más importancia que el objeto de investigación que me había impulsado a viajar hasta allí. En realidad, acudir al pasado me estaba desplazando hasta el presente, porque la comprensión de un tiempo pretérito, alejado, casi impenetrable, me permitía entender un poco mejor lo que estaba sucediendo en la actualidad.

      Por eso la historia no acabó ahí. Tenía demasiadas notas, demasiados apuntes y quizás también demasiada curiosidad como para no archivar esas páginas y depositarlas entre otro montón de papeles, condenados a una especie de antesala del olvido. Si un artículo como aquel no me bastaba, era porque aún quedaban algunos flecos sin resolver, algunas anotaciones que podía alargar con el fin de acercarme un poco más lo que había visto. Tenía razón Walter Benjamin: se perderá lo mejor quien sólo hace el inventario de sus hallazgos sin señalar en qué lugar conserva sus recuerdos. Por eso los auténticos recuerdos no deben exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logra atraparlos.

      Tal vez no hubo investigación, ni hallazgos, ni inventarios, pero sí hubo lugar, sí hubo un suelo en el que se conservaban algunos recuerdos. Una geografía cargada de memoria, sucia de miradas anteriores a la mía, llena de ojos que habían señalado un punto fijo mucho antes que yo. Cuando pensaba en todo eso, mientras daba por concluido el artículo e iniciaba un viaje ya distinto, pensé en un verso de Antonio Gamoneda. Lo repetí varias veces en voz baja, como si al pronunciarlo en repetidas ocasiones esas palabras se desligaran del poema y se convirtieran en parte de una evocación, de un conjuro. «éste no es mi lugar, pero he llegado». «éste no es mi lugar, pero he llegado». «éste no es mi lugar, pero he llegado».

      XVII

      Llegué a las antiguas aduanas varios días después. Si me acerqué más tarde, no fue por falta de curiosidad, ni por preferir otros emplazamientos más cercanos. Imagino que, ya por entonces, intuía que ese lugar encerraba demasiadas cosas y que quizás aún no estaba preparado.

      Subí a pie, siguiendo la carretera. De tanto en tanto echaba la vista atrás y me detenía a observar el paisaje desde algún punto elevado. A mi espalda, no sólo quedaba un pueblo, una pequeña bahía entre montañas, sino algo distinto, un sendero escondido que se escapaba por algún punto y se despedía entre vertientes y acantilados. Detrás estaba Portbou y con él un país y la historia que lo acompañaba.

      El Coll de Belitres marca el punto limítrofe entre un territorio y otro. Más que una frontera es un museo de la memoria, un testimonio de primera mano que nos atrae hacia el pasado, aunque de todo aquello no queden más que unos cuantos paneles con fotografías, algunos símbolos franquistas y unos cuantos edificios ruinosos y abandonados. El mísero estado de las instalaciones, de las ruinosas oficinas que funcionaron como aduanas, de los decrépitos edificios que albergaron comercios o bares, nos volvía a remitir en última instancia a nuestra realidad más inmediata. Un presente sin memoria que ha perdido su interés en lo que sucedió hace poco tiempo, mucho menos tiempo de lo que imaginamos. Esas construcciones casi deshechas eran la consecución de un viejo vicio, el de abandonar algo para que no nos genere complicación alguna. Quizás resulte más cómodo aparentar que no se sabe nada, porque así nos ahorramos tener que dar explicaciones.

      Poco antes de cruzar la frontera, justo en frente de la antigua aduana, se conserva un símbolo construido durante el franquismo, un pequeño monolito situado en la ladera de la montaña. Las piedras apiladas aún mantienen visibles una cruz. Hay algunas letras y una cifra en la base, pero no sé decir exactamente qué significan. Las piedras también se oxidan, y ese color que nace en ellas va borrando cualquier rastro anterior. A un lado del monolito, un panel nos ofrece, en cuatro lenguas distintas, la siguiente explicación: «El régimen franquista impulsó una política conmemorativa en todos los rincones del Estado español que se traducía, a menudo, en la construcción de recintos y monumentos simbólicos que rememoraban su victoria. El objetivo principal era dejar huella para la posteridad de sus supuestas gestas y erigir un nuevo imaginario colectivo que borrara el legado republicano. En el marco de esta memoria oficial franquista, entre 1939 y 1949, se instaló en el Collado de Belitres este monolito en homenaje de los caídos de la IV División de Navarra». El monolito, sigue diciendo, evoca la ocupación de Portbou y de una gran extensión de Francia el 10 de febrero de 1939 por parte de los requetés navarros. La ocupación de ese punto, en el imaginario franquista, adquirió un carácter legendario. La llegada a esa cumbre y el control militar de los Pirineos se presentó como la culminación de un hito histórico: «el exterminio de “los sectores separatistas del enemigo: Vascongadas y Cataluña”».

      Puede que el imaginario actual también interfiera, aportando una cierta exclusividad en lo que a propósitos militares se refiere. Eliminar cualquier aspiración nacional de esos dos territorios era, qué duda cabe, uno de los propósitos principales del bando nacional, pero no el único, porque su intención, más allá de todo eso, era borrar la historia inmediata para implantar sus propios signos, su propia forma de contar los hechos, con toda la imaginación y todo el delirio de quien se cree en este mundo destinado a satisfacer una causa.

      Por eso no conviene perder ningún dato, ninguna explicación ni ningún testimonio, porque prescindir de la historia nos conduce al