Madre Patria, la imagen de la madre en la cultura polaca), esotérica (la Gran Diosa) y metafórica (la Madre Fundadora, el matriarcado). Las feministas del momento, no obstante, no hacían sino empezar a adentrarse en el tema desde un punto de visto más práctico, es decir, con herramientas sociológicas y económicas. El movimiento feminista polaco había reparado en la presencia de madres en sus filas apenas un par de años antes. Todo gracias a Sylwia Chutnik, la que sería fundadora de la Fundación MaMa, que en el año 2007 creó Kids Block, una plataforma para niños cuyos padres participan en la manifestación que cada 8 de marzo organiza la Unión de las Mujeres.6
No soy pionera en este campo, este libro se ha inspirado en muchas referentes polacas. Una de las fuentes de inspiración clave en la creación de este libro fueron los ensayos de Sylwia Chutnik: el conmovedor y divertido libro Macierzyństwo non-fiction [Maternidad no ficción] de Joanna Woźniczko-Czeczott; el trabajo de la socióloga Iza Desperak; los análisis y declaraciones públicas de Irena Wóycicka y la rompedora recopilación de textos Pożegnanie z Matką Polką? [¿Adiós a la Madre Polaca?] editada por Elżbieta Korolczuk y Renata Hryciuk (a las que dedico unas palabras aparte); además de escritos sobre pobreza y sobre mujeres disponibles en la Biblioteca del Laboratorio de Ideas Feminista. No obstante, lo cual, y sorprendentemente, el tema de la maternidad sigue siendo el gran ausente en el feminismo polaco, y lo que tienen en común las personas que se preocupan por esa vertiente de la vida es una gran sensación de alienación. Se sigue echando en falta un libro feminista enmarcado en la realidad polaca que analice de manera compleja las dimensiones emocional, económica y social de la maternidad, y que a la vez esboce un proyecto de cambios sociales y políticos al respecto.
Quiero dejar claro que este libro no pretende llenar dicho hueco, es una recopilación de intervenciones públicas y ensayos propios más cercana a una serie de incursiones en el terreno que a un complejo análisis del tema. En él se lanzan muchas preguntas preguntas políticas sobre la maternidad y para muchas de ellas no encuentro respuesta. ¿Cómo se debería valorar la función de cuidadora de la mujer para no contribuir, a la vez, a la consolidación del estereotipo de que las tareas domésticas son dominio exclusivamente femenino? ¿Cómo animar a los padres a implicarse más en la paternidad, o a que cumplan las órdenes de manutención? ¿Cómo se consigue que los empresarios respeten los derechos de padres y madres? O ¿cómo podemos educar a niños y niñas para que crezcan en igualdad? No es que no haya reflexionado sobre cada uno de estos temas, es que estoy convencida de que hay que hacerse estas preguntas y de que urge encontrar respuestas. Porque si nosotras las personas que creemos que la igualdad de género es un valor por el que vale la pena luchar no vamos a buscarlas, los ultraconservadores lo harán por nosotras. Ya lo están haciendo. Y sobre eso trata el primer capítulo, sobre cómo eso ha sido posible.
¿A qué me refiero exactamente cuando hablo de «maternidad politizada» y de la necesidad de cambios? A todo aquello que en la realidad polaca causa amargura, ira, e incluso desesperación a muchas madres, y que brilla por su ausencia en los debates públicos. Por un lado, tenemos nuestro «ideal» familiar: oímos constantemente que, para los polacos, y sobre todo para las polacas, lo más importante es la familia y dentro de la familia (como no podía ser de otra manera) el bien de los niños. Esta actitud conlleva la compasión forrada de desprecio hacia las personas sin hijos y la sentimental idealización de la maternidad: las florecitas, las tarjetitas y las cancioncitas infantiles. Por otro lado, está la práctica cultural y social que convierte a las personas cuidadoras de un niño pequeño es decir, a las madres, porque la paternidad activa sigue siendo un fenómeno anecdótico en nuestro país en seres marginados.
Vivimos en una sociedad que presume de respeto hacia la familia y la maternidad el vínculo entre la madre y la niña o el niño y que a la vez organiza la vida de la gente de acuerdo con el planteamiento individualista según el cual los seres humanos son autónomos y plenamente responsables de si mismos. Lo que tienen que hacer es ganar dinero, pagar impuestos, ahorrar para la jubilación (cada uno para la suya, obviamente); cuanto más separados, autónomos y alejados estén, mejor. Una relación de total dependencia, un vínculo tal, supone en esta sociedad neoliberal una anomalía, un escándalo. Por eso la madre de un niño pequeño, sobre toda la madre soltera, se vuelve invisible socialmente. Lo único que la cultura contemporánea le transmite es «has parido un niño, es asunto tuyo; ahora ocúpate tú de él». El resultado es la enorme frustración de las mujeres, el dilema interior, el constante sentimiento de culpa, la impotencia por las expectativas contradictorias que les proyectan los demás: sacrifícate por el niño, dale el pecho, trabaja a jornada completa, invierte en tu desarrollo personal y en el de tu hijo. Y, sobre todo: apáñate y no nos molestes con tus necesidades. Dependiendo de las condiciones económicas y el grado de apoyo de los más cercanos, ese dilema puede llegar a ser más dramático o menos.
¿Queréis ejemplos? La incapacidad del Estado y la indulgencia social para con los padres divorciados que esquivan pagar la manutención (estos señores forman ya un ejército, las estadísticas son impactantes);7 la violencia hacia las embarazadas en el espacio público y en los medios de comunicación; la precariedad del sistema de ayudas sociales para padres (el peor de Europa),8 sobre todo para padres de niños minusválidos; los despidos reiterados (y ampliamente tolerados, a pesar de su ilegalidad) de las mujeres que se reincorporan tras la baja por maternidad; la falta de plazas en preescolar, por no hablar de las guarderías; el drama de las parejas que tienen problemas de fertilidad, el clima de vergüenza que las acompaña y el tema de la fecundación in vitro, aún sin resolver; la aversión de los médicos hacia las mujeres con niños y las condiciones escandalosas en los hospitales infantiles, donde los padres no tienen derecho ni a dormir en el suelo; la arrogancia de los gobernantes hacia las crisis causadas por la liquidación del fondo de manutención infantil o la rebaja de la edad escolar. O un detalle como el profundo desdén hacia las madres inscrito en el paisaje urbano de las ciudades, palpable en la ausencia de infraestructuras para cochecitos, como, por ejemplo, ascensores y rampas.9
He dejado de lado muchos temas importantes, y es que la lista de quejas de los padres es larga; el problema es que esta lista nunca llega a hacerse presente en los debates públicos. La maternidad en Polonia es «sagrada» y sobre las cosas sagradas se habla en términos muy generales y con solemnidad, sin entrar en detalles como la manutención o las rampas para cochecitos. A todo el que intenta introducir este tema en el debate público se lo acusa de «reivindicativo». A finales de marzo de 2014, cuando escribo este texto, los medios de comunicación informan de que los desesperados padres de unos niños minusválidos están ocupando el Parlamento polaco. Exigen que las prestaciones aumenten y que su trabajo de 24 horas como cuidadores sea reconocido como profesión por el Estado. Las ayudas con las que pueden contar son las siguientes: prestación por discapacidad, 153 eslotis (para personas con un grado de minusvalía elevado); prestación por el cuidado de personas dependientes, 620 eslotis. Otras posibles ayudas no pasan de 420 eslotis.10 A los manifestantes se les echa en cara que son reivindicativos y que su protesta tiene carácter «político». Claro que lo tiene. Se trata precisamente de eso, los derechos de los padres son una cuestión política pero los políticos siguen arrojándolos al ámbito privado.11
Los cuidados de un niño pequeño consumen grandes cantidades de tiempo, energía, dinero y, sobre todo, involucramiento emocional. Tanto, que de estos recursos apenas queda algo para otros asuntos. Esto ocurre en una cultura que desprecia el enorme esfuerzo de las madres, tratando el cuidado de los niños no como un trabajo sino como «una tarea femenina por naturaleza», un trajín sin importancia. Ignorando esa dimensión de la existencia de la mujer o mirándola desde un punto de vista puramente teórico y racional, el movimiento feminista, de hecho, asume la aversión que provoca en las chicas y mujeres que se convierten en madres.
He conocido a muchas de ellas. Algunas habían tenido un amorío con la ideología de género durante la carrera universitaria, pero después de dar a luz llegaron a la conclusión de que el feminismo no era para ellas antes sí, pero en ese momento ya no—. Otras intentan conciliar esta dicotomía, pero se sienten solas. Una de ellas lo describió de una manera muy gráfica: «La teta me ha dado en la cara. Era feminista pero el feminismo que llegué a conocer no tenía nada que decir sobre la maternidad. De hecho, me aconsejaba esperar a que la pequeña se fuera a dormir o creciera