cuenta bancaria. Gracias a ellos supo muchas cosas sobre los viejos tiempos de la aldea.
Sally aún recordaba cuando la Colina se alzaba rodeada de páramos abiertos, con arbustos de junípero y tojo y pastos mordisqueados por los conejos. Por aquel entonces solo había seis casas distribuidas formando un gran anillo en un prado sin cercar, todas ellas con su huerto de buen tamaño, sus árboles frutales y sus pilas de leña. Laura fue capaz de identificar casi todas las casas, que aún formaban un círculo visible, pero ahora dispersas entre las viviendas más nuevas y carentes de encanto que desde entonces habían sido construidas. A algunas de las casas les habían añadido plantas o habían sido divididas en dos. Otras habían perdido sus anexos y sus cobertizos. La única que no había cambiado era la de Sally, y ella ya tenía ochenta. Con el paso de los años, Laura llegaría a ver un gran campo arado donde antes estaba la casa de la anciana, aunque si alguien se lo hubiera dicho cuando era más joven no lo habría creído.
La gente del campo no era tan pobre durante la infancia de Sally, ni sus perspectivas de futuro tan negras. El padre de Sally tenía una vaca, ocas y aves de corral, cerdos y un burro de carga para llevar sus productos al mercado en un pequeño carromato. Podía hacerlo porque tenía derechos de comunero5 y podía llevar a sus animales a pastar, cortar leña para el fuego e incluso recoger turba para césped que le encargaba uno de sus clientes. Su madre elaboraba manteca, para ellos y para vender, cocía su propio pan e incluso hacía velas para iluminar la casa. No alumbraban demasiado, solía decir Sally, pero no costaban prácticamente nada y además nos acostábamos temprano.
A veces su padre faenaba por días cubriendo almiares, recortando y plantando seto, ayudando a desbrozar o durante la recolección. Ello les proporcionaba dinero para calzado y ropa, pues comían exclusivamente lo que producían en casa. El té era un lujo poco frecuente, ya que costaba cinco chelines el medio kilo. Además, en aquel tiempo la gente del campo todavía no había adquirido la costumbre de tomar el té y prefería las bebidas de elaboración casera.
Todo el mundo trabajaba. El padre y la madre, desde el amanecer hasta que anochecía. El trabajo de Sally consistía en ocuparse de la vaca y llevar a las ocas hasta los mejores pastizales. Resultaba extraño imaginarse a Sally, tan solo una chiquilla, corriendo por las tierras comunales, vara en mano, detrás de esas grandes aves que graznaban sin cesar. Sobre todo, sabiendo que tanto las tierras como los gansos habían desaparecido tan completamente que se diría que nunca habían existido.
Sally nunca había ido a la escuela, pues cuando era pequeña no había cerca ningún colegio de niñas. Su hermano, sin embargo, sí había asistido a una escuela nocturna dirigida por el vicario de una parroquia cercana —caminando todos los días casi cinco kilómetros en cada sentido al terminar su jornada de trabajo—, y había enseñado a Sally a leer algunos fragmentos de la Biblia de su madre. Después de aquello tuvo que recorrer a solas el resto del camino de su aprendizaje, y finalmente llegó a escribir su propio nombre y a leer la Biblia y el periódico saltándose las palabras de más de dos sílabas. Dick estaba algo más instruido, pues había podido beneficiarse de forma directa de las enseñanzas de la escuela nocturna.
Resultaba sorprendente descubrir la cantidad de ancianos de la aldea, hombres y mujeres, que no habían recibido una educación reglada y aun así sabían leer al menos un poco. Algunos habían aprendido los rudimentos de la lectura de uno de sus padres; otros habían asistido a la escuela elemental para niñas o a la nocturna; y unos pocos, ya en edad avanzada, les habían pedido a sus propios hijos que les enseñaran. Las estadísticas de analfabetismo de esa época son a menudo engañosas, pues gran parte de la población rural que sabía leer y escribir lo suficiente como para cubrir sus humildes necesidades, por lo general, renunciaba con modestia a cualquier pretensión de ser, como se decía entonces, una persona «estudiada». Muchos eran capaces de escribir perfectamente su nombre y, sin embargo, solían firmar documentos con una cruz a causa de los nervios del momento o por simple modestia.
Tras la muerte de la madre de Sally ella se convirtió en la mano derecha de su padre, tanto dentro como fuera de casa. Cuando el viejo empezó a sentirse débil, Dick iba a menudo a ayudar en tareas más duras como cavar zanjas u ocuparse de las pocilgas, y Sally tenía muchas historias que contar sobre lo bien que se lo pasaban acarreando heno o recogiendo huevos en el corral. Cuando su padre murió a muy avanzada edad, legó a Sally la casa con los muebles y las setenta y cinco libras que tenía en el banco, pues por aquel entonces sus dos hermanos estaban bien asentados y no necesitaban su parte de la herencia. De modo que Dick y Sally se casaron y habían vivido allí durante casi sesenta años. Su vida había sido dura y austera, pero feliz. La mayor parte del tiempo Dick trabajaba como jornalero en las granjas mientras Sally se ocupaba de las cosas del hogar, pues la vaca, las ocas y el resto de los animales habían sufrido hacía tiempo el mismo destino que las tierras comunales. No obstante, cuando Dick dejó de trabajar, las setenta y cinco libras no solo estaban intactas, sino que habían aumentado. Según contaba la misma Sally, se habían impuesto la costumbre de ahorrar algo cada semana, aunque solo fuera uno o dos peniques, y el resultado de su duro trabajo y su abnegación habían sido sus actuales y acomodadas circunstancias. «Pero no lo habríamos conseguido de haber tenido toda una prole de chiquillos —decía Sally—. No me llevaba el cuerpo tener un montón de niños y no poder alimentarlos. Ya nos costó bastante solo con dos». Aborrecía a todas esas familias enormes que pululaban a su alrededor, y posiblemente habría dicho muchas más cosas de haber podido desahogarse con alguien de más edad.
Tenían bien calculado su pequeño capital —a lo que podían sumarle las ganancias obtenidas con el huerto, las aves de corral y las colmenas—, así como sus gastos anuales. Y eso y ni un penique más era exactamente lo que sacaban del banco cada año. «Supongo que alcanzará hasta que nos llegue la hora», solían decir. Y en efecto, así fue, aunque los dos vivieron hasta bien avanzada la ochentena.
Cuando los dos fallecieron, su casa permaneció vacía durante años. La población de la aldea descendía rápidamente, y ninguna pareja joven quería instalarse en una casa con tejado de paja y suelos de piedra. Los que vivían más cerca utilizaban el que había sido su pozo, pues de esa manera se ahorraban numerosos viajes. Y muchos aprovechaban los cercados y la estructura de madera de las colmenas como leña para encender la chimenea, o recogían las manzanas y dejaban a los niños jugar en los tristes despojos de lo que en otro tiempo había sido el hermoso jardín de flores.
Cuando Laura visitó la aldea justo antes de la guerra, el tejado se había hundido, el seto de tejo había crecido sin control y las flores habían desaparecido, con excepción de una única rosa cuyos pétalos caían sobre los despojos. En la actualidad todo ha desaparecido y solo la blancura calcárea del suelo en un extremo de un campo de labranza había sobrevivido como único vestigio del lugar donde otrora se alzaba una casa.
Si Sally y Dick eran supervivientes de los primeros tiempos de la aldea, Queenie representaba otra fase de su devenir que también había terminado, y había sido olvidada por la mayoría de sus habitantes. Vivía en una discreta casita también techada de paja, situada detrás de «la última casa», y que, si bien no estaba alineada con esta, era conocida por todos como «la de al lado». A todos los niños les parecía muy anciana, pues era una mujer menuda y arrugada de tez amarillenta que nunca salía de casa sin su anticuada cofia. Aunque no podía ser tan vieja como Sally. Queenie y su marido no vivían tan holgadamente como Sally y Dick, pero el viejo señor Macey, por todos conocido como «Torbellino», todavía era capaz de trabajar a tiempo parcial y se las apañaban para sacar adelante su hogar.
A pesar de su austeridad era una casa acogedora, pues Queenie la mantenía impoluta, limpiando a diario la mesa de madera de pino, frotando el suelo de piedra cada mañana y sacando brillo a los candelabros de bronce de la repisa de la chimenea hasta que relucían como el oro. La casa estaba orientada hacia el sur, y en verano la ventana y la puerta permanecían abiertas todo el día para acoger la luz del sol. Cuando los niños de la última casa pasaban cerca de la entrada —algo que tenían que hacer cada vez que querían ir más allá de su propio jardín—, se detenían un momento para escuchar el tictac del viejo reloj linterna de Queenie. No se oía ningún otro sonido, ya que, después de finalizar las tareas domésticas, el ama de casa nunca se quedaba en casa mientras afuera brillara el sol. Si los chiquillos