echando una cabezadita con su cofia color violeta sobre la cara para protegerse del sol.
Los días de buen tiempo de todo el verano ella se sentaba allí para «cuidar de las abejas». Una actividad que combinaba al mismo tiempo deber y placer, pues si las abejas se excitaban por algún motivo ella se aseguraba de no perder el enjambre, y si no ocurría tal cosa, como ella misma decía, era un pracer estar allí sentada al calor del sol, oliendo las flores y observando a las creaturas entrando y saliendo de sus panales.
Cuando, tras una larga vigilancia, el enjambre se excitaba por algún motivo y se alzaba en el aire, Queenie cogía su pala de carbón y su cucharón de hierro y las seguía corriendo a toda prisa entre las hileras de repollos y las varas de guisantes —los suyos o si era necesario los de otros vecinos— golpeando el cucharón contra la plancha de la pala: ¡Clang-clang-clang-clang!
Como ella misma decía, había una ley no escrita según la cual, si el ruido no evitaba que siguieran alejándose y traspasaban los límites de su jardín, perdía cualquier derecho sobre ellas. Si se asentaban en la propiedad de otro vecino, suyas eran. Pero algo así habría supuesto una gran pérdida, especialmente a principios de verano, pues como Queenie solía recordarles a los niños:
Un enjambre en mayo vale un almiar de heno;
y un enjambre en junio, por lo menos un cucharón.
Mientras que:
Un enjambre en julio no vale el peso de una mosca.
De modo que seguía a las abejas y dejaba su pala a la vista para reivindicar su propiedad. Después volvía a casa y cogía la colmena de paja, su largo velo verde de apicultor y sus guantes de piel de oveja para protegerse la cara y las manos mientras trataba de controlar el enjambre.
Durante el invierno alimentaba a sus abejas con una mezcla de agua con azúcar, y a menudo en esa época del año se la podía ver con la oreja pegada a uno de los tejadillos acanalados de las colmenas, escuchando. «¡Las creaturas! —exclamaba—. ¡Las probes creaturitas deben estar casi congeladas! Si pudiera hacer mi santa voluntad me las llevaría a casa y las pondría en fila delante de un buen fuego».
Queenie se convertía en toda una atracción para los chiquillos cuando se ponía a confeccionar encaje. Les encantaba verla trabajar moviendo los bolillos de un lado para otro —de manera completamente aleatoria, para ellos—, cada bolillo cargado con su manojo de cuentas brillantes enhebradas en hilos y cada manojo con una historia que contar, historias que ya habían escuchado tantas veces que se las sabían de memoria; cómo este había formado parte de la gargantilla de cuentas azules que llevaba su hermana pequeña, que había muerto cuando tenía cinco años; y cómo aquel otro había pertenecido a su madre; o el negro, que había sido encontrado, después de que muriera, en un costurero negro que pertenecía a una mujer con reputación de haber sido bruja.
Al parecer, hubo una época en que la elaboración de encajes había sido la principal industria de la aldea. Durante su infancia, Queenie había sido «criada para trabajar con el cojín», sentada entre mujeres a los ocho años y aprendiendo de las mejores a lanzar los bolillos. En invierno, según contaba, se reunían todas en una casa para calentarse. Cada una llevaba un puñado de astillas o una palada de carbón para el fuego y allí se pasaban el día sentadas trabajando, chismorreando, cantando viejas canciones y contando batallitas hasta que llegaba el momento de volver corriendo a casa para poner la olla al fuego con la cena de sus maridos. El grupo estaba formado por mujeres mayores y jóvenes aún solteras. Las mujeres con hijos pequeños hacían bolillos en su casa cuando tenían tiempo. En lo más crudo del invierno las encajeras colocaban a su lado un pote de barro con tapa lleno de brasas candentes, al que llamaban «puchero», para calentarse las manos y los pies y sobre el cual a veces incluso se sentaban.
En verano se instalaban a la sombra de alguna casa y, mientras cotilleaban, los bolillos volaban y los hermosos y delicados patrones iban creciendo, hasta que la pieza se completaba y era envuelta en papel azul y almacenada cuidadosamente a la espera del gran día en que el trabajo de todo un año se presentaría en la feria de Banbury, donde por fin se vendería al distribuidor.
«¡Qué tiempos aquellos! —decía—. Había dinero para gastar». Y hablaba de las gangas que compraba con sus ahorros. Buen calicó marrón y lana linsey, chocolates o su vestido favorito, cuyos adornos aún conservaba en su colcha hecha de retales. Además estaba todo lo que había que comprar para los de casa: pipas y paquetes picadura de tabaco para los hombres, muñecos de trapo y pan de jengibre para «los chiquillos» y rapé para las abuelas; también muchos regalos para los reencuentros con los hijos cuando volvían a casa, y dinero para los bolsillos; sin olvidarse de los callos, pues en esas ocasiones siempre se compraban callos. Era la única vez en todo el año que podían permitírselos, y enseguida se calentaban con cebollas y una pizca de harina para espesar la salsa. Después de la cena tomaban vino especiado de saúco y luego, todos felices, a la cama.
Ahora, por supuesto, las cosas eran diferentes. Queenie ya no sabía hacia dónde se dirigía el mundo. Estaba ese horrible tejido hecho a máquina que había acabado con el encaje a mano. Hacía diez años que el distribuidor no acudía a la feria y nadie sabía reconocer un buen material cuando lo veía. Todo el mundo prefería el encaje de Nottingham, ¡pues era más ancho y llevaba más adornos! De cuando en cuando hacía un poco para no perder la práctica. Había un par de señoras ancianas que todavía lo usaban para adornar sus vestidos y seguía siendo un buen regalo para las madres. Pero de vivir de ello nada, esos días ya habían terminado.
De modo que, por lo que Queenie decía, la aldea había vivido un segundo periodo más próspero que el actual. Quizá las ganancias fruto de los encajes elaborados por las mujeres habían ayudado a superar la gran hambruna de los años cuarenta, pues nadie en los alrededores parecía acordarse ya de aquella época tan difícil en todo el país. Pero por allí no solían tener mucha memoria, o quizá la vida de entonces era tan dura que no habían notado la diferencia en tiempos de crisis generalizada.
El ideal de felicidad de Queenie era disponer de una libra a la semana. «Si pudiera tener una libra a la semana —decía—, no me importaría que llovieran chuzos de punta». La madre de Laura se conformaba con treinta chelines semanales, y solía decir: «Si pudiera contar con treinta chelines fijos, os tendría siempre a todos impecables. ¡Y menuda mesa tendríamos!».
Los ingresos de Queenie, sin embargo, no llegaban ni de lejos a la mitad de esa libra semanal con la que soñaba, pues su marido, Torbellino, era conocido en la aldea como «el tipo de holgazán que, muriera de lo que muriera, no sería por mucho trabajar». No le desagradaba hacer algo de ejercicio de vez en cuando y solían escogerlo como ojeador en las cacerías, por lo que siempre procuraba no tener ningún trabajo entre manos cuando empezaban a reunir a los perros en el pueblo de al lado. Lo que más le gustaba era ir de un lado para otro con los viajantes de cervezas, sentado de mala manera en la parte de atrás del carromato, bajándose para abrir y cerrar las portillas que tenían que atravesar y ocupándose de los caballos a la entrada de las posadas. No obstante, aunque había dejado de trabajar habitualmente en la granja a cuenta de la edad y de su reumatismo crónico, seguía apareciendo por allí de cuando en cuando para echar una mano si no tenía nada más emocionante que hacer. Debía de caerle bien al granjero, pues había dado orden de que cuando Torbellino se presentara a trabajar le sirvieran media pinta cada vez que la pidiera. Esa media pinta representaba la salvación de la economía doméstica de Queenie, pues, a pesar de los variados intereses de su hombre, había muchos días en que Torbellino se veía obligado a escoger entre el trabajo o la sed.
Era un hombre menudo con ojos de grajo que llevaba siempre un viejo abrigo de pana que había pertenecido a un guardabosque, una pluma de pavo en la banda de su raído sombrero hongo, y un pañuelo de cuello rojo y amarillo anudado bajo una oreja. El pañuelo era una reliquia de los tiempos en que vendía cestos de nueces por las ferias y desde su puesto, entre los demás vendedores, gritaba: «¡Nueces! ¡Nueces tan grandes como peces!» hasta que le dolía la garganta. Después entraba en el bar más cercano, donde se gastaba las ganancias en cerveza mientras repartía el resto de su mercancía gratis.6 Su aventura empresarial pronto concluyó por falta de capital.
Como